Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto

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—Pero, entonces, profesor, le pasa lo mejor que puede pasarle a un huésped. Ha recibido usted una invitación de su anfitriona. Está clarísimo.

La voz del profesor se quebró tres veces antes de articular algo inteligible.

—¿Tú crees, Rigoberto? Bueno, eso me pareció a mí, cuando atiné a pensar, después de semejante sorpresa. Se diría una invitación ¿no es cierto? No puede ser casual, esta casita es el orden personificado, como la doctora. Esa prenda fue puesta ahí con intencionalidad. Además, la manera como está dispuesta en la escalera, no es casual, pues, la realza, la exhibe, te juro.

—Fue colocada ahí con alevosía, si me permite una pequeña broma, don Nepomuceno.

—Si yo también me río por dentro, Rigoberto. En medio de mi perplejidad, quiero decir. Por eso, necesito tu consejo. ¿Qué debería hacer? Nunca soñé encontrarme en una circunstancia semejante.

—Lo que tiene que hacer es clarísimo, profesor. ¿No le gusta la doctora Lucrecia? Ella es una mujer muy atractiva; lo pienso yo y también mis compañeros. Es la catedrática más guapa de Virginia.

—Sin duda lo es, quién lo pondría en duda. Es una dama muy bella.

—Entonces, no pierda tiempo. Vaya y tóquele la puerta. ¿No ve que está esperándolo? Antes de que se le duerma, pues.

—¿Puedo permitirme eso? ¿Tocarle la puerta, sin más?

—¿Dónde está usted ahora?

—Adonde va a ser. Aquí, en la salita, al pie de la escalera. Por qué crees que hablo tan bajito. ¿Voy y toco con los nudillos a su puerta? ¿Sin más ni más?

—No pierda un minuto. Le ha dejado una señal, no puede usted hacerse el desentendido. Sobre todo, si le gusta. Porque, la doctora le gusta ¿no, profesor?

—Claro que sí. Es lo que debo hacer, sí, tienes razón. Pero, me siento algo cohibido. Gracias, muchacho. No necesito encarecerte la mayor discreción ¿no? Por mí, y, sobre todo, por la reputación de la doctora.

—Seré una tumba, profesor. No dude más. Suba esas escaleras, recoja el calzoncito y lléveselo. Tóquele la puerta y comience haciéndole una broma, sobre la sorpresa que se encontró en su camino. Todo saldrá a las mil maravillas, ya verá. Recordará siempre esta noche, don Nepomuceno.

Antes de oír el clic del auricular clausurando la conversación, don Rigoberto alcanzó a percibir un ruido estomacal, un angustiado eructo que el anciano jurista no pudo reprimir. Qué nervioso y azorado estaría, en la oscuridad de esa salita llena de libros de Derecho, en la pujante noche primaveral virginiana, escindido entre la ilusión de esa aventura —¿la primera, en una vida de coitos matrimoniales y reproductores?— y su cobardía enmascarada tras el rigor de unos principios éticos, convicciones religiosas y prejuicios sociales. ¿Cuál de las fuerzas que batallaban en su espíritu vencería? ¿El deseo o el miedo?

Don Rigoberto, casi sin darse cuenta, sumido en esa imagen ya totémica, el calzoncito abandonado en la escalera de la profesora, se levantó de la cama y trasladó al estudio, sin prender la luz. Su cuerpo evitaba los obstáculos —el banquito, la escultura nubia, los cojines, el aparato de televisión— con una desenvoltura adquirida por asidua práctica, pues, desde la partida de su mujer, no había noche en que el desvelo no lo impulsara a incorporarse todavía a oscuras, a buscar entre los papeles y garabatos de su escritorio bálsamo para su nostalgia y soledad. La cabeza todavía fija en la silueta del venerable jurista aventado por las circunstancias (encarnadas en un perfumado y voluptuoso calzón de mujer acostado a su paso entre dos gradas de una escalera jurisprudente) a una incertidumbre hamletiana, pero ya sentado ante la larga mesa de madera de su escritorio y hojeando sus cuadernos, don Rigoberto dio un respingo cuando el cono dorado de la lamparilla le reveló el proverbio alemán que encabezaba esa página: Wer die Wahl hat, hat die Qual («Quien tiene elección, tiene tormento»). ¡Extraordinario! ¿No retrataba ese refrán, copiado vaya usted a saber de dónde, el estado de ánimo del pobre y dichoso don Nepomuceno Riga, tentado por la abundante catedrática, la doctoral Lucrecia?

Sus manos, que pasaban las hojas de otro cuaderno provocando al azar, a ver si por segunda vez acertaba o establecía una relación entre lo encontrado y lo soñado que sirviera de combustible a su fantasía, se detuvieron de pronto («como las del croupier que lanza la bolita sobre la ruleta en movimiento») y se inclinó, ávido. Borroneaba la página una reflexión sobre El diario de Edith, de Patricia Highsmith.

Alzó la cabeza, desconcertado. Oyó las enfurecidas olas del mar, al pie del acantilado. ¿Patricia Highsmith? Esa novelista de aburridos crímenes, cometidos por el apático e inmotivado criminal Mr. Ripley, no le interesaba lo más mínimo. Siempre había respondido con bostezos (comparables a los que le había producido el popular Libro tibetano de los vivos y los muertos) a la moda por esa criminalista que (películas de Alfred Hitchcock de por medio) enfervorizó hacía algunos años al centenar de lectores que constituían el público limeño. ¿Qué hacía esa subescritora para cinéfilos, entrometida en sus cuadernos? Ni siquiera recordaba cuándo y por qué había escrito aquel comentario sobre El diario de Edith, libro que tampoco recordaba:

«Excelente novela, para saber que la ficción es una fuga a lo imaginario que enmienda la vida. Las frustraciones familiares, políticas y personales de Edith no son gratuitas; se enraizan en aquella realidad que más la hace sufrir: su hijo Cliffie. En vez de proyectarse en el Diario tal como es —un muchacho flojo y fracasado, que no fue admitido a la Universidad y que no sabe trabajar— Cliffie, en las páginas que escribe su madre, se desdobla del original y aparece viviendo la vida que Edith deseaba para él: periodista de punta, desposado con una muchacha de buena familia, con hijos, un buen empleo, vastago que llena de satisfacción a su progenitora.

«Pero, la ficción es sólo un momentáneo remedio, pues, aunque sirve de consuelo a Edith y la distrae de los reveses, la va inhibiendo para la lucha por la vida, aislándola en un mundo mental. Las relaciones con sus amigos se debilitan y estropean; pierde su trabajo y termina desamparada. Aunque su muerte resulta una exageración, desde un punto de vista simbólico es coherente; Edith pasa, físicamente, a donde ya se había mudado en vida: la irrealidad.

»La novela está construida con simplicidad engañosa, bajo la cual se perfila un contexto dramático, de lucha sin cuartel entre las hermanas enemigas, la realidad y el deseo, y las infranqueables distancias que las separan, salvo en el recinto milagroso del espíritu humano.»

Don Rigoberto sintió que le castañeteaban los dientes y le sudaban las manos. Ahora recordaba esa pasajera novela y el porqué de su reflexión. ¿Terminaría como Edith, deslizándose hacia la ruina por abusar de la fantasía? Pero, pese a ello, debajo de esa lúgubre hipótesis, el calzoncito, fragante rosa, seguía en el corazón de su conciencia. ¿Qué ocurría con don Nepomuceno? ¿Cuáles eran sus movimientos, sus dilemas, luego de la conversación telefónica con el joven Rigoberto? ¿Había seguido el consejo de su discípulo?

Había comenzado a subir la escalera en puntas de pie, en una oscuridad relativa, en la que distinguía los anaqueles de libros y los filos de los muebles. En el segundo peldaño se detuvo, se inclinó, sus agarrotados dedos asieron el precioso objeto —¿de seda?, ¿de hilo?—, se lo llevó a la cara y lo husmeó, como un animalito averiguando si ese objeto desconocido es comestible. Entrecerrando los ojos, lo besó, sintiendo un comienzo de vértigo que lo hizo tambalearse, cogido del pasamanos. Estaba decidido, lo haría. Siguió subiendo la escalera, con el calzoncito en las manos, siempre en puntas de pie, temiendo ser sorprendido o como si el ruido —los peldaños crujían ligeramente— pudiera romper el hechizo. Su corazón latía tan fuerte que le cruzó la idea de lo importuno, además de estúpido, que sería caer derribado por un ataque cardíaco en este preciso momento. No, no era un síncope; eran la curiosidad y la sensación (inédita en su vida) de estar degustando un fruto prohibido lo que atrepellaba de ese modo la sangre en sus venas. Había llegado al pasillo, estaba ante la puerta de la jurista. Se apretó la mandíbula con las dos manos porque ese grotesco castañeteo causaría pésima impresión a su anfitriona. Armándose de valor («haciendo de tripas corazón», murmuró don Rigoberto, que sudaba a chorros y temblaba a la par) tocó con los nudillos, muy despacio. La puerta, sólo junta, se abrió con un hospitalario crujido.

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