Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto

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—Tú misma me lo contaste —la anonadó el niño—. Qué cabecita, madrastra. ¿Ya se te olvidó?

Quedó muda. ¿Ella se lo había dicho? Escarbó su memoria, en vano. No recordaba haber tocado ese tema con Fonchito ni siquiera de la manera más indirecta. Nunca jamás, claro que no. ¿Pero, entonces? ¿Sería que Rigoberto le hizo confidencias? Imposible, Rigoberto no hablaba con nadie de sus fantasías y deseos. Ni con ella, durante el día. Esa había sido una regla respetada en sus diez años de matrimonio; nunca, ni en broma ni en serio, aludir durante el día a lo que decían y hacían en las noches en el secreto de la alcoba. Para no trivializar el amor y conservarle un aura mágica, sagrada, decía Rigoberto. Doña Lucrecia recordó los primeros tiempos de casados, cuando comenzaba a descubrir el otro lado de la vida de su marido, aquella conversación sobre el libro de Johan Huizinga, Homo Ludens, uno de los primeros que él le había rogado que leyera, asegurándole que en la idea de la vida como juego y del espacio sagrado se encontraba la clave de su futura felicidad. «El espacio sagrado resultó ser la cama», pensó. Habían sido felices, jugando a esos juegos nocturnos, que, al principio, sólo la intrigaban, pero que, poco a poco, habían ido conquistándola, espolvoreando su vida — sus noches— de ficciones siempre renovadas. Hasta la locura con este niñito.

—Quien a solas se ríe, de sus maldades se acuerda —la sacó de sus divagaciones la fresca voz de Justiniana, quien traía la bandeja del té—. Hola, Fonchito.

—Mi papá le ha escrito una carta a la madrastra y prontito se amistarán. Tal como te dije, Justita. ¿Me hiciste chancays?

—Tostaditos, con mantequilla y mermelada de fresa —Justiniana se volvió a doña Lucrecia, abriendo los ojazos—: ¿Se va a amistar con el señor? ¿Nos mudamos de nuevo a Barranco, entonces?

—Tonterías —dijo la señora Lucrecia—. ¿No lo conoces?

—Veremos si son tonterías —protestó Fonchito, atacando los bizcochos mientras doña Lucrecia le servía el té—. ¿Una apuesta? ¿Qué me das si te amistas con mi papá?

—Un cacho quemado —dijo la señora Lucrecia, doblegada—. ¿Y qué me das tú a mí, si pierdes?

—Un beso —se rió el niño, guiñándole el ojo.

Justiniana soltó una carcajada.

—Mejor me voy y dejo solos a los tortolitos.

—Calla, loca —la reprendió doña Lucrecia, cuando la muchacha ya no podía oírla.

Tomaron el té en silencio. Doña Lucrecia seguía impregnada de reminiscencias de su vida con Rigoberto, dolida de que hubiera pasado lo que pasó. Esa ruptura no tenía arreglo. Había sido demasiado tremendo, no cabía marcha atrás. ¿Sería acaso posible la vida de los tres, juntos de nuevo en la misma casa? En ese momento, se le ocurrió que Jesucristo, a los doce años, había asombrado a los doctores del templo discutiendo con ellos de igual a igual sobre materias teologales. Sí, pero Fonchito no era un niño prodigio como Jesucristo. Lo era como Luzbel, el Príncipe de las Tinieblas. No ella, sino él, él, el supuesto niño, había tenido la culpa de toda esa historia.

—¿Sabes en qué otra cosa me parezco a Egon Schiele, madrastra? —la sacó el niño de su fantaseo—. En que él y yo somos esquizofrénicos.

No pudo contener la carcajada. Pero, la risa se le cortó de golpe, porque, como otras veces, intuyó que por debajo de lo que semejaba una niñería, podía anidar algo tenebroso.

—¿Sabes qué es un esquizofrénico, acaso?

—En que, siendo uno solo, te crees dos personas distintas o más —Fonchito recitaba una lección, exagerando—. Me lo explicó mi papá, anoche.

—Bueno, tú podías serlo, entonces —murmuró doña Lucrecia—. Porque, en ti, hay un viejo y un niño. Un angelito y un demonio. ¿Qué tiene que ver eso con Egon Schiele?

Otra vez la cara de Fonchito se distendió en una sonrisa satisfecha. Y, luego de murmurar un rápido «Espérate, madrastra», escarbó en su bolsón en pos del infaltable libro de reproducciones. O, más bien, los libros, pues la señora Lucrecia recordaba haber visto por lo menos tres. ¿Andaba siempre con uno en su maletín? Estaba pasándose de la raya con su manía de identificarse en todo y a toda hora con ese pintor. Si ella tuviera comunicación con Rigoberto, le sugeriría que lo llevara donde un psicólogo. Pero, en el acto, se rió de sí misma. Qué descabellada idea, darle consejos a su ex–marido sobre la educación del niñito que causó la ruptura matrimonial. Se estaba volviendo idiota, últimamente.

—Mira, madrastra. Qué te parece.

Cogió el libro por la página que Fonchito le señalaba y durante un buen rato lo hojeó, tratando de concentrarse en esas imágenes calientes, contrastadas, en esas figuras masculinas que, de a dos, de a tres, se exhibían ante ella, mirándola con impavidez, vestidas, embutidas en túnicas, desnudas, semidesnudas y, alguna vez, tapándose el sexo o mostrándoselo, erecto y enorme, con total impudor.

—Bueno, son autorretratos —dijo, al fin, por decir algo—. Algunos, buenos. Otros, no tanto.

—Pintó más de cien —la ilustró el niño—. Después de Rembrandt, Schiele es el pintor que más se retrató a sí mismo.

—Eso no quiere decir que fuese esquizofrénico. Más bien, un Narciso. ¿Tú también eres eso, Fonchito?

—No te has fijado bien —El niño abrió otra página, y otra, instruyéndola, mientras señalaba—: ¿No te diste cuenta? Se duplica y hasta triplica. Éste, por ejemplo. Los videntes de sí mismos, de 1911. ¿Quiénes son esas figuras? Él mismo, repetido. Y, Profetas (Doble Autorretrato), de 1911. Fíjate. Es él mismo, desnudo y vestido. Triple autorretrato, de 1913. Él, tres veces. Y, tres más ahí, en chiquito, a la derecha. Se veía así, como si hubiera varios Egon Schieles metidos en él. ¿No es eso ser esquizofrénico?

Como se atrepellaba al hablar y sus ojos relampagueaban, doña Lucrecia trató de apaciguarlo.

—Bueno, tendría tendencia a la esquizofrenia, como muchos artistas —le concedió— . Los pintores, los poetas, los músicos. Tienen muchas cosas dentro, tantas que, a veces, no caben en una sola persona. Pero, tú, eres el niño más normal del mundo.

—No me hables como si fuera un tarado, madrastra —se enojó Alfonso—. Yo soy como era él y lo sabes muy bien, porque acabas de decírmelo. Un viejo y un niño. Un angelito y un demonio. O sea, esquizofrénico.

Ella le acariñó los cabellos. Los alborotados, suaves mechones rubios resbalaron entre sus dedos y doña Lucrecia resistió la tentación de tomarlo en sus brazos, sentarlo sobre sus faldas y arrullarlo.

—¿Te hace falta tu mamá? —se le escapó. Trató de componerlo—: Quiero decir, ¿piensas mucho en ella?

—Casi nunca —dijo Fonchito, muy tranquilo—. Apenas me acuerdo de su cara, salvo por las fotos. La que me hace falta eres tú, madrastra. Por eso, quiero que te amistes de una vez con mi papá.

—No va a ser tan fácil. ¿No te das cuenta? Hay heridas difíciles de cerrar. Lo ocurrido con Rigoberto fue una de ésas. Se sintió muy ofendido, y con toda razón. Yo cometí una locura que no tiene disculpa. No sé, nunca sabré qué me pasó. Mientras más pienso, más increíble me parece. Como si no hubiera sido yo, corno si otra hubiera actuado dentro de mí, suplantándome.

—Entonces, eres también esquizofrénica, madrastra —se rió el niño, poniendo otra vez la expresión de haberla pillado en falta.

—Un poco, no, bastante —asintió ella—. Mejor, no hablemos de cosas tristes. Cuéntame algo de ti. O de tu papá.

—A él también le haces falta —Fonchito se puso grave y algo solemne—: Por eso te escribió ese anónimo. A él se le cerró ya la herida y quiere amistarse.

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