Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto

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Mi confesor, el Padre Dorante, un bonachón ignaciano de la vieja escuela, tomaba sin inquietud mis alarmas y escrúpulos, considerando que esas «pequeñas manías» eran pecadillos veniales, caprichos inevitables en todo hijo de familia acomodada, excesivamente consentido por sus padres. «Qué vas a ser tú un fenómeno, Rigoberto, se reía. Salvo por tus orejas monumentales y tu nariz de oso hormiguero, nunca se ha visto a nadie más normal que tú. Así que, cuando veas comer fruta con gajos o pepitas, mira a otro lado y duerme en paz.» Pero, no dormía en paz, sino sobresaltado e inquieto. Sobre todo, después de haber roto, mediante un pretexto fútil, con Otilia, la Otilia de las trenzas, los patines y la naricita respingona, de la que estaba tan enamorado y a la que tanto asedié para que me hiciera caso. ¿Por qué peleé con ella? ¿Qué crimen cometió la linda Otilia, de uniforme blanco del Colegio Villa María? Comer uvas delante de mí. Se las metía a la boca una por una, con manifestaciones de deleite, volteando los ojos y suspirando para burlarse más a su gusto de mis muecas de horror —pues yo la había hecho partícipe de mi fobia. Abría la boca y completaba la asquerosidad sacándose con las manos las repulsivas pepitas y los inmundos hollejos, que arrojaba al jardín de su casa —allí estábamos, sentados en la verja— con gesto de desafío. ¡La detesté! ¡La odié! Mi largo amor se derritió como bola de helado expuesta al sol, y, durante muchos días, le deseé atropellos de auto, revolcones de olas y la escarlatina. «Eso no es pecado, muchacho, creía que me tranquilizaba el Padre Dorante. Eso es locura furiosa. No necesitas un confesor, sino un loquero.»

Pero, a mí, amigo y émulo de Syracusa, todo eso me hacía sentir un anormal. Esa idea me abrumaba entonces, pues, como tantos homínidos todavía —la mayoría, temo— no asociaba la idea de ser diferente a una reivindicación de mi independencia, sólo a la sanción social que recae siempre sobre la oveja negra del rebaño. Ser un apestado, la excepción a la norma, me parecía la peor de las calamidades. Hasta que descubrí que en eso de las manías no todas eran fobias; también, algunas, misteriosa fuente de goce. Las rodillas y los codos de las muchachas, por ejemplo. A mis compañeros les gustaban los ojos bonitos, el cuerpo espigado o rellenito, la cintura delgada, y, a los más audaces, el potito parado o las piernas curvilíneas. Sólo a mí se me ocurría privilegiar esas junturas óseas, que, ahora lo confieso sin rubor en la intimidad tumbal de mis cuadernos, valían más que todo el resto de atributos físicos de una muchacha. Lo digo y no me desdigo. Unas rodillas bien almohadilladas, sin protuberancias, curvas, satinadas, y unos codos tersos, no surcados, no amotinados, lisos, suaves al tacto, dotados de la cualidad esponjosa del bizcocho, me desasosiegan y encabritan. Soy feliz viéndolos y tocándolos; besándolos, asciendo a arcángel. Usted no tendrá la oportunidad de hacerlo, pero, si requiriese el testimonio de Lucrecia, mi amada le diría las muchas horas que he pasado —tantas como de niño al pie del crucifijo— contemplando, en arrobada plegaria, la perfección de sus geométricas rodillas y sus gentiles codos de lisura sin par, besándolos, mordisqueándolos como un cachorrito juguetón su hueso, sumido en la embriaguez, hasta sentir que se me dormía la lengua o un calambre labial me regresaba a la pedestre realidad. ¡Cara Lucrecia! Entre todas las gracias que la adornan, ninguna agradezco tanto como su comprensión de mis debilidades, su sabiduría para ayudarme a cuajar mis fantasías.

Fue en razón de esta manía que me vi obligado a un examen de conciencia. Un compañero de Acción Católica que me conocía muy bien, percatado de lo que me atraía antes que nada en las chicas —las rodillas y los codos—, me previno que algo iba mal dentro de mí. Era un aficionado a la psicología, lo que empeoró las cosas, pues, ortodoxo, quería que sintonizaran las conductas y motivaciones humanas con la moral y las enseñanzas de la Iglesia. Habló de desviaciones y pronunció las palabras fetichismo y fetichista. Ahora me parecen dos de las más aceptables del diccionario (eso es lo que somos usted, yo y todos los seres sensibles) pero, en aquella época, me sonaron a depravación, vicio nefando.

Usted y yo sabemos, amigo siracuso, que el fetichismo no es el «culto de los fetiches» como dice mezquinamente el Diccionario de la Academia, sino una forma privilegiada de expresión de la particularidad humana, una vía que tienen el hombre y la mujer de trazar su espacio, de marcar su diferencia con los otros, de ejercitar su imaginación y su espíritu antirebaño, de ser libres. Me gustaría contarle, sentados en alguna casita de campo de las afueras de su ciudad, que imagino lleno de lagos, pinares y colinas blanqueadas por la nieve, tomando una copa de whisky y oyendo crepitar los leños en la chimenea, cómo descubrir el rol central del fetichismo en la vida del individuo, fue decisivo en mi desencanto con las utopías sociales —la idea de que se podía construir colectivamente la felicidad, la bondad o encarnar cualquier valor ético o estético—, en mi tránsito de la fe al agnosticismo, y en la convicción que ahora me anima, según la cual, ya que el hombre y la mujer no pueden vivir sin utopías, la única manera realista de materializarlas es trasladándolas de lo social a lo individual. Un colectivo no puede organizarse para alcanzar ninguna forma de perfección sin destruir la libertad de muchos, sin arrollar las hermosas diferencias individuales en nombre de los espantosos denominadores comunes. En cambio, el individuo solitario puede —en función de sus apetitos, manías, fetichismos, fobias o gustos— erigirse un mundo propio que se acerque (o llegue a encarnarlo, como les ocurre a los santos y los campeones olímpicos) a ese ideal supremo donde lo vivido y lo deseado coinciden. Naturalmente, en algunos casos privilegiados, una coincidencia feliz —la del espermatozoide y el óvulo que produce la fecundación, digamos— permite a dos personas realizar complementariamente su sueño. Es el caso (acabo de leerlo en la biografía escrita por su comprensiva viuda) del periodista, comediógrafo, crítico, animador y frivolo profesional, Kenneth Tynan, masoquista encubierto a quien el azar deparó el conocer a una muchacha que casualmente era sádica, también vergonzante, lo que les permitió a ambos ser felices, dos o tres veces por semana, en un sótano de Kensington, él recibiendo azotes y ella impartiéndolos, en un juego enronchado que los transportaba al cielo. Respeto, pero no practico, esos juegos que tienen, como corolario, el mercurio cromo y el árnica.

Puestos a contar anécdotas —en este dominio las hay oceánicas— no resisto referirle la fantasía que solivianta hasta el mal de San Vito la libido de Cachito Arnilla, as en la verbosa profesión de colocar seguros, y que consiste —me la confesó en uno de esos abominables cocteles de Fiestas Patrias o Navidades a los que no puedo no asistir— en ver a una mujer desnuda pero calzada con zapatos de tacón de aguja, fumando y jugando al billar. Esa imagen, que cree haber visto de niño en alguna revista, estuvo asociada a sus primeras erecciones y desde entonces ha sido el Norte de su vida sexual. ¡Simpático Cachito! Cuando se casó, con una pizpireta morenita de Contabilidad, capaz, estoy seguro, de secundarlo, cometí la picardía de regalarle, en nombre de la Compañía de Seguros La Perricholi —soy su gerente— un juego de billar reglamentario, que un camión de mudanzas descargó en su casa el día de la boda. A todo el mundo pareció un regalo disparatado; pero, por la mirada de Cachito y la salivita anticipatoria con que me agradeció, supe que había dado en el clavo.

Queridísimo amigo de Syracusa, amante de las escobas axilares, la exaltación de las manías y fobias no puede ser ilimitada. Hay que reconocerle restricciones sin las cuales se desatarían el crimen, el retorno a la bestialidad selvática. Pero, en el dominio privado que es el de estos fantasmas, todo debe estar permitido entre adultos que consienten en el juego y en las reglas del juego, para su mutua diversión. Que, a mí, muchos de estos juegos me produzcan una repugnancia desmesurada (por ejemplo, las pastillitas de provocar cuescos a las que era tan afecto el siglo galante francés, y, en particular, el Marqués de Sade, quien, no contento con maltratar a las mujeres les exigía que lo marearan con descargas artilleras de ventosidades) es tan cierto como que en este universo todas son diferencias que merecen consideración y respeto, pues nada representa mejor la complejidad inapresable de la persona humana.

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