Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto
Здесь есть возможность читать онлайн «Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.
- Название:Los cuadernos De don Rigoberto
- Автор:
- Жанр:
- Год:неизвестен
- ISBN:нет данных
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
-
Избранное:Добавить в избранное
- Отзывы:
-
Ваша оценка:
- 60
- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
Los cuadernos De don Rigoberto: краткое содержание, описание и аннотация
Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «Los cuadernos De don Rigoberto»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.
Los cuadernos De don Rigoberto — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком
Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «Los cuadernos De don Rigoberto», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.
Интервал:
Закладка:
¿Infringía usted los derechos humanos y la libertad de su pelosa vecina trepándose a su tejado para rendir homenaje de admiración a los moños de sus axilias? Sin duda. ¿Merecía usted ser sancionado en nombre de la coexistencia social? Ay, ay, por supuesto que sí. Pero, eso, usted lo sabía y se arriesgó, presto a pagar el precio de ser mirón de las axilas capilosas del vecindario. Ya le dije que no puedo imitarlo en esos extremos heroicos. Mi sentido del ridículo y mi desprecio del heroísmo son demasiado grandes, además de mi torpeza física, para atreverme a escalar un techo ajeno, a fin de divisar, en un cuerpo sin veladuras, las rodillas más redondas y los codos más esféricos de la especie femenina. Mi cobardía natural, que, acaso, sólo sea enfermizo instinto de legalidad, me induce a encontrar para mis manías, fobias y fetichismos una hornacina propicia dentro de lo comúnmente conocido como lícito. ¿Me priva eso de un suculento tesoro de lubricidades? Desde luego. Pero, lo que tengo, es bastante, a condición de sacarle el provecho debido, algo que trato de hacer.
Que los tres meses le sean leves y alivien sus enrejadas noches sueños de bosques de vellos, avenidas de pelos sedosos, renegridos, blondos, pelirrojos, entre los que usted galopa, nada, corre, frenético de dicha.
Adiós, congénere.
EL CALZONCITO DE LA PROFESORA
Don Rigoberto abrió los ojos: ahí, derramado entre el tercer y cuarto peldaño de la escalera, azuloso, brillante, con filo de encaje, provocador y poético, estaba el calzoncito de la profesora. Tembló como un poseso. No dormía, aunque llevaba ya buen rato a oscuras, en la cama, oyendo el murmullo del mar, sumido en escurridizas fantasías. Hasta que, de pronto, había vuelto a sonar el teléfono aquel, la noche aquella, sacándolo violentamente del sueño.
—¿Aló, aló?
—¿Rigoberto? ¿Es usted?
Reconoció la voz del viejo profesor, aunque hablaba muy bajito, tapando el auricular con su mano y sofocando su dicción. ¿En dónde estaban? En una ciudad universitaria de prosapia. ¿De qué país? De Estados Unidos. ¿En cuál Estado? El de Virginia. ¿Cuál Universidad? La del Estado, la bella Universidad de estilo neoclásico, de blancas columnatas, diseñada por Thomas Jefferson.
—¿Es usted, profesor?
—Sí, sí, Rigoberto. Pero, habla despacio. Perdona que te despierte.
—No se preocupe, profesor. ¿Cómo le fue en su comida con la profesora Lucrecia? ¿Ya terminó?
La voz del venerable jurista y filósofo, Nepomuceno Riga, se quebró en jeroglífico tartamudeo. Rigoberto comprendió que algo serio ocurría a su antiguo maestro de Filosofía del Derecho, de la Universidad Católica de Lima, venido a asistir a un Simposio de la Universidad de Virginia, donde él hacía su posgrado (en legislación y seguros) y donde había tenido ocasión de servirle de cicerone y chofer: lo había llevado a Monticello, a visitar la casa–museo de Jefferson, y a los sitios históricos de la batalla de Manassas.
—Es que, Rigoberto, perdona que abuse, pero, eres la única persona aquí con la que tengo confianza. Como has sido mi alumno, conozco a tu familia y has tenido estos días tantas gentilezas…
—No faltaba más, don Nepomuceno —lo animó el joven Rigoberto—. ¿Le pasa algo?
Don Rigoberto se sentó en la cama, sacudido por una risita tendenciosa. Le pareció que en cualquier momento iba a abrirse la puerta del baño y aparecer dibujada en el umbral la silueta de doña Lucrecia, sorprendiéndolo con uno de esos primorosos calzoncitos de fantasía, negros, blancos, con bordados, orificios, filos de seda, pespuntados o lisos, que ceñían apenas para resaltarlo su respingado monte de Venus y por cuyos bordes se asomaban a tentarlo —díscolos, coquetos— algunos vellitos del pubis. Era un calzoncito como ésos el que yacía insólitamente, cual uno de esos objetos provocadores de los cuadros surrealistas del catalán Joan Ponç o del rumano Víctor Brauner, en la escalera por la que tenía que subir a su dormitorio esa ánima buena, ese espíritu inocente, don Nepomuceno Riga, quien, en sus memorables clases, las únicas dignas de recuerdo en sus siete años de áridos estudios de leyes, solía borrar el pizarrón con su corbata.
—Es que, no sé qué hacer, Rigoberto. Me encuentro en un apuro. Pese a mi edad, no tengo la menor experiencia en estas lides.
—En qué lides, profesor. Dígamelo, no tenga vergüenza.
¿Por qué, en vez de alojarlo en el Holiday Inn o en el Hilton, como a los demás asistentes al Simposio, habían instalado a don Nepomuceno en casa de la profesora de Derecho Internacional, II curso? Una deferencia a su prestigio, sin duda. ¿O, porque los unía una amistad surgida de coincidir en las Facultades de Derecho del vasto mundo, en congresos, conferencias, mesas redondas, y, acaso, haber pergeñado a cuatro manos una erudita ponencia, abundosa de latinazgos y publicada con profusión de notas y una sofocante bibliografía en una revista especializada de Buenos Aires, Tubingen o Helsinki? El hecho es que el ilustre don Nepomuceno, en vez de hospedarse en el impersonal cubo con ventanas del Holiday Inn, pasaba las noches en la cómoda, entre rústica y moderna, casita de la profesora Lucrecia, que Rigoberto conocía muy bien, porque este semestre tomaba con ella el seminario de Derecho Internacional, II curso, y había ido varias veces a tocarle la puerta, llevándole sus papers o a devolverle los densos tratados que ella, amablemente, le prestaba. Don Rigoberto cerró los ojos y se le escarapeló la piel, divisando, una vez más, las musicales caderas de la bien proporcionada, marcial figura de la jurista cuando se alejaba.
—¿Está usted bien, profesor?
—Sí, sí, Rigoberto. En realidad, se trata de una tontería. Te vas a reír de mí. Pero, ya te digo, no tengo ninguna experiencia. Estoy perplejo y atolondrado, muchacho.
No necesitaba decirlo; le temblaba la voz como si fuera a quedarse mudo y las palabras le salían con fórceps. Debía de estar sudando hielo. ¿Se atrevería a contarle qué le había pasado?
—Bueno, fíjate tú. Ahora, al regresar del coctel ese que nos dieron, la doctora Lucrecia preparó aquí, en su casa, una pequeña cena. Sólo para los dos, sí, fineza de su parte. Una cena muy simpática, en la que nos tomamos una botellita de vino. Yo no estoy acostumbrado al alcohol, así que, a lo mejor, toda mi confusión viene de esos vapores que se me subieron a la cabeza. Un vinito de California, por lo visto. Bueno, aunque algo fuerte.
—Déjese de tanto rodeo, profesor, y dígame qué le ha pasado.
—Espera, espera. Figúrate que, después de esa cena y esa botellita, la doctora se empeñó todavía en que tomáramos una copa de cognac. No pude negarme, claro, por educación. Pero, vi estrellas, muchacho. Era fuego líquido. Me vino una tos y hasta pensé que me podía quedar ciego. Más bien, me ocurrió algo ridículo. Caí dormido, hijo. Sí, sí, ahí, en el sillón, en la salita que también es biblioteca. Y, cuando desperté, no sé cuánto rato después, diez, quince minutos, la doctora no estaba. Se habrá retirado a dormir, pensé. Me dispuse a hacer lo mismo. Cuando, cuando, figúrate que al subir la escalera, zas, me di de bruces, a que no te imaginas con qué. ¡Un calzoncito! En mi camino, sí. No te rías, muchacho, porque, aunque sea para reírse, estoy la mar de turbado. No sé qué hacer, te repito.
—Por supuesto que no me río, don Nepomuceno. ¿Usted no cree que, esa prenda íntima, ahí, sea pura casualidad?
—Qué casualidad ni qué ocho cuartos, muchacho. No tendré experiencia, pero todavía no me he vuelto gagá. La doctora la dejó ahí ex–profeso, para que me topara con ella. Bajo este techo, no hay otra persona que la dueña de casa y yo. Ella lo puso ahí.
Читать дальшеИнтервал:
Закладка:
Похожие книги на «Los cuadernos De don Rigoberto»
Представляем Вашему вниманию похожие книги на «Los cuadernos De don Rigoberto» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.
Обсуждение, отзывы о книге «Los cuadernos De don Rigoberto» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.