Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto
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El sexo practicado a la manera de Playboy (vuelvo y volveré sobre este tema hasta que mi muerte o la suya me lo impida) elimina dos ingredientes esenciales a Eros, a mi entender: el riesgo y el pudor. Entendámonos. El aterrado hombrecillo que, en el autobús, venciendo su vergüenza y su miedo, se abre el abrigo y, por cuatro segundos, ofrece a la desaprensiva comadrona a la que el destino deparó viajar frente a él, el espectáculo de su enhiesta verga, es un temerario impúdico. Hace lo que hace a sabiendas de que el precio de su fugaz capricho puede ser una paliza, un linchamiento, el calabozo y un escándalo que divulgaría ante la opinión pública un secreto con el que quisiera irse a la tumba y lo condenaría a la condición de reprobo, psicópata y peligro social. Pero, se arriesga a ello porque el placer que le produce ese mínimo exhibicionismo es inseparable del miedo y de la transgresión de ese pudor. Qué distancia astral la que lo separa —la distancia que hay entre el erotismo y la pornografía, precisamente— del ejecutivo arrebosado de colonias francesas y de muñecas esposadas por un reloj Rolex (¿qué otro iba a ser?), que, en un bar de moda amenizado por música de blues, abre el último número de Playboy y se exhibe con él y lo exhibe convencido de que está exhibiendo su verga ante el mundo, mostrándose hombre mundano, desprejuiciado, moderno, gozador, in. ¡El pobre imbécil! No sospecha que aquello que exhibe es el santo y seña de su servidumbre al lugar común, a la publicidad, a la moda desindividualizadora, su abdicación de la libertad, su renuncia a emanciparse, gracias sus fantasmas personales, de la esclavitud atávica de la señalización.
Por eso, a usted y a la revista de marras y afines y a todos los que la leen —o, incluso, hojean— y con ese miserable sustento prefabricado alimentan —quiero decir, matan— a su libido, los acuso de ser la punta de lanza de esa gran operación desacralizadora y banalizadora del sexo en que se manifiesta la barbarie contemporánea. La civilización oculta y sutiliza al sexo para mejor aprovecharlo, rodeándolo de rituales y códigos que lo enriquecen hasta límites insospechados para el hombre y la mujer pre–eróticos, copulatorios, engendradores de vastagos. Después de haber recorrido un larguísimo camino, del que en cierto modo el progresivo alquitaramiento del juego erótico fue espina dorsal, por insólita vía —la sociedad permisiva, la cultura tolerante— hemos retornado al punto de partida ancestral: hacer el amor ha vuelto a ser una gimnasia corporal y semipública, ejercitada sin ton ni son, al compás de estímulos fabricados, no por el inconsciente y el alma, sino por los analistas del mercado, estímulos tan estúpidos como esa falsa vagina de vaca que pasan en los establos ante las narices de los toros a fin de que eyaculen y poder de este modo almacenar el semen que se utiliza en la inseminación artificial. Vaya, compre y lea su último Playboy, suicidado vivo, y ponga otro granito de arena en la creación de ese mundo de eunucos y eunucas eyaculantes en el que habrán desaparecido la imaginación y los fantasmas secretos como pilares del amor. Yo, por mi parte, voy ahora mismo a hacer el amor con la Reina de Saba y Cleopatra, juntas, en una representación cuyo guión no pienso compartir con nadie, y, menos que con nadie, con usted.
UN PIECECITO
«Son las cuatro de la madrugada, Lucrecia querida», pensó don Rigoberto. Como casi todos los días, se había despertado en la lóbrega humedad del amanecer para celebrar el rito que repetía cacofónicamente desde que doña Lucrecia se fue a vivir al Olivar de San Isidro: soñar despierto, crear y recrear a su mujer al conjuro de esos cuadernos donde invernaban sus fantasmas. «Y donde, desde el día que te conocí, eres reina y maestra.»
Sin embargo, a diferencia de otras madrugadas desoladas o ardientes, hoy no le bastaba imaginarla y desearla, charlar con su ausencia, amarla con su fantasía y su corazón, de donde nunca se había apartado; hoy, necesitaba un contacto más material, más cierto, más tangible. «Hoy, me podría suicidar», pensó, sin angustia. ¿Y, si le escribía? ¿Y, si respondía por fin a sus picamentosos anónimos? La pluma se le cayó de las manos, apenas la cogió. No lo conseguiría, y, en todo caso, tampoco podría despacharle la carta.
En el primer cuaderno que abrió, saltó y lo mordió una frase oportunísima: «Mis feroces despertares al alba tienen siempre como acicate una imagen de ti, real o inventada, que inflama mi deseo, enloquece mi nostalgia, me levanta en vilo y arrastra a este escritorio a defenderme contra la aniquilación, amparándome en el antídoto de mis cuadernos, grabados y libros. Sólo esto me cura». Cierto. Pero, hoy, el remedio acostumbrado no tendría el efecto benéfico de otras madrugadas. Se sentía confuso y atormentado. Lo habían despertado mezcladas sensaciones donde se confundían una rebeldía generosa, parecida a la que, a sus dieciocho años, lo llevó a la Acción Católica y llenó su espíritu de impulsos misioneros, renovadores del mundo, con el arma de los Evangelios, y la emulsionante nostalgia de un piececito de mujer asiática entrevisto al pasar, por sobre el hombro de un peatón detenido a su lado unos segundos por la luz roja del semáforo en una calle del centro, y la actualización en su memoria de un plumífero francés del siglo dieciocho llamado Nicolás Edmé Restif de la Bretonne, de quien tenía en su biblioteca un solo libro —lo buscaría y lo encontraría antes de que comenzara la mañana—, una primera edición comprada hacía muchos años en un anticuario de París, que le había costado un ojo de la cara. «Vaya mezclas.»
En apariencia, nada de eso tenía que ver directamente con Lucrecia. ¿Por qué, entonces, esa urgencia de comunicárselo, de referirle de viva voz, con minucioso detalle, toda la efervescencia de su mente? «Miento, amor mío, pensó. Claro que tiene que ver contigo.» Todo lo que él hacía, incluidas las estúpidas operaciones gerenciales que de lunes a viernes lo maniataban ocho horas en una compañía de seguros del centro de Lima, tenía que ver profundamente con Lucrecia y con nadie más. Pero, sobre todo, y de manera aún más esclava, le estaban dedicadas con fidelidad caballeresca, sus noches y las exaltaciones, ficciones y pasiones que las poblaban. Ahí estaba la prueba, íntima, incontrovertible, dolorosísima, en cada página de los cuadernos que ahora hojeaba.
¿Por qué había pensado en rebeldías? Lo que hacía unos momentos lo despertó, fueron más bien, multiplicadas, la indignación, la consternación de esa mañana al leer en el periódico la noticia, que Lucrecia debía de haber leído también, y que, con letra renqueante, se puso a transcribir en la primera página en blanco que encontró:
Wellington (Reuter). Una profesora de Nueva Zelanda, de 24 años, ha sido condenada a cuatro años de cárcel por un juez de esta ciudad por violación sexual, tras haberse comprobado que la maestra mantenía relaciones carnales con un niño de diez años, amigo y compañero de colegio de su hijo. El juez precisó que le había dado la misma sentencia que hubiera impuesto a un hombre que hubiera violado a una niña de esa edad.»
«Amor mío, Lucrecia queridísima, no veas en esto ni la sombra de un reproche a lo pasado entre nosotros», pensó. «Ni una alusión de mal gusto, nada que pudiera parecer restrospectivo, mezquino rencor.» No. Debía ver exactamente lo contrario. Porque, cuando las pocas líneas de ese cable se delinearon bajo sus ojos, esa mañana, mientras tomaba los primeros sorbos del amargo café del desayuno (no porque lo tomara sin azúcar, sino porque no estaba Lucrecia a su lado para ir comentando con ella las noticias del periódico) don Rigoberto no sintió angustia, dolor, mucho menos gratitud y entusiasmo por el fallo del juez. Más bien: una solidaridad impetuosa, sobresaltada, de adolescente mitinero, por esa pobre maestra neozelandesa tan brutalmente castigada por haber hecho conocer las delicias del cielo mahometano (el más carnal de los que se ofrecían en el mercado de las religiones, según su entender) a ese niño afortunado.
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