Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto
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- Название:Los cuadernos De don Rigoberto
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«Manuel de las prótesis, envenenado de la muerte», pensó poco después, contento con su hallazgo. Pero, inmediatamente recordó que citaba. ¿Envenenado de la muerte? Mientras sus manos buscaban en el cuaderno, su memoria rehacía el humoso y apretado local de la peña criolla donde Lucrecia lo arrastró aquella noche insólita. Había sido una de las pocas memorables inmersiones en el mundo nocturno de la diversión, en el extraño país al que vendía pólizas de seguros, administrativamente el suyo, contra el que había levantado este enclave y del que, a fuerza de discretos pero monumentales esfuerzos, había conseguido saber muy poco. Ahí estaban los versos del vals Desdén:
Desdeñoso, semejante a los dioses yo seguiré luchando por mi suerte sin escuchar las espantadas voces de los envenenados de la muerte.
Sin la guitarra, el cajón y la sincopada voz del cantante, algo de la audacia lúgubre y narcisista del bardo compositor se perdía. Pero, aun sin la música, se preservaban la genial vulgaridad y la misteriosa filosofía. ¿Quién había compuesto este vals criollo «clásico», como lo había calificado Lucrecia cuando quiso averiguarlo? Lo averiguó: era chiclayano y se llamaba Miguel Paz. Imaginó un criollito montaraz y noctámbulo, de bufanda al cuello y guitarra al hombro, que daba serenatas y amanecía en los antros del folclore entre virutas y vómitos, la garganta rota de cantar toda la noche. En todo caso, bravo. Ni Vallejo y Neruda combinados habían producido nada comparable a estos versos, que, además, se bailaban. Le sobrevino una risita y volvió a capturar a Manuel de las prótesis, que se le estaba escapando.
Había sido después de muchas conversaciones vespertinas regadas de té, luego de haber volcado sobre doña Lucrecia su enciclopédica información sobre eunucos turcos y egipcios y castrati napolitanos y romanos, que el ex–motociclista («Manuel de las prótesis, Pipí perpetuo, el Húmedo, el Goteante, el del Sombrerillo, la Bolsa Líquida», improvisó don Rigoberto, con un humor que mejoraba cada segundo) había dado el gran paso.
—¿Y, cuál fue tu reacción, cuando te contó eso?
Acababan de ver, en la televisión del dormitorio, Senso, un hermoso melodrama stendhaliano de Visconti, y don Rigoberto tenía a su esposa sobre sus rodillas, ella en camisón de dormir y él en pijama.
—Me quedé lela —repuso doña Lucrecia—. ¿Crees que es posible?
—Si te lo contó destrozándose las manos y con llanto, debe serlo. ¿Por qué te mentiría?
—Claro, no había ninguna razón —ronroneó ella, retorciéndose—. Si me sigues besando así en el cuello, grito. Lo que no entiendo, es por qué me contaría eso.
—Era el primer paso —la boca de don Rigoberto fue escalando el tibio cuello hasta llegar a la oreja, que también besó—: El siguiente, será pedirte que lo dejes verte o, por lo menos, oírte.
—Me lo contó porque le hizo bien compartir su secreto —trató de apartarlo doña Lucrecia y el pulso de don Rigoberto se desquició—. Saber que yo sé, lo hizo sentirse menos solo.
—¿Apostamos que en el próximo té te lo propone? —insistió en besarle despacito la oreja su marido.
—Me iría de su casa dando un portazo —se revolvió en sus brazos doña Lucrecia, decidiéndose también a besarlo—. Y no volvería más.
No había hecho ninguna de esas cosas. Manuel de las prótesis se lo había pedido con tanta humildad servil y llanto de víctima, con tantas excusas y atenuantes, que ella no había tenido el valor (¿ni tampoco las ganas?) de ofenderse. ¿Habría dicho «¿Te olvidas que soy una señora decente y casada?» No. ¿Acaso, «Estás abusando de nuestra amistad y destruyendo el buen concepto que tenía de ti» ? Tampoco. Se contentó con tranquilizar a Manuel, quien, pálido, avergonzado, le rogaba que no fuera a tomarlo mal, a enojarse, a privarlo de su amistad tan querida. Una operación de alta estrategia y exitosa, pues, apiadada con tanto psicodrama, Lucrecia volvió a tomar el té con él —don Rigoberto sintió agujas de acupunturista en las sienes— y terminó por darle gusto. El envenenado de la muerte oyó esa argentina música, fue embriagado por el líquido arpegio. ¿Sólo oyendo? ¿No habría sido, también, viendo?
—Te juro que no —protestó doña Lucrecia, abrigándose contra él y hablándole a su pecho—. En la más absoluta oscuridad. Fue mi condición. Y la cumplió. No vio nada. Oyó.
En la misma posición, habían visto un vídeo de Carmina Burana, en la Ópera de Berlín, dirigida por Seiji Osawa y los coros de Pekín.
—Puede ser —replicó don Rigoberto, la imaginación atizada por los latines vibrantes de los coros (¿habría castrati entre esos coristas de ojos rasgados?)—. Pero, también, que Manuel haya desarrollado de manera extraordinaria su visión. Y que, aunque no lo vieras, él sí te viera.
—Puestos a hacer conjeturas, todo es posible —discutió todavía, aunque sin mucha convicción, doña Lucrecia—. Pero, si vio, sería apenas, nada.
El olor estaba allí y no había duda posible: corporal, íntimo, ligeramente marino y con reminiscencias frutales. Cerrando los ojos, lo aspiró con avidez, sus narices muy abiertas. «Estoy oliendo el alma de Lucrecia», pensó, enternecido. El alegre chapaleo del chorrito en la taza no dominaba aquel aroma, apenas matizaba con un toque fisiológico lo que era una exhalación de recónditos humores glandulares, transpiraciones cartilaginosas, secreción de músculos que se adensaban y confundían en un efluvio espeso, valiente, doméstico. A don Rigoberto le recordó los momentos más remotos de su niñez —un mundo de pañales y talcos, vómitos y excrementos, colonias y esponjas embebidas de agua tibiecita, una teta pródiga— y las noches anudadas con Lucrecia. Ah, sí, qué bien comprendía al motociclista cercenado. Pero, no era indispensable ser émulo de Farinelli ni haber pasado por el trámite de la prótesis para asimilar esa cultura, convertirse a esa religión, y, como el envenenado Manuel, como el viudo de Neruda, como tantos anónimos exquisitos del oído, el olfato, la fantasía (pensó en el Primer Ministro de la India, el nonagenario Rarji Desai, que leía sus discursos con pausas para beber traguitos de su propio pipí; «¡ah, si hubiera sido el de su esposa!»), sentirse transportado al cielo, viendo y oyendo al acuclillado o sentado ser querido interpretando esa ceremonia, en apariencia anodina, funcional, de vaciar una vejiga, sublimada en espectáculo, en danza amorosa, en prolegómeno o posdata (para el decapitado Manuel, sucedáneo) del acto del amor. A don Rigoberto se le llenaron los ojos de lágrimas. Redescubrió el terso silencio de la noche barranquina y la soledad en que se hallaba, entre grabados y libros autistas.
—Lucrecia querida, por lo que más quieras —rogó, imploró, besando los cabellos sueltos de su amada—. Orina también para mí.
—Primero, tengo que comprobar que, cerrando puertas y ventanas, el baño queda totalmente a oscuras —dijo doña Lucrecia, con pragmatismo de albacea—. Cuando sea el momento, te llamaré. Entrarás sin ruido, para no cortarme. Te sentarás en el rincón. No te moverás ni dirás palabra. Para entonces, los cuatro vasos de agua empezarán a hacer su efecto. Ni una exclamación, ni un suspiro, ni el menor movimiento, Manuel. Caso contrario, me iré y no pisaré más esta casa. Puedes quedarte en tu rincón mientras me seco y arreglo el vestido. En el momento de salir, acércate, arrastrándote, y, en agradecimiento, bésame los pies.
¿Lo había hecho? Seguramente. Se habría arrastrado hasta ella por el suelo embaldosado y acercado su boca a sus zapatos con gratitud perruna. Luego, se lavaría manos y cara y, con los ojos mojados, habría ido a reunirse con Lucrecia a la sala, a decirle, untuoso, que le faltaban las palabras, lo que había hecho por él, la inconmensurable felicidad. Y, abrumándola de alabanzas, le contaría que, en realidad, era así desde chico, no sólo desde su salto al precipicio. El accidente le había permitido asumir como su única fuente de placer lo que, antes, le producía una vergüenza tan grande que se lo ocultaba a los demás y a sí mismo. Todo había comenzado de muy niño, cuando dormía en el cuarto de su hermanita y la niñera se levantaba a medianoche a botar los líquidos. No se molestaba en cerrar la puerta; él oía clarísimo el chorrito susurrante, cristalino, rebotante, que lo arrullaba y hacía sentirse un angelito en el cielo. Era el más bello, el más musical, el más tierno recuerdo de su infancia. ¿Ella lo comprendía, no es cierto? La magnífica Lucrecia lo comprendía todo. Nada la espantaba en la laberíntica madeja de los caprichos humanos. Manuel lo sabía; por eso, la admiraba, y por eso se atrevió a pedírselo. Sin la tragedia motociclista, nunca lo habría hecho. Porque su vida había sido, hasta el vuelo de su moto hacia el abismo rocoso, en lo que se refiere al amor y al sexo, una pesadilla. Lo que de veras lo enardecía, era algo que nunca se atrevió a pedir a las chicas decentes, sólo a negociarlo con prostitutas. Y, aun pagándolo, cuántas humillaciones soportó, risas, burlas, miraditas despectivas o irónicas que lo cohibían y hacían sentirse una basura.
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