Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto
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- Название:Los cuadernos De don Rigoberto
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—¿Se puede saber qué haces?
El niño no se inmutó y continuó con sus ademanes, a la vez que le respondía con otra pregunta:
—¿Te parece que tengo manos deformes, madrastra?
¿Qué se traía hoy este diablito?
—A ver, déjame verlas —jugó al médico especialista—. Ponías aquí.
Fonchito no jugaba. Muy serio, se incorporó, se le acercó y puso sus dos manos sobre las palmas que ella le ofrecía. Al contacto de esa suavidad lisa y la delicadeza de los huesecillos de esos dedos, doña Lucrecia sintió un estremecimiento. Tenía unas manos frágiles, deditos afilados, uñas ligeramente sonrosadas, recortadas con esmero. Pero, en las yemas había manchitas de tinta o carboncillo. Fingió someterlas a un examen clínico, mientras las acariciaba.
—No tienen nada de deformes —concluyó—. Aunque, un poquito de agua y jabón no les vendría mal.
—Qué lástima —dijo el niño, sin asomo de humor, retirando sus manos de las de doña Lucrecia—. Porque, entonces, en eso no me parezco nada a él.
«Ya está. Tenía que venir.» El juego de toda las tardes.
—Explícame eso.
El niño se apresuró a hacerlo. ¿No se había fijado que las manos eran la manía de Egon Schiele? De él, y, también, de las muchachas y señores que pintaba. Si no se había, que lo hiciera ahora. En un dos por tres, doña Lucrecia tuvo en sus rodillas el libro de reproducciones. ¿Veía el asco que Egon Schiele había tenido siempre al dedo gordo?
—¿Al dedo gordo? —se echó a reír doña Lucrecia.
—Fíjate en sus retratos. El de Arthur Roessler, por ejemplo —insistió el niño, con pasión—. O, éste: el Doble retrato del inspector general Heinrich Benesch y su hijo Otto; el de Enrich Lederer; y sus autorretratos. Sólo muestra cuatro dedos. Al dedo gordo, siempre lo desaparece.
¿Por qué sería? ¿Por qué lo ocultaba? ¿Porque el dedo gordo es el más feo de la mano? ¿Le gustarían los números pares y creería que los impares traían mala suerte? ¿Tendría el dedo gordo desfigurado y se avergonzaría de él? Algo le pasaba con las manos, pues, si no ¿por qué se hacía tomar fotos escondiéndolas en los bolsillos, o haciendo con ellas unas poses tan ridiculas, torciendo los dedos como una bruja, metiéndolas delante de la cámara o poniéndoselas encima de la cabeza como para que se le escaparan, volando? Las manos suyas, las de los hombres, las de las muchachas. ¿No lo había notado? Esas chicas desnudas, de cuerpo tan bien formadito, ¿no era incomprensible que tuvieran esos dedos varoniles, de nudillos huesudos y toscos? Por ejemplo, en este grabado de 1910, Muchacha desnuda de cabellos negros, de pie, ¿no desentonaban esas manos hombrunas, de uñas cuadradas, idénticas a las que se pintaba el mismo Egon en sus autorretratos? ¿No había hecho también eso con casi todas las mujeres que pintó? Por ejemplo, el Desnudo, de pie, de 1913. Fonchito tomó aire:
—O sea, era un Narciso, como tú dijiste. Pintaba siempre sus propias manos, aunque el personaje del cuadro fuera otro, hombre o mujer.
—¿Eso, lo descubriste tú? ¿O lo has leído en alguna parte? —Doña Lucrecia estaba desconcertada. Hojeaba el libro y, lo que veía, daba la razón a Fonchito.
—Cualquiera que mire mucho sus cuadros, lo nota —se encogió de hombros el niño, sin dar importancia al asunto—. ¿No dice mi papá que si no es un temático, un artista no llega a ser genial? Por eso, yo me fijo siempre en las manías de los pintores que se reflejan en sus cuadros. Egon Schiele tenía tres: ponerles las mismas manos desproporcionadas a todas sus figuras, quitándoles el dedo gordo. Que las chicas y los señores mostraran sus cositas, levantándose la falda y abriendo las piernas. Y, la tercera, retratarse él mismo, poniendo las manos en posturas forzadas, que llaman la atención.
—Bueno, bueno, si querías dejarme con la boca abierta, lo conseguiste. ¿Sabes una cosa, Fonchito? Tú sí que eres un gran temático. Si la teoría de tu papá es cierta, ya tienes uno de los requisitos para ser genial.
—Sólo me falta pintar los cuadros —se rió él. Volvió a tumbarse y a mirarse las manos. Las movía y lucía imitando las extravagantes poses con que aparecían en los cuadros y fotos de Schiele. Doña Lucrecia, divertida, observaba su pantomima. Y, de pronto, decidió: «Voy a leerle mi carta, a ver qué dice». Además, leyéndola en voz alta, sabría si lo que había escrito estaba bien y decidiría si mandársela a Rigoberto o romperla. Pero, cuando iba a hacerlo, se acobardó. Más bien, dijo:
—Me preocupa que día y noche sólo pienses en Schiele —El niño dejó de jugar con sus manos—. Te lo digo con todo el cariño que te tengo. Al principio, me parecía bonito que te gustaran tanto sus pinturas, que te identificaras con él. Pero, por tratar de parecerte a él en todo, estás dejando de ser tú.
—Es que yo soy él, madrastra. Aunque lo tomes a broma, es así. Siento que soy él.
Le sonrió, para tranquilizarla. «Espérate un ratito», murmuró, mientras, incorporándose, cogía el libro de reproducciones, lo hojeaba buscando algo, y se lo volvía a poner sobre las rodillas, abierto. Doña Lucrecia vio una lámina en colores; sobre un fondo ocre, se extendía una sinuosa señora embutida en un disfraz carnavalesco, con filas de barras verdes, rojas, amarillas y negras, dispuestas en zigzag. Llevaba los cabellos ocultos bajo un rodete aturbantado, iba descalza, la miraba con lánguida tristeza en sus grandes ojos oscuros y tenía las manos alzadas sobre la cabeza como si se dispusiera a tocar castañuelas.
—Viendo ese cuadro me di cuenta —oyó decir a Fonchito, con total seriedad—. Que yo era él.
Trató de reírse, pero no lo consiguió. ¿Qué pretendía este chiquito? ¿Asustarla? «Juega conmigo como un gatito con una gran ratona», pensó.
—¿Ah, sí? ¿Y qué te reveló en este cuadro que eres Egon Schiele reencarnado?
—No te has dado cuenta, madrastra —se rió Fonchito—. Míralo de nuevo, pedacito por pedacito. Y verás que, aunque lo pintó en Viena, en 1914, en su taller, en esa señora está el Perú. Repetido cinco veces.
La señora Lucrecia volvió a examinar la imagen. De arriba abajo. De abajo arriba. Por fin, reparó que, en el coloreado vestido de payaso de la descalza modelo, había cinco minúsculas figuritas, a la altura de los brazos, en su costado derecho, sobre la pierna y en el ruedo de su falda. Se llevó el libro a los ojos y las examinó, con calma. Pues, sí. Parecían indiecitas, cholitas. Estaban vestidas como las campesinas del Cusco.
—Eso es lo que son, indiecitas de los Andes —dijo Fonchito, leyéndole el pensamiento—. ¿Ves? El Perú está metido en los cuadros de Egon Schiele. Por eso me di cuenta. Para mí, fue un mensaje.
Siguió hablando, haciendo gala de esa prodigiosa información sobre la vida y la obra del pintor que a doña Lucrecia le daba la impresión de la omnisciencia y la sospecha de una conjura, de una calenturienta emboscada. Tenía su explicación, madrastra. La señora del retrato se llamaba Frederike María Beer. Era la única persona retratada por los dos más grandes pintores de la Viena de su tiempo: Egon y Klimt. Hija de un señor muy rico, dueño de cabarets, había sido una gran dama; ayudaba a los artistas y les conseguía compradores. Poco antes de que Schiele la pintara, había hecho un viaje por Bolivia y Perú y de aquí se había llevado esas indiecitas de trapo, que se compraría en alguna feria del Cusco o La Paz. Y a Egon Schiele se le ocurrió pintarlas en el vestido de la señora. O sea, no había ningún milagro en que hubiera cinco cholitas en ese cuadro. Pero, pero…
—¿Pero, qué? —lo animó doña Lucrecia, absorbida por el relato de Fonchito, esperando una gran revelación.
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