Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto

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—Sufrió mucho con tanta operación, con tanta convalecencia —se apiadaba doña Lucrecia—. Pero, su coquetería, su voluntad de no dejarse vencer, de derrotar a la Naturaleza, de seguir siendo bella, la ayudó. Y, al fin, ganó la guerra. ¿No te parece bellísima?

—Tú también me lo pareces —oró don Rigoberto.

El calor y la transpiración las habían agitado. Ambas respiraban hondo, con lentos y profundos movimientos que alzaban y bajaban sus pechos como tumbos de mar. Don Rigoberto estaba en trance. ¿Qué se decían? ¿Por qué habían surgido esos brillos maliciosos en esos dos pares de ojos? Aguzó los oídos y escuchó.

—No lo puedo creer —decía doña Lucrecia, mirándole los pechos a la embajadora y exagerando su asombro—. Volverían loco a cualquiera. Pero, si no pueden ser más naturales.

—Es lo que me dice mi marido —se rió la embajadora, con intención, alzando un poco el torso de manera que sus pechos se lucieran. Hablaba haciendo un mohín, con un dejo francés, pero sus jotas y erres eran árabes. («Su padre nació en Oran y jugó fútbol con Albert Camus», decidió don Rigoberto)—. Que me los dejaron mejor que antes, que ahora le gustan más. No creas que las operaciones los volvieron insensibles. Nada de eso.

Se rió, simulando rubor, y Lucrecia se rió también, dándole una ligera palmadita en el muslo que sobresaltó a don Rigoberto.

—Espero que no lo tomes a mal ni pienses cosas —dijo, un momento después—. ¿Te los podría tocar? ¿Te importaría? Me muero por saber si al tacto son tan auténticos como lucen. Te pareceré una loca, pidiéndote eso. ¿Te importaría?

—Claro que no, Lucrecia —respondió la embajadora, con familiaridad. Su mohín se había acentuado y sonreía con una boca abierta de par en par, exhibiendo con legítimo orgullo sus blanquísimos dientes—. Tú tocarás los míos, yo los tuyos. Compararemos. No tiene nada de malo que dos amigas se acaricien.

—Eso es, eso es —exclamó doña Lucrecia, entusiasmada. Y echó una miradita de soslayo hacia donde se encontraba don Rigoberto. («Supo desde el principio que yo estaba aquí», suspiró él)—. No sé al tuyo, pero, a mi marido, esto le encanta. Juguemos, juguemos.

Habían comenzado a tocarse, al principio con mucha prudencia y apenas; luego, con más atrevimiento; ahora, se acariciaban ya los pezones, sin disimulo. Se habían ido juntando. Se abrazaban, las dos cabelleras se confundían. Don Rigoberto apenas las divisaba. Las gotas de sudor —o, acaso, las lágrimas— le irritaban de tal modo las pupilas que debía parpadear sin descanso y cerrar los ojos. «Estoy feliz, estoy entristecido», pensaba, consciente de la incongruencia. ¿Podía ser posible? Por qué no. Como estar en Buenos Aires y en Santa María, o en este amanecer, solo, en el desolado escritorio rodeado de cuadernos y grabados, y en aquel jardín primaveral, entre nubes de vapor, sudando a chorros.

—Comenzó como un juego —le explicó doña Lucrecia—. Para pasar el rato, mientras botábamos las toxinas. Inmediatamente, pensé en ti. Si lo aprobarías. Si te excitaría. Si te molestaría. Si me harías una escena cuando te contara.

Él, fiel a su promesa de dedicar toda la noche a rendir culto a los pechos plenipotenciarios de su mujer, se había arrodillado en el suelo, entre las piernas separadas de Lucrecia, sentada al borde de la cama. Con amorosa solicitud sostenía cada uno de sus senos en una mano, extremando el cuidado, como si fueran de frágil cristal y pudieran trizarse. Los besaba con la flor de los labios, milímetro a milímetro, cultivador concienzudo que no deja mota de terreno sin roturar.

—Es decir, me provocó tocarla para saber si, al tacto, sus pechos no parecían postizos. Y, ella, por galantería, para no quedarse quieta, como una posma. Pero, era jugar con fuego, por supuesto.

—Por supuesto —asintió don Rigoberto, incansable en su búsqueda de la simetría, saltando, equitativo, de un pecho a otro—. ¿Porque se fueron excitando? ¿Porque de tocárselos pasaron a besárselos? ¿A chupárselos?

Se arrepintió en el acto. Había violado ese estricto código que establecía la incompatibilidad entr el placer y el uso de palabras vulgares, de verbos (chupar, mamar) sobre todo, que malherían cualquier ilusión.

—No he dicho chupárselos —se excusó, tratando de retrotraer el pasado y corregirlo—. Quedémonos en besárselos. ¿Cuál de las dos comenzó? ¿Tú, vida mía?

Oyó su livianísima voz, pero no alcanzó ya a verla, porque se desvanecía muy de prisa, como el vaho en el espejo al ser frotado o recibir una bocanada de aire fresco: «Sí, yo, ¿no es lo que me mandaste hacer, lo que querías?». «No», pensó don Rigoberto. «Lo que quiero es tenerte aquí, de carne y hueso, no fantasma. Porque, te amo.» La tristeza había caído sobre él como un chaparrón, cuyas trombas de agua impetuosa se llevaron el jardín, aquella residencia, el olor a sándalo, a pino, a menta y a madreselva, el baño de vapor y las dos amigas cariñosas. También, el calor mojado de un momento atrás y su sueño. El frío de la madrugada le calaba los huesos. El isócrono mar golpeaba con furia los acantilados.

Y entonces recordó que, en la novela —¡maldito Onetti!, ¡bendito Onetti!— la Queca y la Gorda se besaban y acariciaban a escondidas de Brausen, del falso Arce, y que la puta, o ex–puta, la vecina, la Queca, la que mataban, creía que su departamento estaba lleno de monstruos, de gnomos, de endriagos, invisibles bestezuelas metafísicas que venían a acosarla. «La Queca y la Gorda, pensó, Lucrecia y la embajadora.» Esquizofrénico, igual que Brausen. Ni los fantasmas lo salvaban ya, más bien lo sepultaban cada día en una soledad más profunda, dejando su estudio sembrado de alimañas feroces, como el departamento de la Queca. ¿Debería quemar esta casa? ¿Con él y Fonchito dentro?

En el cuaderno, destelló un sueño erótico de Juan María Brausen («tornado de unos cuadros de Paul Delvaux que Onetti no podía conocer cuando escribió La vida breve porque el surrealista belga ni siquiera los había pintado», decía una notita entre paréntesis): «Me abandono contra el respaldo del asiento, contra el hombro de la muchacha, e imagino estar alejándome de una pequeña ciudad formada por casas de citas; de una sigilosa aldea en la que parejas desnudas ambulan por jardinillos, pavimentos musgosos, protegiéndose las caras con las manos abiertas cuando se encienden luces, cuando se cruzan con mucamos pederastas…». ¿Terminaría como Brausen? ¿Sería ya Brausen? Un fallido mediocre que fracasó como idealista católico, reformador social evangélico y también, luego, como irredento libertario individualista y agnóstico hedonista, como fabricante de enclaves privados de alta fantasía y buen gusto artístico, al que se le desmorona todo, la mujer que ama, el hijo que procreó, los sueños que quiso incrustar en la realidad, y que declina cada día, cada noche, detrás de la repelente máscara de gerente de una exitosa compañía de seguros, convertido en ese «desesperado puro» del que hablaba la novela de Onetti, en un remedo del masoquista pesimista de La vida breve. Brausen, al menos, al final, se las arreglaba para escapar de Buenos Aires, y, tomando trenes, autos, barcos o autobuses, conseguía llegar a Santa María, la colonia rioplatense de su invención. Don Rigoberto estaba todavía lo bastante lúcido para saber que no podía contrabandearse en las ficciones, brincar al sueño. No era Brausen todavía. Había tiempo de reaccionar, de hacer algo. Pero, qué, qué.

JUEGOS INVISIBLES

Entro a tu casa por el tubo de la chimenea, aunque no sea Santa Claus. Voy flotando hasta tu dormitorio y, pegadita a tu cara, imito el zumbido del mosquito. Entre sueños, tú comienzas a dar manotazos en la oscuridad contra un pobre zancudito que no existe.

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