Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto

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Lo que el venerable maestro de Filosofía del Derecho vio desde aquel umbral alfombrado, cambió sus ideas sobre el mundo, el hombre —seguramente el Derecho— y arrancó un gemido de desesperado placer a don Rigoberto. Una luz oro y azul añil (¿Van Gogh? ¿Botticelli? ¿Algún expresionista tipo Emil Nolde?) que enviaba desde el estrellado cielo de Virginia una luna redonda y amarilla, caía en pleno, dispuesta por un exigente escenógrafo o diestro iluminista, sobre la cama, con la única intención de destacar el cuerpo desnudo de la doctora. ¿Quién hubiera imaginado que aquellas severas ropas que lucía en el pupitre de su cátedra, esos trajes sastre con que exponía sus argumentos y mociones en los congresos, esas capas pluviales con que solía abrigarse en los inviernos, ocultaban unas formas que se hubieran disputado Praxíteles por la armonía y Renoir por lo carnosamente modeladas? Estaba bocabajo, la cabeza apoyada sobre los brazos cruzados, de manera que la postura la alargaba, pero no eran sus hombros, ni sus mórbidos brazos («mórbidos, en el sentido italiano», se precisó don Rigoberto, que no tenía ninguna afición por lo macabro y sí en cambio por lo blando) ni esa curvada espalda, lo que imantó la mirada del aturdido don Nepomuceno. Ni siquiera los anchos, lechosos muslos y los piececillos de plantas rosadas. Eran esas esferas macizas que con alegre desvergüenza se empinaban y lucían como las cumbres de una montaña bicéfala («Esos vértices de las cordilleras enroscadas de nubéculas en los grabados japoneses del período Meiji», asoció, satisfecho, don Rigoberto). Pero, también Rubens, el Tiziano, Courbet e Ingres, Úrculo y media docena más de maestros forjadores de traseros femeninos parecían haberse apandillado para dar realidad, consistencia, abundancia y, a la vez, finura, suavidad, espíritu y vibración sensual a ese trasero cuya blancura fosforecía en la penumbra. Incapaz de contenerse, sin saber lo que hacía, el deslumbrado («¿corrompido para siempre?») don Nepomuceno, dio dos pasos y al llegar junto a la cama cayó de rodillas. Las añosas maderas del suelo se quejaron.

—Disculpe, doctora, encontré algo que le pertenece en la escalera —balbuceó, sintiendo que le corrían ríos de saliva por las comisuras de los labios.

Hablaba tan bajito que ni él mismo se oía, o, acaso, movía los labios sin emitir sonido alguno. Ni su voz ni su presencia habían recordado a la jurista. Respiraba sosegada, simétricamente, en inocente sueño. Pero, esa postura, que estuviera desnuda, que hubiera dejado sólo junta la puerta de su recámara, que se hubiera soltado los cabellos y que éstos —negros, lacios, largos— le barrieran los hombros y la espalda, contrastando su azulada oscuridad con la blancura de su piel ¿podía ser inocente? «No, no», sentenció don Rigoberto. «No, no», coreó el transido profesor, paseando la mirada por esa ondulante superficie que, en los flancos, se hundía y levantaba como un bravio mar de carne femenina, ensalzada por la claridad de la luna («más bien, por la aceitosa luz en penumbra de los cuerpos del Tiziano», rectificó don Rigoberto), a pocos centímetros de su alelada faz: «No es inocente, nada lo es. Estoy aquí porque ella lo quiso y tramó».

Sin embargo, no extraía de esa conclusión teórica fuerzas suficientes para hacer lo que ardientemente le exigían unos reaparecidos instintos: pasar la yema de los dedos sobre la satinada piel, posar sus labios matrimoniales sobre esas colinas y hondonadas que anticipaba tibias, olorosas y de un sabor en que lo dulce y lo salado coexistían sin mezclarse. Pero, no atinaba a hacer nada, petrificado por la felicidad, salvo mirar, mirar. Después de ir y venir muchas veces de la cabeza a los pies de ese milagro, de recorrerlo una y otra vez, sus ojos se inmovilizaron, como el exquisito catador que no necesita seguir degustando pues identificó el non plus ultra de la bodega, en el espectáculo que por sí solo constituía el esférico trasero. Descollaba sobre el resto de ese cuerpo como un Emperador ante sus vasallos, Zeus frente a los diosecillos del Olimpo. («Alianza feliz del decimonónico Courbet y el moderno Úrculo», lo ennobleció con referencias don Rigoberto.) El noble maestro, desorbitado, observaba y adoraba en silencio ese prodigio. ¿Qué se decía? Repetía una máxima de Keats («Beauty is truth, truth is beauty») ¿Qué pensaba? «De modo que estas cosas existen. No sólo en los malos pensamientos, en el arte o las fantasías de los poetas; también, en la vida real. De modo que un culo así es posible en la realidad de carne y hueso, en las mujeres que pueblan el mundo de los vivos.» ¿Había ya polucionado? ¿Estaba a punto de macular sus calzoncillos? Todavía no, aunque, allí, en el bajo vientre, el jurista advertía novedosos síntomas, un despertar, una desdormida oruga desperezándose. ¿Pensaba algo más? Esto: «Y nada menos que entre las piernas y el torso de mi antigua y respetada colega, de esta buena amiga con quien tanto correspondí sobre abstrusas materias filosófico–jurídicas, ético–legales, histórico–metodológicas?». ¿Cómo era posible que nunca, hasta esa noche, en ninguno de los foros, conferencias, simposios, seminarios, en que habían coincidido, charlado, discutido, departido, hubiera siquiera sospechado que, bajo esos trajes cuadrados, abrigos velludos, capas forradas, impermeables color hormiga, se escondía una esplendidez semejante?

¿Quién hubiera podido imaginar que esa mente tan lúcida, esa inteligencia justiniana, esa enciclopedia legal, poseía también un cuerpo tan deslumbrante en su organización y desmesura? Imaginó por un instante —¿acaso lo vio?— que, indiferente a su presencia, libres en su mórfico abandono, aquellas quietas montañas de carne soltaban un alegre, asordinado vientecilio que reventó frente a sus narices, llenándolas de un aroma acre. No le dio risa, no lo incomodó («Tampoco lo excitó», pensó don Rigoberto). Se sintió reconocido, como si, de algún modo y por una razón intrincada y difícil de explicar («como las teorías de Kelsen, que él nos explicaba tan bien», comparó) ese pedito fuera una suerte de aquiescencia que ese soberbio cuerpo le participaba, luciendo ante él esa intimidad tan íntima, los gases inútiles expectorados por una sierpe intestinal de cavidades que imaginó rosadas, húmedas, limpias de escorias, tan delicadas y modélicas como esas nalgas emancipadas que tenía a milímetros de su nariz.

Y, entonces, con espanto, supo que doña Lucrecia estaba despierta, pues, aunque ella no se había movido, la escuchó:

—¿Usted aquí, doctor?

No parecía enojada, menos asustada. Era su voz, por supuesto, pero cargada de una suplementaria calidez. Había en ella algo demorado, insinuante, una sensualidad musical. En su embarazo, el jurista alcanzó a preguntarse cómo era posible que, esta noche, su vieja colega experimentara tantas transformaciones mágicas.

—Discúlpeme, discúlpeme, doctora. No malinterprete mi presencia aquí, se lo suplico. Puedo explicárselo.

—¿Le sentó mal la comida? —lo tranquilizó ella. Le hablaba sin alterarse lo más mínimo—. ¿Un vasito de agua con bicarbonato?

Había ladeado ligeramente la cabeza y, con la mejilla abandonada sobre su brazo a manera de almohada, sus grandes ojos lo observaban, brillando entre las crenchas negras de su cabellera.

—Encontré en la escalera algo que le pertenece, doctora, vine a traérselo —musitó el profesor. Seguía arrodillado y, ahora, advertía un dolor vivísimo en los huesos de las rodillas—. Toqué, pero usted no me respondió. Y, como la puerta sólo estaba junta, me atreví a entrar. No quería despertarla. Le ruego que no lo tome a mal.

Ella movió la cabeza, asintiendo, disculpándolo, displicente, compadecida de su atontamiento.

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