Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto

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—Ella misma y no sabes cómo —le aseguró doña Lucrecia—. De lo más despercudida. Soltando palabrotas, moviéndose como pez en el agua, ahí, en el Bar. Como la tipa más experimentada de todo Lima.

—¿Y, ella, no la reconoció?

—No, felizmente. Pero, todavía no has oído nada. Ahí estábamos conversando, cuando, no sé de dónde, nos cayó encima el sujeto. Adelita lo conocía, por lo visto.

Era alto, fuerte, un poco gordo, un poco bebido, un poco todo lo que hace falta para sentirse temerario y mandón. De terno y corbata brillante, con rombos y zigzags, respiraba como un fuelle. Debía de ser cincuentón. Se colocó entre las dos, abrazándolas, y, como lo hubiera hecho con dos amigas de toda la vida, les dijo a manera de saludo:

—¿Se vienen a mi suite? Hay trago fino y something for the nose. Más lluvia de dólares para las chicas que se portan bien.

Doña Lucrecia sintió vértigo. El aliento del hombre le daba en la cara. Estaba tan cerca, que, con un pequeño movimiento hubiera podido besarla.

—¿Estás sólito, primo? —le preguntó la muchacha, con coquetería.

—Para qué hace falta nadie más —se chupó el hombre los labios, tocándose el bolsillo donde debía de llevar la cartera—. Cien verdes por cabeza ¿okey ? Pago por adelantado.

—Si no tienes dólares de diez o de cincuenta, prefiero soles —dijo Adelita, de inmediato—. Los de cien son siempre falsos.

—Okey, okey, tengo de cincuenta —prometió el hombre—. Andando, chicas.

—Espero a alguien —se disculpó doña Lucrecia—. Lo siento.

—¿No puede esperar? —se impacientó el hombre.

—No puedo, de veras.

—Si quieres, subamos los dos —intervino Adelita, prendiéndose de su brazo—. Te trataré bien, primito.

Pero el hombre la rechazó, decepcionado:

—Tú sola, no. Esta noche, me estoy premiando. Mis burros ganaron tres carreras y la dupleta. ¿Les cuento? Voy a realizar un capricho que me tiene curcuncho, hace días. ¿Les digo cuál? —Las miró a una y a otra, muy serio, aflojándose el cuello, y encadenó con ansiedad, sin esperar su visto bueno—. Empalarme a una mientras me como a la otra. Viéndolas por el espejo, manoseándose y besándose, sentaditas en el trono. Ese trono que seré yo.

«El espejo de Egon Schiele», pensó la señora Lucrecia. Se sentía menos disgustada por la vulgaridad del hombre que por el brillo desalmado de sus pupilas mientras describía su capricho.

—Te vas a poner virolo de ver tantas cosas a la vez, primo —se rió Adelita, dándole un falso puñete.

—Es mi fantasía. Gracias a los burros, esta noche la voy a realizar —dijo el hombre, con orgullo, a manera de despedida—. Lástima que estés ocupada, payasita, porque, a pesar de tus colorines, me gustaste. Chaucito, primas.

Cuando se perdió entre las mesas —el Bar tenía más gente que antes y se había adensado el humo, multiplicado el rumor de las conversaciones y la música de los parlantes era ahora un merengue de Juan Luis Guerra— Adelita se adelantó hacia ella, cariacontecida:

—¿Es verdad lo de la cita? Con ese pata era una ganga. Lo que contó de los caballos es cuento. Ese es narco, todo el mundo lo conoce. Y, se va ahí mismo, a cien por hora. Eyaculación precoz, llaman a eso. Tan, tan rápido, que ni alcanza a empezar muchas veces. Era un regalo, primita.

Doña Lucrecia trató de esbozar una sonrisa sabihonda, que no le salió. ¿Cómo podía estar diciendo semejantes cosas la hija de Esther? Esa señora tan estirada, tan rica, tan presumida, tan elegante, tan católica. Esthercita, la madrina de Fonchito. La muchacha seguía con sus comentarios desenfadados que tenían a doña Lucrecia boquiabierta:

—Una tontera haber perdido esta oportunidad de ganarse cien dólares en media hora, en quince minutos —se quejaba—. A mí, subir contigo a trabajarnos a ese pata me parecía bacán, te juro. Habría salido regio, en un dos por tres. No sé a ti, pero, lo que a mí me molesta, son las parejitas. El maridito mirón, mientras calientas a su mujercita. ¡Las odio, prima! Porque, siempre, la cojuda se muere de vergüenza. Las risitas, los disfuercitos, hay que darle trago, cariñitos. Pucha, hasta me vienen náuseas, te digo. Y, sobre todo, cuando se te echan a llorar y les da el arrepentimiento. Las mataría, te juro. Se pasan las medias horas y las horas con esas huevonas. Quieren, no quieren, y te hacen perder un montón de plata. Yo ya no tengo paciencia, prima. ¿No te ha pasado?

—A quién no —se sintió obligada a decir doña Lucrecia, forcejeando para que cada palabra aceptara salir de su boca—. Algunas veces.

—Ahora que, peor todavía, los dos amigotes, las yuntas, los compinches ¿no te parece? —suspiró Adelita. La voz le cambió y doña Lucrecia pensó que debía haberle ocurrido algo tremendo, con sádicos, locos o monstruos—. Qué machos se sienten cuando están de a dos. Y empiezan a pedir todas las majaderías. La cornetita, el sandwichito, el chiquito. ¿Por qué no vas mejor a pedírselo a tu mamacita, papacito? Yo no sé a ti, prima, pero, lo que es yo, el chiquito, ni de a vainas. No me gusta. Me da asco. Y, además, me duele. Así que ni por doscientos dólares lo doy. ¿Y tú?

—Yo, lo mismo —articuló doña Lucrecia—. Asco y dolor, igualito que a ti. Y, el chiquito, ni por doscientos, ni por mil.

—Bueno, por mil, quién sabe —se rió la muchacha—. ¿No ves? Nos parecemos. Bueno, ahí está tu cita, me imagino. A ver si la próxima le hacemos el trabajo al descerebrado de los burros. Chau y que te diviertas.

Se hizo a un lado, dejando su sitio a la delgada silueta que se acercaba. En la mediocre luz del recinto, doña Lucrecia vio que era joven, algo rubio, de facciones aniñadas, con un vago parecido ¿a quién? ¡A Fonchito! Un Fonchito con diez años más, cuya mirada se había endurecido y, el cuerpo, elevado y ahilado. Estaba vestido con un elegante terno azul y llevaba un pañuelito rosado del mismo color que la corbata en el bolsillo del saco.

—El inventor de la palabra individualismo fue Alexis de Tocqueville —le dijo, a modo de saludo, con una vocecita estridente—. ¿Cierto o falso?

—Cierto —Doña Lucrecia empezó a sudar frío: ¿qué iba a pasar, ahora? Decidida a llegar hasta el final, añadió—: Yo soy Aldonza, la andaluza de Roma. Puta, estrellera y zurcidora, a sus órdenes.

—Lo único que entiendo es puta —acotó Justiniana, mareada por lo que oía—.¿Iba en serio? ¿No se le soltaba la risa? Perdón por la interrupción, señora.

—Sígame —dijo el recién llegado, sin pizca de humor. Se movía como un robot.

Doña Lucrecia se descolgó de la banqueta de la barra y adivinó la malintencionada miradita del barman al verla partir. Siguió al joven rubio, que avanzaba de prisa entre las mesas atestadas, hendiendo la atmósfera humosa, hacia la salida del Bar. Luego, cruzó el pasillo hacia los ascensores. Doña Lucrecia vio que pulsaba el piso 24 y su corazón dio un brinco con el vacío en el vientre por la velocidad con que subieron. Una puerta se abrió apenas salieron al pasillo. Estaban en la recepción de una enorme suite: tras el ventanal de cristales, se extendía a sus pies un mar de luces con manchas oscuras y bancos de neblina.

—Puedes quitarte la peluca y desvestirte en el baño —El muchacho le señaló una habitación, a un costado de la salita. Pero, doña Lucrecia no atinó a dar un paso, fascinada por esa faz juvenil, de mirada de acero y pelos alborotados —los había creído rubios y eran claros, tirando a oscuros— que tenía al frente, modelados por el cono de luz de una lámpara. ¿Cómo era posible? Parecía él, en persona.

—¿Cómo que Egon Schiele? —le salió al paso Justiniana—. ¿El pintor que tiene maniático a Fonchito? ¿El fresco que pintaba a sus modelos haciendo sinvergüenzuras?

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