Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto

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—Por qué te has puesto triste —la consoló Fonchito—. ¿Hice algo malo?

—De pronto, me acordé de algo y como soy una sentimental… Ya se me pasó.

—Cuando vi que te ponías así ¡me vino un susto!

El niño volvió a besarla en la oreja, con los mismos besitos diminutos, y a rematar los cariños humedeciéndole otra vez el pabellón de la oreja con la punta de la lengua. Doña Lucrecia se sentía tan deprimida que ni siquiera tuvo ánimos para apartarlo. Al poco rato, oyó que le decía, con un tono distinto:

—¿Tú también, madrastra?

—¿Qué cosa?

—Me estás tocando el potito, pues, igual que los amigotes de mi papá y los curas del colegio. ¡Qué les ha dado a todos con mi pompis, caramba!

CARTA AL ROTARIO

Ya sé que te ofendiste, amigo, por mi negativa a incorporarme al Rotary Club, institución de la que eres dirigente y promotor. Y, sospecho que quedaste receloso, nada convencido de que mi reticencia a ser rotario de ninguna manera significa que vaya a enrolarme en el Club de Leones o el recién aparecido Kiwanis del Perú, asociaciones con las que la tuya compite implacablemente para llevarse las palmas de la beneficencia pública, el espíritu cívico, la solidaridad humana, la asistencia social y cosas por el estilo. Tranquilízate: no pertenezco ni perteneceré a ninguno de esos clubs o asociaciones ni a nada que pudiera parecérseles (los Boy Scouts, los Ex–alumnos Jesuítas, la masonería, el Opus Dei, etcétera). Mi hostilidad al género asociativo es tan radical que hasta he desistido de ser miembro del Touring Automóvil Club, y no se diga de esos llamados clubs sociales que miden la categoría étnica y el patrimonio económico de los limeños. Desde mis años ya lejanos de militancia en la Acción Católica y a causa de ella —pues fue ésa la experiencia que me abrió los ojos sobre la ilusión de toda utopía social y me catapultó a la defensa del hedonismo y el individúo—, he contraído una repugnancia moral, psicológica e ideológica, contra toda forma de servidumbre gregaria, al punto que —no es broma— incluso la cola del cine me hace sentirme atropellado y disminuido de mi libertad (a veces, no tengo más remedio que acolarme, claro), retrocedido a la condición de hombre–masa. La única concesión que recuerdo haber hecho se debió a una amenaza de sobrepeso (soy un convencido, como Cyril Connolly, de que «la obesidad es una enfermedad mental») que me llevó a inscribirme en un gimnasio, donde un tarzán sin sesos nos hacía sudar a quince idiotas una hora diaria, al compás de sus rugidos, ejercitando unas simiescas contracciones que él llamaba aerobics. El suplicio gimnástico confirmó todos mis prejuicios contra el hombre–rebaño.

Permíteme, a propósito, que te transcriba una de las citas que atestan mis cuadernos, pues sintetiza maravillosamente lo que pienso. Su autor es un asturiano trotamundos acantonado en Guatemala, Francisco Pérez de Antón: «Un rebaño, como se sabe, está compuesto de gente despalabrada y esfínter más o menos débil. Es un hecho comprobado, además, que, en tiempos de confusión, el rebaño prefiere la servidumbre al desorden. De ahí que quienes actúan como cabras no tengan líderes sino cabrones. Y algo se nos debe de haber contagiado de esta especie cuando en el humano rebaño es tan común ese dirigente capaz de conducir a las masas hasta el borde del arrecife y, una vez allí, hacerlas saltar al agua. Eso si no se le ocurre asolar una civilización, que es algo también bastante frecuente». Dirás que es paranoico divisar tras unos benignos varones que se reúnen a almorzar una vez por semana y discuten en qué nuevo distrito levantar esas estelas de piedra caliza con la placa de metal «El Rotary Club les da la bienvenida», cuya erección pagan a escote, una ominosa depreciación en la escala humana de individuo soberano a individuo–masa. Tal vez yo exagere. Pero, no puedo descuidarme. Como el mundo avanza tan de prisa hacia la desindividualización completa, la extinción de ese accidente histórico, el reinado del individuo libre y soberano, que una serie de azares y circunstancias hiciera posible (para un número reducido de personas, desde luego, y en un número aún más reducido de países), estoy movilizado en zafarrancho de combate, con mis cinco sentidos y las veinticuatro horas del día, para demorar lo más que pueda, en lo que a mí concierne, esa derrota existencial. La batalla es a muerte y totalizadora; todo y todos participan en ella. Esas asociaciones de engordados profesionales, ejecutivos y burócratas de alto rango que, una vez por semana, comparecen a comer un menú regimentado (¿compuesto por una papa rellena, un bistecito con arroz y unos panqueques con manjarblanco, todo ello rociado con vinito tinto Tacama Reserva especial?) es una batalla ganada a favor de la robotización definitiva y el oscurantismo, un avance de lo planificado, lo organizado, lo obligatorio, lo rutinario, lo colectivo, y un encogimiento aún mayor de lo espontáneo, lo inspirado, lo creativo y lo original, que sólo son concebibles en la esfera del individuo.

¿Por lo que llevas leído recelas que, bajo mi incolora apariencia de burgués cincuentón, se embosca un hirsuto antisocial medio anarquista? ¡Bingo! Acertaste, hermanón. (Hago una broma y no resulta: la palabreja hermanón me sugiere ya la inevitable palmada en el hombro que la acompaña y la asquerosa visión de dos varones embarrigados por la cerveza y la inmoderada ingestión de picantes, colectivizándose, formando una sociedad, renunciando a sus fantasmas endovenosos y a su yo.) Es verdad: soy un antisocial en la medida de mis fuerzas, que por desgracia son flaquísimas, y resisto la gregarización en todo aquello que no pone en peligro mi supervivencia ni mis excelentes niveles de vida. Tal como lo lees. Ser individualista es ser egoísta (Ayn Rand, The Virtue of Selfishness), pero no imbécil. Por lo demás, la imbecilidad me parece respetable si es genética, heredada, no si es elegida, una deliberada toma de posición. Temo que ser rotario, igual que león, kiwani, masón, boyscout, opus, sea (perdóname) una acobardada apuesta a favor de la estupidez.

Mejor te explico este insulto, así lo atenúo y la próxima vez que los negocios de nuestras aseguradoras nos junten, no me partas la cabeza de un puñetazo (o de un patadón en la espinilla, agresión más apropiada para gentes de nuestra edad). No sé de qué manera más justa definir la institucionalización de las virtudes y los buenos sentimientos que representan esas asociaciones, que como una abdicación de la responsabilidad personal y una barata manera de adquirir buena conciencia «social» (pongo la palabra entre comillas para subrayar el desagrado que me causa). En términos prácticos, lo que hacen tú y tus colegas no contribuye a mi juicio a reducir el mal (o, si prefieres, a aumentar el bien) en ningún sentido apreciable. Los principales beneficiarios de esa generosidad colectivizada son ustedes mismos, empezando por sus estómagos, deglutidores de esos menús semanales, y sus puercas mentes, que, en esas veladas de confraternización (¡horroroso concepto!) regurgitan de placer intercambiando chismes, chistes colorados y rajando sin piedad del ausente. No estoy contra esos entretenimientos ni, en principio, contra nada que produzca placer; estoy contra la hipocresía de no reivindicar este derecho a cara descubierta, de buscar el placer disimulado bajo la coartada profiláctica de la acción cívica. ¿No me dijiste, poniendo ojos de sátiro y dándome un tincanazo pornográfico, que otra ventaja de ser rotario era que la institución proveía un pretexto semanal de primer orden para estar lejos de casa sin alarmar a la mujer? Aquí, añado otra objeción. ¿Es por reglamento o simplemente costumbre que no hay mujeres en sus filas? En los almuerzos que me has infligido, nunca vi una falda. Estoy seguro que no todos ustedes son maricones, única razón tibiamente aceptable para justificar el pantalonismo rotario (león, kiwani, boyscout, etcétera). Esta es mi tesis: ser rotario es un pretexto para pasar unos buenos ratos masculinos, a salvo de la vigilancia, servidumbre o formalidad que, según ustedes, impone la cohabitación con la mujer. Esto me parece tan anticivilizado como la paranoia de las recalcitrantes feministas que han declarado la guerra de los sexos. Mi filosofía es que en los casos inevitables de resignación al gregarismo —escuelas, trabajos, diversiones—, la mezcla de géneros (y de razas, lenguas, costumbres y creencias) es una manera de amortiguar la cretinización que conlleva el pandillismo y de introducir un elemento picante, de malicia (malos pensamientos, de los que soy resuelto practicante) en las relaciones humanas, algo que, desde mi punto de vista, las eleva estética y moralmente. No te digo que ambas cosas son, para mí, una sola, porque no lo entenderías.

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