Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto
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IX. LA CITA DEL SHERATON
—Para atreverme, para darme ánimos, me tomé un par de whiskies puros —dijo doña Lucrecia—. Antes de empezar a disfrazarme, quiero decir.
—Quedaría usted borrachísima, señora—comentó Justiniana, divertida—. Con la cabecita de pollo que tiene para el trago.
—Tú estabas ahí, desvergonzada —la reprendió doña Lucrecia—. Excitadísima con lo que podía pasar. Sirviendo los tragos, ayudándome a ponerme el disfraz y riéndote a tus anchas mientras me convertía en una de ésas.
—Una tipa de ésas —le hizo eco la empleada, retocándole el rouge.
«Ésta es la peor locura que he hecho en mi vida, pensó doña Lucrecia. Peor que lo de Fonchito, peor que casarme con el loco de Rigoberto. Si la hago, me arrepentiré hasta que me muera.» Pero, la iba a hacer. La peluca pelirroja le quedaba cabalita —se la había probado en la tienda donde la encargó— y su alta, barroca orografía de bucles y mechas parecía llamear. Apenas se reconoció en esa incandescente mujer de curvas pestañas postizas y redondos aretes tropicales, pintarrajeada con unos labios color bermellón encendido que duplicaban los verdaderos, lunares y ojeras azules de mujer fatal, estilo película mexicana, años cincuenta.
—Caramba, caramba, nadie diría que es usted —la examinó, asombrada, Justiniana, tapándose la boca—. No sé a quién se parece, señora.
—A una tipa de ésas, pues —afirmó doña Lucrecia.
El whisky había hecho su efecto. Las vacilaciones de hacía un momento se habían evaporado y, ahora, intrigada, divertida, observaba su transformación en el espejo del cuarto. Justiniana, progresivamente maravillada, le fue alcanzando las prendas dispuestas sobre la cama: la minifalda que la ceñía tanto que le costaba trabajo respirar; las medias negras terminadas en unas ligas rojas con adornos dorados; la blusa de fantasía que exhibía sus senos hasta la punta del pezón. La ayudó, también, a calzarse los plateados zapatos de tacón de aguja. Tomando distancia, después de pasarle revista de arriba abajo, de abajo arriba, volvió a exclamar, estupefacta:
—No es usted, señora, es otra, otra. ¿Va a salir así, de verdad?
—Por supuesto —asintió doña Lucrecia—. Si no me aparezco hasta mañana, avisas a la policía.
Y, sin más, pidió un taxi a la estación de la Virgen del Pilar y ordenó al chofer, con autoridad: «Al hotel Sheraton». Anteayer, ayer y esta mañana, mientras preparaba su atuendo, tuvo dudas. Se había dicho que no iría, no se prestaría a semejante payasada, a lo que seguramente era una broma cruel; pero, ya en el taxi, se sintió segurísima y resuelta a vivir la aventura hasta el final. Pasara lo que pasara. Miró el reloj. Las instrucciones decían entre once y media y doce de la noche y sólo eran las once, llegaría adelantada. Serena, lejos de sí misma gracias al alcohol, mientras el taxi avanzaba por el semidesierto Zanjón rumbo al centro, se preguntó qué haría si, en el Sheraton, alguien la reconocía a pesar de su disfraz. Negaría la evidencia, atiplando la voz, poniendo la entonación acaramelada y huachafa de las tipas ésas: «¿Lucrecia? Yo me llamo Aída. ¿Nos parecemos? Alguna parienta lejana, tal vez». Mentiría con total desfachatez. Se le había evaporado el miedo, totalmente. «Estás encantada de jugar a la puta, por una noche», pensó, contenta de sí misma. Advirtió que el chofer del taxi a cada momento alzaba la vista para espiarla por el espejo retrovisor.
Antes de entrar al Sheraton, se puso los anteojos oscuros de montura de concheperla y terminados en forma de tridente que había comprado esa misma tarde en una tiendecita de la calle la Paz. Los eligió por su chocarrero mal gusto y porque, dado su tamaño, parecían un antifaz. Cruzó el lobby con paso rápido, rumbo al Bar, temiendo que uno de los porteros uniformados, que se la quedaron mirando afrentosamente, se le acercara a preguntarle quién era, qué buscaba, o a echarla, sin preguntas, por su aparatosa apariencia. Pero, nadie se le acercó. Subió la escalera hacia el Bar, sin apurarse. La penumbra le devolvió la seguridad que estuvo a punto de perder bajo las fuertes luces de la entrada, ese salón sobre el que se elevaba el opresivo rascacielos rectangular y carcelario de pisos, muros, pasadizos, balaustradas y dormitorios del hotel. En la medialuz, entre nubéculas de humo, notó que pocas mesas estaban ocupadas. Tocaban una música italiana, con un cantante prehistórico —Domenico Modugno— que le recordó una lejana película de Claudia Cardinale y Vittorio Gassman. Borrosas siluetas se delineaban en la barra, contra el fondo azulado amarillento de copas e hileras de botellas. De una mesa se elevaban las voces chillonas de una borrachera principiante.
Otra vez animosa, confiada en sus fuerzas para hacer frente a cualquier imprevisto, cruzó el local y tomó posesión de una de las empinadas banquetas de la barra. El espejo que tenía delante le mostró un esperpento que, en vez de asco o risa, le mereció ternura. Su sorpresa no tuvo límites cuando oyó que el barman, un cholito de engominados pelos tiesos, embutido en un chaleco que le bailaba y una corbatita de lazo que parecía ahorcarlo, la tuteaba con grosería:
—Consumes o te vas.
Estuvo a punto de hacerle un escándalo, pero recapacitó y se dijo, gratificada, que esa insolencia probaba el éxito de su disfraz. Y, estrenando su nueva voz, dengosa y azucarada, le pidió:
—Un etiqueta negra en las rocas, me hace el favor.
El hombre se la quedó mirando, dudoso, sopesando si aquello iba en serio. Optó por murmurar «En las rocas, entendido», ya alejándose. Pensó que su disfraz habría sido completo si, además, le hubiera añadido una larga boquilla. Entonces, pediría cigarrillos mentolados marca Kool, extralargos, y hubiera fumado echando argollas hacia el cielorraso de estrellitas que le hacían guiños.
El barman le trajo el whisky con la cuenta y ella tampoco protestó por esa muestra de desconfianza; pagó, sin dejarle propina. Apenas había tomado el primer sorbo, alguien se sentó a su lado. Tuvo un ligero estremecimiento. El juego se ponía serio. Pero, no, no se trataba de un hombre, sino de una mujer, bastante joven, con pantalones y un polo oscuro de cuello alto, sin mangas. Tenía los pelos sueltos, lacios, y la cara fresca, de airecillo canalla, de las muchachas de Egon Schiele.
—Hola —La vocecita miraflorina le sonó familiar—. ¿Nos conocemos, no es cierto?
—Creo que no —repuso doña Lucrecia.
—Me parecía, perdona —dijo la chica—. La verdad, tengo una memoria pésima. ¿Vienes mucho por aquí?
—De vez en cuando —vaciló doña Lucrecia. ¿La conocía?
—El Sheraton ya no es tan seguro como antes —se lamentó la muchacha. Encendió un cigarrillo y echó una bocanada de humo, que tardó en deshacerse—. El viernes hubo una redada aquí, me han dicho.
Doña Lucrecia se imaginó subiendo a empellones el furgón policial, llevada a la Prefectura, fichada como meretriz.
—Consumes o te vas —advirtió el barman a su vecina, amenazándola con el dedo en alto.
—Anda vete a la mierda, cholo maloliente —dijo la muchacha, sin siquiera volverse a mirarlo.
—Tú siempre tan lisurienta, Adelita —sonrió el barman, mostrando una dentadura que doña Lucrecia estuvo segura verdeaba de sarro—. Sigue, nomás. Estás en tu casa. Como eres mi debilidad, abusas.
En ese momento, doña Lucrecia la reconoció. ¡Adelita, por supuesto! ¡La hija de Esthercita! Vaya, vaya, nada menos que la hija de la cucufata de Esther.
—¿La hija de la señora Esthercita? —se carcajeó Justiniana, doblada en dos—. ¿Adelita? ¿La niña Adelita? ¿La hija de la madrina de Fonchito? ¿Levantando clientes en el Sheraton? No me lo trago, señora. Ni con Coca Cola ni con champaña me lo trago.
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