Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto
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(Si le parece que esta carta empieza a dar muestras de incoherencia, recuerde al Monsieur Teste, de Valéry: «La incoherencia de un discurso depende del que escucha. El espíritu no me parece concebido de manera que pueda ser incoherente consigo mismo».)
¿Quiere usted saber de dónde viene toda la hepática descarga antipatriótica de esta carta? De una arenga del Presidente de la República, reseñada por la prensa esta mañana, según la cual, inaugurando la Feria de Artesanía, afirmó que los peruanos tenemos la obligación patriótica de admirar el trabajo de los anónimos artesanos que, hace siglos, modelaron los huacos de Chavín, tejían y pintaban las telas de Paracas o enhebraban los mantos de plumas de Nasca, los queros cusqueños, o los contemporáneos constructores de retablos ayacuchanos, de toritos de Pucará, niños Manuelitos, alfombras de San Pedro de Cajas, caballitos de totora del lago Titicaca y espejitos de Cajamarca, porque —cito al primer mandatario— «la artesanía es el arte popular por antonomasia, la exposición suprema de la creatividad y destreza artística de un pueblo y uno de los grandes símbolos y manifestaciones de la Patria y cada uno de sus objetos no lleva la firma individual de su artesano forjador porque todos ellos llevan la firma de la colectividad, de la nacionalidad».
Si es usted varón o hembra de buen gusto —es decir, amante de la precisión—, habrá sonreído ante esta diarrea artesano–patriótica de nuestro Jefe de Estado. En lo que a mí concierne, además de parecerme, como a usted, huera y cursi, me iluminó. Ahora ya sé por qué detesto todas las artesanías del mundo en general, y la de «mi país» (uso la fórmula para que podamos entendernos) en particular. Ahora ya sé por qué en mi casa no ha entrado ni entrará jamás un huaco peruano ni una máscara veneciana ni una matriuska rusa ni una muñequita con trenzas y zuecos holandesa ni un torerito de madera ni una gitanilla bailando flamenco ni un muñeco articulado indonesio, ni un samurai de juguete ni un retablo ayacuchano o un diablo boliviano ni ninguna figura u objeto de greda, madera, porcelana, piedra, tela o miga de pan manufacturado serial, genérica y anónimamente, que usurpe, aunque sea con la hipócrita modestia de autotitularse arte popular, la naturaleza de objeto artístico, algo que es predominio absoluto de la esfera privada, expresión de acérrima individualidad y por lo tanto refutación y rechazo de lo abstracto y lo genérico, de todo lo que, directa o indirectamente, aspire a justificarse en nombre de una pretendida estirpe «social». No hay arte impersonal, señor patriota (y no me hable, por favor, de las catedrales góticas). La artesanía es una manifestación primitiva, amorfa y fetal de lo que algún día —cuando individuos particulares desagregados del todo comiencen a imprimir un sello personal a esos objetos en los que volcarán una intimidad intransferible— podrá tal vez acceder a la categoría artística. Que ella truene, prospere y reine en una «nación» no debería ennorgullecer a nadie y menos a los pretendidos patriotas. Porque la prosperidad de la artesanía —esa manifestación de lo genérico— es signo de atraso o regresión, inconsciente voluntad de no avanzar en ese torbellino demoledor de fronteras, de costumbres pintorescas, de color local, de diferencias provinciales y espíritu campaneril, que es la civilización. Ya sé que usted, señora patriota, señor patriota, usted la odia, si no la palabra, el contenido de esa palabra demoledora. Es su derecho. También lo es, mío, amarla y defenderla contra viento y marea, aun a sabiendas de que el combate es difícil y de que puedo hallarme —los signos son múltiples— en el bando de los derrotados. No importa. Ésa es la única forma de heroísmo que nos está permitida a los enemigos del heroísmo obligatorio: morir firmando con nombre y apellido propios, tener una muerte personal.
Sépalo de una vez por todas y horrorícese: la única patria que reverencio es la cama que holla mi esposa, Lucrecia (Tu luz, alta señora / Venza esta ciega y triste noche mía, fray Luis de León dixit) y, su cuerpo soberbio, la única bandera o enseña patria capaz de arrastrarme a los más temerarios combates, y el único himno que me conturba hasta el sollozo son los ruidos que esa carne amada emite, su voz, su risa, su llanto, sus suspiros, y, por supuesto (tápese los oídos y la nariz) sus hipos, eructos, pedos y estornudos. ¿Puedo o no puedo ser considerado un verdadero patriota, a mi manera?
¡MALDITO ONETTI! ¡BENDITO ONETTI!
Don Rigoberto se despertó llorando (le ocurría con bastante frecuencia últimamente). Había pasado del sueño a la vigilia ya; su conciencia reconocía en las sombras los objetos de su dormitorio; sus oídos, el monótono mar; sus narices y los poros de su cuerpo, la corrosiva humedad. Pero, la horrible imagen estaba todavía allí, sobrenadando en su imaginación, salida de algún remoto escondrijo, angustiándolo igual que hacía unos momentos, en la inconsciencia de la pesadilla. «Deja de llorar, estúpido.» Pero las lágrimas corrían por sus mejillas y sollozaba, sobrecogido de espanto. ¿Y, si fuera telepatía? ¿Si hubiera recibido un mensaje? ¿Si, en efecto, ayer, esa tarde, gusanito en el corazón de la manzana, le hubieran descubierto el bulto en el pecho anunciador de la catástrofe y Lucrecia inmediatamente hubiera pensado en él, confiado en él, acudido a él a compartir su pesadumbre, su zozobra? Había sido una llamada in extremis. El día de la operación estaba decidido. «Estamos todavía a tiempo, sentenció el doctor, a condición de extirpar ese pecho, tal vez los dos pechos, de inmediato. Casi, casi, puedo meter mis manos al fuego: aún no se ha producido metástasis. A condición de operar dentro de pocas horas, se salvará.» El miserable habría comenzado a afilar el bisturí, con celajes de placer sádico en los ojos. Entonces, en ese instante, Lucrecia pensó en él, deseó ardientemente hablar con él, contarle, ser escuchada, consolada, acompañada por él. «Dios mío, iré a arrastrarme a sus pies como una lombriz y a pedirle perdón», se estremeció don Rigoberto.
La imagen de Lucrecia, tendida en una mesa de operaciones, sometida a esa monstruosa mutilación, le acarreó un nuevo ramalazo de angustia. Cerrando los ojos, aguantando la respiración, recordó sus pechos firmes, robustos, idénticos, las corolas oscuras y la piel granulada, los botones que, arrullados y humedecidos por sus labios, se enderezaban con gallardía, desafiantes, a la hora del amor. ¿Cuántos minutos, horas, había pasado contemplándolos, sopesándolos, besándolos, lamiéndolos, jugando con ellos, acariciándolos, fantaseándose convertido en ciudadano de Liliputh que escalaba esas sonrosadas colinas en pos del alto torreón de la cumbre, o en un recién nacido que, mamando de allí la blanca savia de la vida, recibía de esos pechos, apenas salido del claustro materno, sus primeras lecciones de placer? Recordó cómo solía, ciertos domingos, sentarse en el banquito de madera del cuarto de baño, a contemplar a Lucrecia en la bañera, arrebosada de espuma. Ella se ponía una toalla en forma de turbante y proseguía su toilette, muy concienzuda, concediéndolé de tanto en tanto una sonrisa benevolente, mientras se restregaba el cuerpo con las grandes esponjas amarillas que embebía en agua espumosa, y pasaba por sus hombros, su espalda o las hermosas piernas que sacaba para ello unos segundos de las profundidades cremosas. En esos momentos, eran sus pechos los que imantaban toda la atención, el fervor religioso de don Rigoberto. Asomaban a flor de agua, su copa blanca y sus pezones azulados brillando entre las burbujas de espuma, y, de rato en rato, para halagarlo y premiarlo («caricia distraída que hace el ama al perro dócil tendido a sus pies», pensó, más calmado) doña Lucrecia se los cogía y, con el pretexto de enjabonarlos y enjuagarlos algo más, los acariciaba con la esponja. Eran bellos, eran perfectos. Tenían la redondez, la consistencia y la temperatura para colmar los deseos de un dios lujurioso. «Ahora, pásame la toalla, sé mi valet, decía, incorporándose, mientras se enjuagaba con la ducha de mano. Si te portas bien, tal vez te permita que me seques la espalda.» Sus pechos estaban ahí, destellando en la oscuridad del cuarto y como iluminando su soledad. ¿Podía ser posible que el inicuo cáncer se encarnizara contra esas criaturas que enaltecían la condición femenina, que justificaban la divinización trovadoresca de la mujer, el culto mariano? Don Rigoberto sintió que a la desesperación de hacía un momento sucedía la cólera, un sentimiento salvaje de rebeldía contra la enfermedad.
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