Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto
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- Название:Los cuadernos De don Rigoberto
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¿Por qué, pues, luego de fallo tan severo, perdía este amanecer rememorando una imperfección estética, un chusco cacógrafo que, para colmo, llegó a ejercer el feo oficio de soplón? El cuaderno era pródigo en datos sobre él. Había producido cerca de doscientos libros, todos literariamente ilegibles. ¿Por qué, entonces, empeñarse en acercarlo a doña Lucrecia, su antípoda, la perfección hecha mujer? Porque, se respondió, nadie, como este silvestre intelectual, hubiera podido comprender su emoción del mediodía al percibir fugazmente, en el anuncio de una revista, ese piececillo alado de muchacha asiática, que esta noche le había traído el recuerdo, el deseo de los pies de reina de Lucrecia. No, nadie como Restif, amateur, conocedor supremo de ese culto que la abominable raza de psicólogos y psicoanalistas prefería llamar fetichismo, lo hubiera podido entender, acompañar, asesorar, en este homenaje y acción de gracias a aquellos adorados pies. «Gracias, Lucrecia mía —rezó con unción—, por las horas de placer que yo les debo, desde aquella vez que los descubrí, en la playa de Pucusana, y, bajo el agua y las olas, los besé.» Transido, don Rigoberto volvió a sentir los salobres, ágiles deditos moviéndose en la gruta de su boca, y las arcadas por el agua marina que tragó.
Sí, ésa era la predilección de don Nicolás Edmé Restif de la Bretonne: el pie femenino. Y, por extensión y simpatía, como diría un alquimista, lo que los abriga y rodea: la media, el zapato, la sandalia, el botín. Con la espontaneidad y la inocencia de lo que era, un rústico transmigrado a la ciudad, practicó y proclamó su predilección por esa delicada extremidad y sus envoltorios sin el menor rubor, y, con el fanatismo de los convertidos, sustituyó en sus inconmensurables escritos el mundo real por uno ficticio, tan monótono, previsible, caótico y estúpido como aquél, salvo en que, en el amasado con su mala prosa y su monotemática singularidad, lo que allí brillaba, destacaba y desataba las pasiones de los hombres no eran los graciosos rostros de las damas, sus cabelleras en cascada, sus gráciles cinturas, ebúrneos cuellos o bustos arrogantes, sino, siempre y exclusivamente, la belleza de sus pies. (Si existiera todavía, se le ocurrió, llevaría al amigo Restif, con el consentimiento de Lucrecia, desde luego, a su casita del Olivar, y, ocultándole el resto de su cuerpo, le mostraría sus pies, encerrados en unos preciosos botines estilo abuelita, y permitido incluso que la descalzara. ¿Cómo habría reaccionado aquel ancestro? ¿Cayendo en éxtasis? ¿Temblando, aullando? ¿Precipitándose, sabueso feliz, lengua afuera, narices dilatadas, a aspirar, a lamer el manjar?).
¿No era respetable, aunque escribiera tan mal, quien rendía de ese modo pleitesía al placer y defendía con tanta convicción y coherencia a su fantasma? ¿No era el buen Restif, pese a su indigesta prosa, «uno de los nuestros»? Desde luego que sí. Por eso se le había presentado esta noche en el sueño, atraído por aquel furtivo piececillo birmano o singapurense, para hacerle compañía en este amanecer. Una brusca desmoralización atenazó a don Rigoberto. El frío le caló los huesos. Cómo hubiera querido, en este instante, que Lucrecia supiera todo el arrepentimiento y el dolor que lo atormentaban, por la estupidez, o por la incomprensión cerril que, hacía un año, lo habían impulsado a actuar con ella como lo acababa de hacer, en la ultramarina Wellington, aquel innoble juez que condenó a cuatro años de cárcel a esa profesora, a esa amiga («Otra de las nuestras») por haber hecho entrever —no, habitar— el cielo, a esa dichosa criatura, a ese Fonchito neozelandés. «En vez de sufrir y reprochártelo, debí agradecértelo, adorable niñera.»
Lo hacía ahora, en esta madrugada de olas ruidosas y espumantes y de lluviecita invisible y corrosiva, secundado por el servicial Restif, cuya novelita, deliciosamente titulada Le pied de Franchette, y estúpidamente subtitulada ou l'orpheline française. Histoire interessante et morale (después de todo, sí había razón para llamarla moral) tenía sobre las rodillas y acariciaba con las dos manos, como a una parejita de lindos pies. Cuando Keats escribió Beauty is truth, truth is beauty (la cita reaparecía sin cesar en cada cuaderno que abría) ¿pensaba en los pies de doña Lucrecia? Sí, aunque el infeliz no lo supiera. Y, cuando Restif de la Bretonne escribió e imprimió (a la misma velocidad, probablemente) Le pied de Franchette, en 1769, a los treinta y cinco años, también lo había hecho inspirado, desde el futuro, por una mujer que vendría al mundo cerca de dos siglos más tarde, en una bárbara comarca de la América llamada (¿en serio?) Latina. Gracias a las anotaciones del cuaderno, don Rigoberto iba recordando la historia de la novelita. Convencional y previsible a más no poder, escrita con los pies (no, esto no debía pensarlo ni decirlo), que su verdadero protagonista no fuera la bella huerfanita adolescente, Franchette Florangis, sino los piececillos trastornadores de Franchette Florangis, la levantaba y singularizaba, dotándola de vivencias, de la capacidad persuasiva que tiene una obra de arte. No eran imaginables los trastornos que causaban, las pasiones que encendían en torno, los nacarados piececillos de la joven Franchette. Al vejete de su tutor, Monsieur Apatéon, que se deleitaba comprándoles primorosos calzados y aprovechaba cualquier pretexto para acariciarlos, lo inflamaban al extremo de intentar violar a su pupila, hija de un amigo queridísimo. Del pintor Dolsans, un joven bueno, quien, desde que los veía, encajados en unos zapatitos verdes y ornados de una flor dorada, quedaba prendado de ellos, hacían un loco despechado lleno de proyectos criminales que perdía por ellos la vida. El afortunado joven rico, Lussanville, antes de tener en sus brazos y en su boca a la bella muchacha de sus sueños, se solazaba con uno de sus zapatitos, que, amateur él también, había robado. Todo pantalón viviente que los veía —financistas, mercaderes, rentistas, marqueses, plebeyos— sucumbía a su hechizo, quedaba flechado de amor carnal y dispuesto a todo por poseerlos. Por eso, el narrador afirmaba con justicia la frase que don Rigoberto había transcrito: «Le joli pied les rendait tous criminéis». Sí, sí, esas patitas volvían a todos criminales. Las chinelas, sandalias, botines, zapatillas de la bella Franchette, objetos mágicos, circulaban por la historia alumbrándola con cegadora luz seminal.
Aunque los estúpidos hablaran de perversión, él, y, por supuesto, Lucrecia, podían comprender a Restif, celebrar que tuviera la audacia y el impudor de exhibir ante los demás su derecho a ser diferente, a rehacer el mundo a su imagen y semejanza. ¿No habían hecho eso, él y Lucrecia, cada noche, por diez años? ¿No habían desarreglado y rearreglado la vida en función de sus deseos? ¿Volverían a hacerlo, alguna vez? ¿O, quedaría todo ello confinado en el recuerdo, con las imágenes que atesora la memoria para no sucumbir a la desesperanza de lo real, de lo que en verdad es?
Esta noche–madrugada, don Rigoberto se sentía como uno de los varones desquiciados por el pie de Franchette. Vivía vacío, reemplazando cada noche, cada amanecer, la ausencia de Lucrecia con fantasmas que no bastaban para consolarlo. ¿Había alguna solución? ¿Era demasiado tarde para dar marcha atrás y corregir el error? ¿No podía una Corte Suprema, un Tribunal Constitucional, en Nueva Zelanda, revisar la sentencia del obtuso magistrado de Wellington y absolver a la profesora? ¿No podría un gobernante neozelandés desprejuiciado, amnistiarla, e incluso condecorarla como a heroína civil por su probada abnegación por la puericia? ¿No podía ir él a la casita del Olivar de San Isidro a decir a Lucrecia que la estúpida justicia humana se equivocó y la condenó sin tener derecho para ello, y devolverle el honor y la libertad para… para? ¿Para qué? Vaciló, pero siguió adelante, como pudo.
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