Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto
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No tuvo ánimos para discutirle. Ahora, se sentía ganada por la melancolía y algo tristona.
—¿Cómo está Rigoberto? ¿Haciendo su vida de siempre?
—De la oficina a la casa y de la casa a la oficina, todos los días —asintió Fonchito—. Metido en el escritorio, oyendo música, contemplando sus grabados. Pero, es un pretexto. No se encierra ahí para leer, ver pinturas ni oír sus discos. Sino, para pensar en ti.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque habla contigo —afirmó el niño, bajando la voz y echando una mirada al interior de la casa, por si aparecía Justiniana—. Lo he oído. Me acerco despacito y pego la oreja a su puerta. Nunca falla. Está hablando sólito. Y te nombra a cada rato. Te lo juro.
—No te creo, mentiroso.
—Sabes que no te inventaría una cosa así, madrastra. ¿Ves lo que te digo? Quiere que vuelvas.
Hablaba con tanta seguridad que era difícil no sentirse arrastrada hacia ese mundo suyo tan seductor y tan falso, de inocencia, bondad y maldad, pureza y suciedad, espontaneidad y cálculo. «Desde que ocurrió esta historia no he vuelto a sentirme angustiada por no haber tenido un hijo», pensó doña Lucrecia. Le pareció que entendía por qué. El niño, acuclillado, con el libro de reproducciones abierto a sus pies, la escudriñaba.
—¿Sabes una cosa, Fonchito? —dijo, casi sin reflexionar—. Yo te quiero mucho.
—Yo también a ti, madrastra.
—No me interrumpas. Y, porque te quiero, me apena que no seas como los otros niños. Siendo tan agrandado, pierdes algo que sólo se vive a la edad que tienes. Lo más maravilloso que puede ocurrirle a alguien es tener tus años. Tú, los estás desperdiciando.
—No te entiendo, madrastra —dijo Fonchito, impaciente—. Pero, si hace un ratito dijiste que era el niño más normal del mundo. ¿He hecho algo malo?
—No, no —lo tranquilizó—. Quiero decir, me gustaría verte jugar al fútbol, ir al estadio, salir con los chicos de tu barrio y de tu colegio. Tener amigos de tu edad. Organizar fiestas, bailar, enamorar a las colegialas. ¿No te provoca hacer nada de eso?
Fonchito se encogió de hombros, desdeñoso.
—Qué cosas tan aburridas —murmuró, sin dar importancia a lo que oía—. Juego al fútbol en los recreos y ya está. A veces, salgo con los chicos del barrio. Pero, me aburro con las tonterías que a ellos les gustan. Y, las chicas, todavía son más tontas. ¿Se te ocurre que podría hablarles de Egon Schiele? Cuando estoy con mis amigos, me parece que pierdo mi tiempo. Contigo, en cambio, lo gano. Prefiero mil veces estar conversando aquí, que fumando con los chicos en el Malecón de Barranco. Y, para qué necesito a las chicas si te tengo a ti, madrastra.
No supo qué decirle. La sonrisa que intentó no podía ser más falsa. El niño, estaba segura, era consciente del embarazo que ella sentía. Mirando su carita adelantada, con los rasgos alterados por la euforia, los ojos devorándola con una luz varonil, le pareció que iba a abalanzarse sobre ella a besarla en la boca. Y, en ese momento, advirtió, aliviada, la silueta de Justiniana. Pero, su alivio no duró mucho, pues, al ver el sobrecito blanco en las manos de la muchacha, adivinó.
—Han metido este sobre por debajo de la puerta, señora.
—Apuesto que es otro anónimo de mi papá —aplaudió Fonchito.
EXALTACIÓN Y DEFENSA DE LAS FOBIAS
Desde este apartado rincón del planeta, amigo Peter Simplon —si ése es su apellido y no fue aviesamente alterado para caricaturizarlo aún más por algún ofidio del serpentario periodístico—, le hago llegar mi solidaridad, acompañada de admiración. Desde que, esta mañana, rumbo a la oficina, oí en el Noticiero de Radio América que un Tribunal de Syracusa, Estado de Nueva York, lo había condenado a tres meses de cárcel por treparse repetidas veces al techo de su vecina, a fin de espiarla cuando se bañaba, he contado los minutos para, terminada la jornada, volver a mi casa y garabatearle estas líneas. Me apresuro a decirle que estos efusivos sentimientos hacia usted estallaron en mi pecho (no es metáfora, tuve la sensación de que una granada de amistad deflagraba entre mis costillas), no al conocer la sentencia sino al enterarme de su respuesta al Juez (respuesta que, el infeliz, consideró un agravante): «Lo hice porque el atractivo de esas matas de vello en las axilas de mi vecina me resultaba irresistible». (El crótalo de locutor, al leer esta parte de la noticia ponía una meliflua voz de cuchufleta para hacer saber a sus oyentes que era todavía más imbécil de lo que su profesión obliga a suponer.)
Amigo fetichista: no he estado nunca en Syracusa, ciudad de la que nada sé, salvo que la asolan tormentas de nieve y un frío polar en el invierno, pero, algo especial debe de tener en sus entrañas esa tierra para procrear a alguien de su sensibilidad y fantasía, y del coraje que usted ha mostrado, arrostrando el descrédito y, me imagino, su ganapán y la burla de amistades y relaciones en defensa de su pequeña excentricidad (digo pequeña para decir inofensiva, benigna, sanísima y bienhechora, claro está, pues usted y yo sabemos que no hay manía o fobia que carezca de grandeza, ya que ellas constituyen la originalidad de un ser humano, la mejor expresión de su soberanía).
Dicho esto, me siento obligado, para evitar malentendidos, a hacerle saber que lo que para usted es manjar es para mí bazofia, y que, en el riquísimo universo de los deseos y los sueños, esas floraciones de vellos en las axilas femeninas cuya visión (y, supongo, sabor, tacto y olor) a usted lo sublima de felicidad, a mí me desmoralizan, asquean y reducen a la inapetencia sexual. (La contemplación de La mujer barbuda de Ribera me produjo una impotencia de tres semanas.) Por eso, mi amada Lucrecia siempre se las arregló para que en sus templadas axilas nunca asomara ni la premonición de un vello y su piel pareciera siempre a mis ojos, lengua y labios, el pulido culito de un querube. En materia de vello femenino, sólo el púbico me resulta deleitoso, a condición de estar bien trasquilado y no excederse en densas vedejas, crenchas o madejas lanares que dificulten el acto del amor y tornen el cunnilingus una empresa con riesgo de asfixia y atoro.
Puesto, emulándolo a usted, en plan de confesar la intimidad, añado que no sólo las axilas ennegrecidas por el vello (pelos es palabra que empeora la realidad añadiéndole una materia seborreica y casposa) me provocan ese espanto antisexual, sólo comparable al que me producen el bochornoso espectáculo de una mujer que masca chicle o luce bozo, o un bípedo de cualquier sexo que se hurga la dentadura en busca de excrecencias con ese innoble objeto llamado escarbadientes, o se roe las uñas, o come, a ojos y vista del mundo, sin escrúpulo y sin vergüenza, un mango, una naranja, una granadilla, un durazno, uvas, chirimoyas, o cualquier fruta dotada de esas durezas horribles cuya sola mención (no digo visión) me pone la carne de gallina e infecta mi alma de furores y urgencias homicidas: gajos, fibras, pepas, cascaras u hollejos. No exagero nada, compañero en el orgullo de nuestros fantasmas, si le digo que cada vez que observo a alguien comiendo una fruta y sacándose de la boca o escupiendo incomestibles excrecencias, me vienen náuseas y hasta deseos de que el culpable muera. De otro lado, siempre he tenido a cualquier comensal que, a la hora de llevarse el tenedor a la boca levanta el codo al mismo tiempo que la mano, por un caníbal.
Así somos, no nos avergonzamos, y nada admiro tanto como que alguien sea capaz de ir a la cárcel y exponerse a la infamia por sus manías. Yo, no soy de ésos. He organizado mi vida secretamente y en familia para llegar a las alturas morales que usted ha alcanzado en público. En mi caso, todo se lleva a cabo en la discreción y el recato, sin ánimo misionero ni exhibicionista, de una manera sinuosa para no provocar a mi alrededor, entre las gentes con las que estoy obligado a convivir por razones de trabajo, parentesco o servidumbre social, las ironías y la hostilidad. Si usted está pensando que hay en mí mucha cobardía —sobre todo, en comparación con su desparpajo para plantarse ante el mundo como lo que es— da en el blanco. Ahora, soy menos cobarde que cuando joven respecto a mis fobias y manías —no me gusta ninguna de estas fórmulas por su carga peyorativa y sus asociaciones a psicólogos o divanes psicoanalíticos, pero, cómo llamarlas sin lesionarlas: ¿excentricidades?, ¿deseos privados? Por el momento, digamos que la última es la menos mala. Entonces, yo era muy católico, militante y luego dirigente de Acción Católica, influido por pensadores como Jacques Maritain; es decir, un cultor de utopías sociales, convencido de que, mediante un enérgico apostolado inspirado en la palabra evangélica, se podía arrebatar al espíritu del mal —lo llamábamos pecado— el dominio de la historia humana y construir una sociedad homogénea, sustentada en los valores del espíritu. Para hacer realidad la República Cristiana, esa utopía espiritual colectivista, trabajé los mejores años de mi juventud, resistiendo, con celo de converso, los brutales desmentidos que a mí y a mis compañeros nos infligía sin tregua una realidad humana írrita a esos desvarios que son todos los empeños orientados a arquitecturar de manera coherente e igualitaria ese vórtice de especificidades incompatibles que es el conglomerado humano. Fue en esos años, amigo Peter Simplon, de Syracusa, cuando descubrí, al principio con cierta simpatía, luego con rubor y vergüenza, las manías que me diferenciaban de los demás y hacían de mí un espécimen. (Tendrían que pasar años e incontables experiencias para que llegara a comprender que todos los seres humanos somos casos aparte y que ello nos hace creativos y da sentido a nuestra libertad.) Cuánta extrañeza sentía al notar que, bastaba que viera, a quien había sido hasta entonces un buen amigo, pelando una naranja con las manos y metiéndose a la boca los pedazos de pulpa, sin importarle que las repelentes hilachas de gajos colgaran de sus labios, y escupiendo a diestra y siniestra las blancuzcas pepitas intragables, para que la simpatía se trocara en invencible desagrado y poco después, con cualquier pretexto, rompiera con él mi amistad.
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