Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto
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—Por qué sigues brincando, ¿no ves que me fui? —lloriqueó el hombre de los caballos. En la media oscuridad, su cara parecía de ceniza. Hacía pucheros de niño malcriado—. Maldita suerte, siempre me pasa. Cuando se pone rico, me voy. No puedo aguantarme. No hay manera, no hay. Fui donde el especialista y me recetó baños de fango. Una mierda. Me daba dolor de estómago y vómitos. Masajes. Otra mierda. Fui donde un curandero de la Victoria y me metió en una tina con hierbas, que olía a caca. ¿De qué me sirvió? De nada. Ahora me voy más rápido que antes. ¿Por qué esa suerte perra, maldita sea?
Se le escapó un gemido y sollozó.
—No llores, compadre, ¿no tuviste tu capricho acaso? —lo consoló Adelita, volviendo a pasar la pierna por sobre la cabeza del llorón y tumbándose a su lado.
Por lo visto, ninguno de los dos veía a Egon Schiele, o su doble, haciendo equilibrio a un metro encima de ellos, en lo alto de la escalera y ayudándose a no caer, a guardar el centro de gravedad, gracias a esa inmensa verga que se mecía suavemente sobre la cama, luciendo en la escasa luz sus delicados pliegues sonrosados y las alegres venitas del lomo. Y, sin duda, tampoco lo oían. Ella sí, clarísimo. Repetía entre dientes, como un mantra, chillón y beligerante: «Soy el más tímido de los tímidos. Soy divino».
—Descansa, prima, qué haces ahí, la función ya terminó —le dijo Adelita, con cariño.
—Que no se vayan, antes pégales. No las dejes irse. ¡Pégales, pégales fuerte a las dos!
Era Fonchito, naturalmente. No, no el pintor concentrado en su tarea de abocetarlos. Era el niño, su entenado, el hijo de Rigoberto. ¿Estaba ahí, él también? Sí. ¿Dónde? En alguna parte, segregado por las sombras del cuarto de las maravillas. Quieta, encogida, desexcitada, aterrada, cubriéndose los pechos con las manos, doña Lucrecia miró a la derecha, buscó a la izquierda. Y, por fin, los encontró, reflejados en un gran espejo de luna donde se vio ella también, repetida como una modelo de Egon Schiele. La medialuz no los disolvía; más bien, daba al padre y al hijo, sentados uno junto a otro —aquél observándolos con benevolencia afectuosa y, éste, sobreexcitado, la angelical carita congestionada de tanto gritar «Pégales, pégales» — en un sillón que parecía un palco encaramado sobre el proscenio de la cama.
—¿O sea que se aparecieron también el señor y Fonchito? —comentó Justiniana, con tono desabrido y franca decepción—. Esto sí que no hay quien se lo crea.
—Muy sentaditos y mirándonos —asintió doña Lucrecia—. Rigoberto, muy formal, comprensivo y tolerante. Y, el niñito, incontenible, haciendo las diabluras de costumbre.
—Yo no sé usted, señora —dijo Justiniana, de pronto, cortándole el relato de golpe y levantándose—. Pero, en este mismo momento, necesito una ducha de agua bien fría. Para no pasarme otra noche desvelada y con sofocón. Estas conversaciones con usted, a mí me encantan. Pero, me dejan medio turumba y cargada de electricidad. Si no me cree, póngame la mano aquí y verá qué sacudón recibe.
LA BABA DEL GUSANO
Aunque sé de sobra que es usted un mal necesario, sin el cual la vida en comunidad no sería vivible, debo decirle que usted representa todo lo que detesto, en la sociedad y en mí mismo. Pues, desde hace un cuarto de siglo por lo menos, de lunes a viernes y de ocho de la mañana a seis de la tarde, con algunas actividades ancilares (cocteles, seminarios, inauguraciones, congresos) a las que me es imposible sustraerme sin poner en peligro mi supervivencia, soy también una especie de burócrata, aunque no trabaje en el sector público sino en el privado. Pero, como usted y por culpa de usted, en estos veinticinco años mi energía, mi tiempo y mi talento (tuve alguno) se los han tragado, en gran parte, los trámites, las gestiones, las solicitudes, las instancias, los procedimientos inventados por usted para justificar el sueldo que gana y el escritorio donde engrasa sus posaderas, dejándome apenas unas migajas de libertad para tomar iniciativas y llevar a cabo un trabajo que merezca llamarse creativo. Ya sé que los seguros (mi ramo profesional) y la creatividad se hallan tan alejados como los planetas Saturno y Plutón en el universo sideral, pero esta distancia no sería tan vertiginosa si usted, hidra reglamentarista, oruga tramitadora, rey del papel sellado, no la hubiera hecho abismal. Porque, aun en el árido desierto de las aseguradoras y reaseguradoras podría volcarse la imaginación del ser humano y extraer de él estímulo intelectual y hasta placer, si usted, encarcelado en esa densa malla de regulaciones asfixiantes —destinadas a dar carácter de necesidad a la obesa burocracia que ha puesto a reventar las reparticiones públicas y a crear una miríada de coartadas y justificaciones a sus chantajes, coimas, tráficos y robos— no hubiera convertido la tarea de una compañía de seguros en una embrutecedora rutina parecida a la de esas complicadas y diligentes máquinas de Jean Tinguely, que, moviendo cadenas, poleas, carriles, palas, cucharas y émbolos terminan por parir una pelotita de ping pong. (Usted no sabe quién es Tinguely y tampoco le conviene saberlo, aunque, estoy seguro, si el azar las pusiera en su camino, usted ya habría tomado todas las precauciones para no entender, banalizándolos, los sarcasmos feroces que le disparan las obras de ese escultor, uno de los pocos artistas contemporáneos que me entiende.)
Si le cuento que yo entré en esta compañía recién recibido de abogado, con un puestecito insignificante en el departamento legal, y que en estos cinco lustros he escalado la jerarquía hasta ocupar la gerencia, ser miembro del Directorio y dueño de un buen paquete de acciones de la empresa, usted me dirá que, en esas condiciones, de qué puedo quejarme, y que peco de ingratitud. ¿Acaso no vivo bien? ¿No formo parte del microscópico fragmento de la sociedad peruana que tiene casa propia, automóvil, la posibilidad de viajar una o dos veces por año a Europa o Estados Unidos de vacaciones y de vivir con unas comodidades y disfrutar de una seguridad impensables e insoñables para las cuatro quintas partes de nuestros compatriotas? Todo eso es cierto. También lo es, que, gracias a este éxito profesional (¿así lo llaman ustedes, no es cierto?) he podido llenar mi estudio de libros, grabados y cuadros que me amurallan contra la estupidez y la ramplonería reinantes (es decir, contra todo lo que usted representa) y formar un enclave de libertad y fantasía donde, cada día, mejor dicho cada noche, he podido desintoxicarme de la espesa costra de convencionalismos embrutecedores, viles rutinas, actividades castradoras y gregarizadas que usted fabrica y de las que se nutre, y vivir, vivir de verdad, ser yo mismo, abriendo a los ángeles y demonios que me habitan las puertas enrejadas detrás de las cuales —por culpa de usted, de usted— están obligados a esconderse el resto del día.
Usted me dirá, también: «Si odia tanto los horarios de oficina, las cartas y las pólizas, los informes legales y los protocolos, las reclamaciones, los permisos y los alegatos ¿por qué no tuvo el coraje de sacudirse todo eso de encima y vivir la vida verdadera, la de su fantasía y sus deseos, no sólo en las noches, también en las mañanas, mediodías y tardes? ¿Por qué cedió más de la mitad de su vida al animal burocrático que, junto con sus ángeles y demonios, también lo esclaviza?». La pregunta es pertinente —me la he formulado muchas veces—, pero también lo es mi respuesta: «Porque el mundo de fantasía, de placer, de deseos en libertad, mi única patria querida, no hubiera sobrevivido indemne a la escasez, la estrechez, las angustias económicas, el agobio de las deudas y la pobreza. Los sueños y los deseos son incomestibles. Mi existencia se hubiera empobrecido, vuelto caricatura de sí misma». No soy un héroe, no soy un gran artista, carezco de genio, de manera que no hubiera podido consolarme la esperanza de una «obra» que acaso me sobreviviría. Mi aspiración y mis aptitudes no van más allá de saber diferenciar —en eso soy superior a usted, a quien su condición adventicia ha mermado hasta la nada el sentido de discriminación ético y estético—, dentro de la maraña de posibilidades que me rodean, lo que amo y lo que detesto, lo que me embellece la vida y lo que me la afea y embadurna de estupidez, lo que me exalta y lo que me deprime, lo que me hace gozar y lo que me hace sufrir. Para estar simplemente en condiciones de discernir constantemente entre esas opciones contradictorias necesito la tranquilidad económica que me da este quehacer profesional maculado por la cultura del trámite, esa miasma deletérea que usted genera como el gusano la baba y que ha pasado a ser el aire que respira el mundo entero. Las fantasías y los deseos —al menos, los míos— requieren para manifestarse un mínimo de tranquilidad y de seguridad. De otro modo, enflaquecerían y morirían. Si quiere deducir de ello que mis ángeles y demonios son incombustiblemente burgueses, es una estricta verdad.
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