Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto
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Los diestros cirujanos de Miami soldaron sus huesos, estiraron lo que se había encogido y encogieron lo que se había estirado, zurcieron lo desgarrado y le construyeron, disimulándolo con pedazos de carne arrancados a su glúteo, un genital artificial. Andaba siempre tieso, pero era pura pinta, una armazón de piel sobre una prótesis de plástico. «Mucha presencia y pocas nueces, o, para ser matemático, ninguna nuez», se encarnizó don Rigoberto. Le servía sólo para orinar, mas ni siquiera a voluntad, sino cada vez que tomaba algún líquido, y como el pobre Manuel no tenía la menor potestad para que ese constante escurrir de sus líquidos no empapara sus fundillos, llevaba colgada, a modo de sombrerito o estrambote, una bolsita de plástico que recogía sus aguas. Salvo esta inconveniencia, el eunuco llevaba una vida muy normal y —cada loco con su tema— todavía enfeudada con las motocicletas.
—¿Vas a ir a visitarlo otra vez? —preguntó don Rigoberto, algo amoscado.
—Me ha invitado a tomar el té y, ya sabes, es un buen amigo al que le tengo mucha pena —le explicó doña Lucrecia—. Si te molesta, no voy.
—Anda, anda —se disculpó él—. ¿Después me cuentas?
Se habían conocido de chicos. Formaban parte del mismo barrio y fueron enamorados cuando estaban en el colegio y ser enamorados consistía en pasearse de la mano los domingos después de misa de once en el Parque Central de Miraflores, y en el Parquecito Salazar luego de una matiné sincopada de besos y algún manoseo tímido y gentil en la platea. Y, habían sido novios, cuando Manuel cometía sus hazañas rodantes, salía retratado en las páginas deportivas y las chicas bonitas se morían por él. Su mariposeo sentimental hartó a Lucrecia, que rompió el noviazgo. Dejaron de verse hasta el accidente. Ella fue a visitarlo al hospital, llevándole una caja de Cadbury. Reanudaron una relación, ahora sólo amistosa —así lo había creído don Rigoberto, hasta descubrir la líquida verdad— que continuó luego del matrimonio de doña Lucrecia.
Don Rigoberto lo había divisado alguna vez, detrás de los cristales de su floreciente negocio de compra y venta de motos importadas de Estados Unidos y Japón (a las jeroglíficas marcas niponas había adosado las estadounidenses Harley Davidson y Triumph y la germana B.M.W.), a orillas del zanjón, casi llegando a Javier Prado. No volvió a participar en campeonatos como corredor, pero, con obvio sadomasoquismo, siguió vinculado a ese deporte como promotor y patrocinador de esas masacres y carnicerías vicarias. Don Rigoberto lo veía aparecer en los noticieros de televisión bajando una ridicula bandera a cuadritos, con aire de estar dando el arranque a la primera guerra mundial; en las líneas de partida o de llegada de las carreras o entregando una copa bañada en falsa plata al vencedor. Ese desplazamiento de participante a auspiciador de eventos, aplacaba —según Lucrecia— la viciosa atracción del castrado por las aparatosas motocicletas.
¿Y lo otro? ¿La otra ausencia? ¿La aplacaba algo, alguien? En las periódicas tardes en que solían conversar, tomando té con pastelitos, Manuel mantenía una notable discreción sobre el asunto, que Lucrecia, por supuesto, no cometía la imprudencia de mencionar. Sus conversaciones eran chismográficas, reminiscentes de una niñez miraflorina y juventud sanisidrina, de los antiguos compañeros de barrio que se casaban, descasaban, recasaban, enfermaban, engendraban y a veces morían, salpicadas de comentarios de actualidad sobre la última película, el último disco, el baile de moda, el matrimonio o la quiebra catastrófica, la estafa recién descubierta o el último escándalo de drogas, cuernos o sida. Hasta que un día —las manos de don Rigoberto pasaban rápido las hojas del cuaderno en pos de una anotación que correspondiera a la secuencia de imágenes ya claramente en movimiento en su mente febril— doña Lucrecia había descubierto su secreto. ¿Lo había descubierto, de verdad? ¿O Manuel se arregló para que ella lo creyera, cuando, en verdad, no hacía más que meter el pie en la trampa que le tenía preparada? El hecho es que un día, tomando el té en su casa de La Planicie, rodeados de eucaliptos y laureles, Manuel hizo pasar a Lucrecia a su recámara. ¿El pretexto? Mostrarle una fotografía de un partido de vóley en el Colegio San Antonio de hacía muchos años. Allí se había llevado ella la mayúscula sorpresa. ¡Un estante entero de libros dedicados al escalofriante tema de la castración y los eunucos! ¡Una biblioteca especializada! En todas las lenguas, y, sobre todo, aquellas que no entendía Manuel, que sólo dominaba el español en su variante peruana, y, más precisamente, miraflorino–sanisidrina. ¡Y una colección de discos y C.D. con aproximaciones o simulaciones de la voz de los castrati !
—Se ha vuelto un especialista en el tema —le contó a don Rigoberto, excitadísima con el descubrimiento.
—Por razones obvias —dedujo él.
¿Había sido aquello parte de la estrategia de Manuel? La cabezota de don Rigoberto asintió, en el pequeño círculo de la lamparilla. Naturalmente. Para crear una intimidad escabrosa, una complicidad en lo prohibido que le permitiera, luego, implorar el temerario favor. Le había confesado —¿simulando cortedad, con vacilaciones de tímido?, así mismo— que, desde la brutal cirugía, el tema lo había ido obsesionando, hasta tornarse la preocupación central de su existencia. Se había convertido en un gran conocedor, capaz de perorar horas sobre aquello, abordándolo en sus aspectos históricos, religiosos, físicos, clínicos, psicoanalíticos. (¿Habría oído hablar el ex–motociclista del vienés del diván? Antes, no; después, sí, y hasta había leído algo de él, aunque sin entender una palabra.) En conversaciones que los hundían a ambos cada vez más en una entrañable sociedad en el curso de esas, en apariencia, inocentes reuniones a la hora del té, Manuel explicó a Lucrecia la diferencia entre el eunuco, variante principalmente sarracena practicada desde el medioevo con los guardianes en los serrallos, a quienes la ablación inmisericorde de falo y testículos volvía castos, del castrado, versión occidental, católica, apostólica y romana, que consistía en privar sólo de los mellizos —dejando en su sitio lo demás— a la víctima de la operación, a quien no se quería privar de la cópula, sino, simplemente, impedir la transformación de la voz del niño que, al llegar a la adolescencia, baja una octava. Manuel contó a Lucrecia la anécdota, que ambos habían festejado, del castrati Cortona, quien escribió al Pontífice Inocencio XI pidiéndole permiso para casarse. Alegaba que la castración lo había dejado indemne para el refocilo. Su Santidad, que no tenía nada de inocente, de puño y letra escribió al margen de la solicitud: «Que le castren mejor». («Esos eran Papas», se alegró don Rigoberto.)
Él, él, Manuel, as de las motos, en sus invitaciones a tomar el té y posando de hombre moderno que criticaba a la Iglesia, había explicado a Lucrecia que la castración sin ánimo belicoso, con objetivos artísticos, empezó a practicarse en Italia desde el siglo XVII, por la prohibición eclesial a que hubiera voces femeninas en las ceremonias religiosas. Esta censura creó la necesidad del híbrido, el varón de voz feminizada («voz caprina» o «falsete» «entre vibrante y tremolante», explicaba en el cuaderno el experto Carlos Gómez Amat) algo posible de fabricar, mediante una cirugía que Manuel describió y documentó, entre tazas de té y alfajores. Había la manera primitiva, sumergir a los niños de buena voz en agua helada para controlar la hemorragia y chancárselos con piedras de amasar («¡Ay, ay!» gritó don Rigoberto, olvidado de las ratas y la mar de divertido) y la sofisticada. A saber: el cirujano–barbero, anestesiando al niño con láudano, con su navaja recién afilada le abría la ingle y tiraba de allí las tiernas preseas. ¿Qué efectos producía la operación a los niños cantores que sobrevivían? La obesidad, el ensanchamiento torácico y una voz aguda potente, así como un sostenido inusual; algunos castrati, como Farinelli, emitían arias sin respiro por más de un minuto. En la sosegada oscuridad del estudio, rumor marino al fondo, don Rigoberto estuvo oyendo, más entretenido y curioso que gozoso, la vibración de aquellas cuerdas vocales que, en un agudo delgadísimo, se prolongaba indefinida, como una larga herida en la noche barranquina. Ahora sí, olió a Lucrecia.
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