Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto

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El problema es estético antes que ético, filosófico, sexual, psicológico o político, aunque, para mí, demás está decírselo, esa separación no es aceptable, porque todo lo que importa es, a la corta o a la larga, estético. La pornografía despoja al erotismo de contenido artístico, privilegia lo orgánico sobre lo espiritual y lo mental, como si el deseo y el placer tuvieran de protagonistas a falos y vulvas y estos adminículos no fueran meros sirvientes de los fantasmas que gobiernan nuestras almas, y segrega el amor físico del resto de experiencias humanas. El erotismo, en cambio, lo integra con todo lo que somos y tenemos. En tanto que, para usted, pornógrafo, lo único que cuenta a la hora de hacer el amor es, como para un perro, un mono o un caballo, eyacular, Lucrecia y yo, envídienos, hacemos el amor también desayunando, vistiéndonos, oyendo a Mahler, conversando con amigos y contemplando las nubes o el mar.

Cuando digo estético usted puede, tal vez, pensar —si la pornografía y el pensamiento son compatibles— que, por ese atajo, caigo en la trampa de lo gregario y que, como los valores son generalmente compartidos, en este dominio yo soy menos yo y un poco más ellos, es decir, una parte de la tribu. Reconozco que el peligro existe; pero, lo combato sin tregua, día y noche, defendiendo mi independencia contra viento y marea mediante el uso constante de mi libertad.

Entérese y juzgue, si no, por esta pequeña muestra de mi tratado de estética particular (que espero no compartir con mucha gente y que es flexible y se deshace y rehace como la greda en manos de un diestro ceramista).

Todo lo que brilla es feo. Hay ciudades brillantes, como Viena, Buenos Aires y París; escritores brillantes, como Umberto Eco, Carlos Fuentes, Milán Kundera y John Updike, y pintores brillantes como Andy Warhol, Matta y Tàpies. Aunque todo eso destella, para mí es prescindible. Sin excepción, todos los arquitectos modernos son brillantes, por lo cual la arquitectura se ha marginado del arte y convertido en una rama de la publicidad y las relaciones públicas, por lo que es conveniente descartar a aquéllos en bloque y recurrir únicamente a albañiles y maestros de obras y a la inspiración de los profanos. No hay músicos brillantes, aunque lucharon por serlo y casi lo consiguieron compositores como Maurice Ravel y Erik Satie. El cine, divertido como el ludo o la lucha libre, es postartístico y no merece ser incluido dentro de consideraciones sobre estética, pese a algunas anomalías occidentales (esta noche salvaría a Visconti, Orson Welles, Buñuel, Berlanga y John Ford) y una japonesa (Kurosawa).

Toda persona que escribe «nuclearse», «planteo», «concientizar», «visualizar», «societal» y sobre todo «telúrico» es un hijo (una hija) de puta. También lo son quienes usan escarbadientes en público, infligiendo al prójimo ese repelente espectáculo que afea los paisajes. Y, lo mismo, esos asquerosos que sacan la miga del pan, la amasan y la dejan hecha bolitas sobre la mesa. No me pregunte usted por qué los autores de estas fealdades son unos hijos (unas hijas) de puta; esos conocimientos se intuyen y asimilan por inspiración; son infusos, no se estudian. La misma consigna vale, por supuesto, para el mortal de cualquier sexo que, pretendiendo castellanizar el whisky, escribe güisqui, yinyerel o jaibol. Estos últimos, estas últimas, deberían incluso morir, pues sospecho que sus vidas son superfluas.

La obligación de una película y de un libro es entretenerme. Si viéndola o leyéndolo me distraigo, cabeceo o me quedo dormido, han faltado a su deber y son un mal libro, una mala película. Ejemplos conspicuos: El hombre sin cualidades, de Musil, y todas las películas de esos embauques llamados Oliver Stone o Quentin Tarantino.

En lo relativo a pintura y escultura, mi criterio de valoración artístico es muy simple: todo lo que yo podría hacer en materia plástica o escultural es una mierda. Sólo califican, pues, los artistas cuyas obras están fuera del alcance de mi mediocridad creativa, aquellos que yo no podría reproducir. Este criterio me ha permitido determinar, al primer golpe de vista, que toda la obra de «artistas» como Andy Warhol o Frida Kahlo es una bazofia, y, por el contrario, que hasta el más somero diseño de Georg Grosz, de Chillida o de Balthus son geniales. Además de esta regla general, la obligación de un cuadro también es excitarme (expresión que no me gusta, pero la uso porque aún me gusta menos, ya que introduce un elemento risueño en lo que es serísimo, la criolla alegoría: «ponerme a punto de caramelo»). Si me gusta, pero me deja frío, sin la imaginación invadida por deseos teatral–copulatorios y ese cosquilleo rumoroso en los testículos que precede a las tiernas erecciones, es, aunque se trate de la Mona Lisa, El Hombre de la Mano en el Pecho, el Guernica o la Ronda Nocturna, un cuadro sin interés. Así, le sorprenderá saber que de Goya, otro monstruo sagrado, sólo me placen los zapatitos de hebillas doradas, tacón en punta y adornos de raso, acompañados de medias blancas de punto con que calzaba en sus óleos a sus marquesas, y que en los cuadros de Renoir sólo miro con benevolencia (placer, a veces) los rosados traseros de sus campesinas y evito el resto de sus cuerpos, sobre todo esas caritas de miriñaque y los ojos–luciérnaga, que anticipan — ¡vade retro! — a las conejitas de Playboy. De Courbet, me interesan las lesbianas y aquel gigantesco trasero que hizo ruborizar a la fruncida Emperatriz Eugenia.

La obligación de la música para conmigo es zambullirme en un vértigo de puras sensaciones, que me haga olvidar la parte más aburrida de mí mismo, la civil y municipal, me desatore de preocupaciones, me aisle en un enclave sin contacto con la sórdida realidad circundante, y, de este modo, me permita pensar con claridad en las fantasías (generalmente eróticas y siempre con mi esposa en el papel estelar) que me hacen llevadera la existencia. Ergo, si la música se hace demasiado presente, y, porque comienza a gustarme demasiado o porque hace mucho ruido, me distrae de mis propios pensamientos y reclama mi atención y la consigue —citaré a la carrera a Gardel, Pérez Prado, Mahler, todos los merengues y cuatro quintas partes de las óperas— es mala música y queda desterrada de mi estudio. Este principio hace, claro está, que ame a Wagner, a pesar de las trompetas y los molestos cornos, y que respete a Schoenberg.

Espero que estos rápidos ejemplos que, desde luego, no aspiro a que comparta conmigo (y menos aún lo deseo) lo ilustren sobre lo que quiero decir cuando afirmo que el erotismo es un juego (en la alta acepción que daba el gran Johan Huizinga a la palabra) privado, en el que sólo el yo y los fantasmas y los jugadores pueden participar, y cuyo éxito depende de su carácter secreto, impermeable a la curiosidad pública, pues de esta última sólo puede derivarse su reglamentación y manipulación desnaturalizadora por agentes írritos al juego erótico. Aunque me repelen las velludas axilas femeninas, respeto al amateur que persuade a su compañero o compañera que se las riegue y fomente para jugar con ellas con labios y dientes hasta llegar al éxtasis con aullidos en do mayor. Pero, no puede tenerlo, en absoluto, y sí, más bien, conmiseración, por el pobre cacaseno que bastardea ese antojo de su fantasma, comprando —por ejemplo, en los almacenes de artefactos porno con los que ha sembrado Alemania la ex–aviadora Beate Uhse— esas velludas matas de axilas y pubis artificiales (de «pelo natural», se jactan las más costosas) que se venden allí en diferentes formas, tamaños, sabores y colores.

La legalización y reconocimiento público del erotismo, lo municipaliza, cancela y encanalla, volviéndolo pornografía, triste quehacer al que defino como erotismo para pobres de bolsillo y de espíritu. La pornografía es pasiva y colectivista, el erotismo creador e individual, aun cuando se ejercite de a dos o de a tres (le repito que soy adversario de elevar el número de participantes para que estas funciones no pierdan su sesgo de fiestas individualistas, ejercicios de soberanía, y no se manchen con la apariencia de mítines, deportes o circos). Por eso, me merecen carcajadas de hiena los argumentos del poeta beatnik Alien Ginsberg (véase su entrevista con Alien Young en Cónsules de Sodoma) defendiendo los acoplamientos colectivos en la oscuridad de las piscinas, con el cuento de que esta promiscuidad es democrática y justiciera, pues permite, gracias a la tiniebla igualitaria, que la fea y la bonita, la flaca y la gorda, la joven y la vieja, tengan las mismas oportunidades de placer. ¡Qué razonamiento absurdo, de comisario constructivista! La democracia sólo tiene que ver con la dimensión civil de la persona, en tanto que el amor —el deseo y el placer— pertenece, como la religión, al ámbito privado, en el que importan sobre todo las diferencias, no las coincidencias con los demás. El sexo no puede ser democrático; es elitista y aristocrático y una cierta dosis de despotismo (recíprocamente pactado) suele serle indispensable. Los ayuntamientos colectivos en los baños oscuros que el poeta beatnik recomienda como modelos eróticos se parecen demasiado a los amancebamientos de potros y yeguas en las dehesas o los pisotones indiscriminados de gallos a gallinas en los alborotados gallineros, para confundirlos con esa hermosa creación de ficciones animadas, de carnales fantasías, en que participan por igual el cuerpo y el espíritu, la imaginación y las hormonas, lo sublime y lo abyecto de la condición humana, que es el erotismo para este modesto epicúreo y anarquista escondido en el cuerpo ciudadano de un asegurador de propiedades.

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