Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto
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- Название:Los cuadernos De don Rigoberto
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—Vaya, no te excita nada —oyó que sentenciaba, sin apagar la voz.
Don Rigoberto percibió un movimiento de sorpresa, allá en la cama. La habían oído, por supuesto; ya no podrían continuar fingiendo que no se sabían espiados. Quedaron inmóviles; el perfil de doña Lucrecia se volvió hacia el muro calado que los resguardaba, pero Narciso volvió a besarla y envolverla en la lucha amorosa.
—Perdóname, Ilse —susurró—. Te estoy defraudando, qué pena. Es que, yo, yo, cómo decírtelo, soy monógamo. Sólo puedo hacer el amor con mi mujer.
—Claro que lo eres —se rió Ilse, con afecto, y tan fuerte que, ahora sí, allá, en la luz, la cara despeinada de doña Lucrecia escapó al abrazo de su hermano corso y don Rigoberto vio sus grandes ojos muy abiertos, mirando asustados hacia donde se encontraban él y Ilse—. Igual que tu hermanito corso, pues. A Narciso sólo le gusta hacer el amor conmigo. Pero, necesita bocaditos, aperitivos, prolegómenos. No es tan sencillo como tú.
Se volvió a reír y don Rigoberto sintió que se apartaba de él haciéndole en los ralos cabellos uno de esos cariños que hacen las maestras a los niños que se portan bien. No daba crédito a sus ojos: ¿en qué momento se había desnudado Ilse? Ahí estaban sus ropas sobre el sofá, y, ahí, ella, gimnástica, desnuda de pies a cabeza, hendiendo la penumbra hacia la cama como sus remotas ancestras, las walkirias, hendían los bosques, con cascos bicornes, a la caza del oso, el tigre y el hombre. En ese preciso instante, Narciso se apartó de Lucrecia, se corrió hacia el centro para dejar un espacio —su cara denotaba contento indescriptible— y abría los brazos para recibirla con un rugido bestial de aprobación. Y, ahí estaba, ahora, la desairada, la retráctil Lucrecia, retirándose hacia el otro extremo de la cama, con plena conciencia de que, a partir de ahora, allí sobraba, y mirando a derecha e izquierda, en busca de alguien que le explicara qué debía hacer. Don Rigoberto se sintió apiadado. Sin pronunciar palabra, la llamó. La vio levantarse de la cama en puntas de pie, para no perturbar a los alegres esposos; buscar en el suelo sus ropas; cubrirse a medias y avanzar hacia donde él la esperaba con los brazos abiertos. Se apelotonó contra su pecho, palpitante.
—¿Tú entiendes algo, Rigoberto? —la oyó decir.
—Sólo que te amo —le contestó, abrigándola—. Nunca te he visto tan bella. Ven, ven.
—Vaya hermanitos corsos —oyó reírse a la walkiria, allá lejos, con un fondo de bufidos salvajes de jabalí y trompetas wagnerianas.
ARPIA LEONADA Y ALADA
¿Dónde estás? En el Salón de los Grutescos, del Museo de Arte Barroco Austríaco, en el Bajo Belvedere de Viena.
¿Qué haces ahí? Estudias cuidadosamente una de las criaturas hembras de Jonas Drentwett que dan fantasía y gloria a sus paredes.
¿Cuál de ellas? La que alarga el altísimo cuello a fin de sacar mejor el pecho y mostrar la bellísima, pungente teta de rojizo botón que todos los seres animados vendrían a libar si tú no lo tuvieras reservado.
¿Para quién? Para tu enamorado a la distancia, el reconstructor de tu identidad, el pintor que te deshace y te rehace a su capricho, tu desvelado soñador.
¿Qué debes hacer? Aprender a esa criatura de memoria y emularla en la discreción de tu dormitorio, en espera de la noche en que vendré. No te desaliente saber que no tienes cola, ni garras de ave de rapiña, ni costumbre de andar a cuatro patas. Si de veras me amas, tendrás cola, garras, a cuatro patas andarás y, poco a poco, merced a la constancia y tesón que exigen las hazañas del amor, dejarás de ser Lucrecia la del Olivar y serás la Mitológica, Lucrecia la Arpía Leonada y Alada, Lucrecia la venida a mi corazón y mi deseo desde las leyendas y mitos de Grecia (con una escala en los frescos romanos de donde Jonas Drentwett te copió).
¿Estás ya como ella? ¿Retraída la grupa, el pecho altivo, la cabeza enhiesta? ¿Sientes ya que asoma la felina cola y que te crecen alas lanceoladas color de arrebol? Lo que aún te falta, la diadema para la frente, el collar de topacio, el ceñidor de oro y piedras preciosas donde descansará tu tierno busto, te los llevará en prenda de adoración y reverencia, quien te ama sobre todas las cosas reales o inexistentes
El caprichoso de las arpías.
V. FONCHITO Y LAS NIÑAS
La señora Lucrecia se secó los ojos risueños una vez más, ganando tiempo. No se atrevía a preguntar a Fonchito si era cierto lo que le contó Teté Barriga. Dos veces había estado por hacerlo y las dos se acobardó.
—¿De qué te ríes así, madrastra? —quiso saber el niño, intrigado. Porque, desde que llegó a la casita del Olivar de San Isidro la señora Lucrecia no hacía más que lanzar esas intempestivas carcajadas, comiéndoselo con los ojos.
—De algo que una amiga me contó —se ruborizó doña Lucrecia—. Me muero de vergüenza de preguntarte. Pero, también, de ganas de saber si es cierto.
—Algún chisme de mi papá, seguro.
—Te lo voy a decir, aunque sea bastante vulgar —se decidió la señora Lucrecia—. Mi curiosidad es más fuerte que mi buena educación.
Según Teté, cuyo marido estaba allí y se lo había referido entre regocijado y furioso, era una reunión de esas que cada dos o tres meses tenía lugar en el estudio de don Rigoberto. Hombres solos, cinco o seis amigos de juventud, compañeros de colegio, universidad o barrio, mantenían esos encuentros por simple rutina, ya sin entusiasmo, pero no se atrevían a romper el rito, acaso por la supersticiosa sospecha de que, si alguien faltaba a la cita, la mala suerte caería sobre el desertor o todo el grupo. Y seguían viéndose, aunque, sin duda, a ellos tampoco, igual que a Rigoberto, les hiciera gracia ya esa reunión bimestral o trimestral, en que tomaban cognac, comían empanaditas de queso y pasaban revista a los muertos y a la actualidad política. Doña Lucrecia recordaba que, luego, a don Rigoberto le dolía la cabeza del aburrimiento y debía tomar unas gotitas de valeriana. Había sucedido en la última reunión, la semana anterior. Los amigos —cincuentones o sesentones, en los umbrales de la jubilación alguno de ellos— vieron llegar a Fonchito, los claros cabellos alborotados. Sus grandes ojos azules se sorprendieron de encontrarlos allí. El desorden con que llevaba el uniforme de colegio añadía un toque de libertad a su bella personita. Los caballeros le sonrieron, buenas tardes Fonchito, qué grande estás, cuánto has crecido.
—¿No saludas? —lo había amonestado don Rigoberto, carraspeando.
—Sí, claro —respondió la cristalina voz de su entenado—. Pero, papi, por favor, que tus amigos, si me hacen cariños, no me los hagan en el potito.
La señora Lucrecia estalló en la quinta carcajada de la tarde.
—¿Les dijiste esa barbaridad, Fonchito?
—Es que, con el cuento de hacerme cariños, siempre me lo están tocando —encogió el niño los hombros, sin dar mayor importancia al asunto—. No me gusta que me toquen ahí ni jugando, después me pica. Y, cuando me viene cualquier picazón, me rasco hasta sacarme ronchas.
—Entonces, era cierto, se lo dijiste —La señora Lucrecia pasaba de la risa al asombro y de nuevo a la risa—. Por supuesto, la Teté no podía inventarse una cosa así. ¿Y Rigoberto? ¿Cómo reaccionó?
—Me fulminó con los ojos y me mandó a hacer las tareas a mi cuarto —dijo Fonchito—. Después, cuando se fueron, me riñó a su gusto. Y me ha quitado la propina del domingo.
—Esos viejos manos largas —exclamó la señora Lucrecia, súbitamente indignada—. Qué desvergüenza. Si yo los hubiera visto alguna vez, de patitas a la calle. ¿Y tu papá se quedó tan fresco al enterarse? Pero, antes, júramelo. ¿Era verdad? ¿Te tocaban el pompis? ¿No es una de esas cosas torcidas que se te ocurren?
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