Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto

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Los cuadernos De don Rigoberto: краткое содержание, описание и аннотация

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En ese momento, Narciso lo apartó de las damas, tomándolo del brazo, con el pretexto de mostrarle la última pieza de su colección de bastones (¿qué otra cosa hubiera podido coleccionar, además de fieras embalsamadas, esa bestia priápica, ese ambulante falo, que bastones?). El pisco sauer, el vino y el cognac habían hecho su efecto. En vez de caminar, don Rigoberto navegó hasta el escritorio de Narciso, en cuyos estantes, por supuesto, montaban guardia, intonsos, los encuerados volúmenes de la Británica, las Tradiciones Peruanas de Ricardo Palma y la Historia de la Civilización de los esposos Durant, además de una novela de bolsillo de Stephen King. Sin más, bajando la voz, le preguntó al oído si recordaba esas lejanas picardías con las muchachas, en la platea del cine Leuro. ¿Cuáles? Pero, antes de que su hermano respondiera, cayó en cuenta. ¡Las cambiaditas! El abogado de la compañía las llamaría: suplantación de identidad. Aprovechando el parecido y aumentándolo con idénticos trajes y peinados, se hacían pasar el uno por el otro. Así, besaban y acariciaban —«tirar plancito», se llamaba eso en el barrio— a la enamorada ajena, mientras duraba la película.

—Qué tiempos, hermano —sonrió don Rigoberto, entregado a la nostalgia.

—Tú creías que no se daban cuenta y que nos confundían —recordó Narciso—. Nunca te convencí de que se hacían, porque les divertía el jueguecito.

—No, no se daban cuenta —afirmó Rigoberto—. Nunca se hubieran dejado. La moral de los tiempos no lo permitía. ¿Lucerito y Chinchilla? Tan formalitas, tan de misa y comunión. ¡Jamás! Nos hubieran acusado a sus padres.

—Tienes un concepto demasiado angelical de las mujeres —lo amonestó Narciso.

—Eso crees. Lo que pasa es que yo soy discreto, no como tú. Pero, cada minuto que no dedico a las obligaciones que me dan de comer, lo invierto en el placer.

(El cuaderno, en ese momento le regaló una cita propicia, de Borges: «El deber de todas las cosas es ser una felicidad; si no son una felicidad son inútiles o perjudiciales». A don Rigoberto se le ocurrió una apostilla machista: «¿Y si en vez de cosas pusiéramos mujeres, qué?».)

—Vida hay una sola, hermano. No tendrás una segunda oportunidad.

—Después de esas matinées, corríamos al jirón Huatica, a la cuadra de las francesas —soñó don Rigoberto—. Tiempos sin sida, de inofensivas ladillas y alguna que otra simpática purgación.

—No se han ido. Están aquí —afirmó Narciso—. No nos hemos muerto ni vamos a morir. Es una decisión irrevocable.

Sus ojos llameaban y tenía la voz pastosa. Don Rigoberto comprendió que nada de lo que oía era improvisado; que, detrás de esas astutas evocaciones, había una conspiración.

—¿Me quieres decir qué te traes entre manos? —preguntó, curioso.

—Lo sabes de sobra, hermanito corso —acercó el lobo feroz su boca a la oreja aleteante de don Rigoberto. Y, sin más trámite, formuló su propuesta—: La cambiadita. Una vez más. Hoy mismo, ahora mismo, aquí mismo. ¿No te gusta Ilse? A mí, Lucre, muchísimo. Como con Lucerito y Chinchilla. ¿Acaso podría haber celos, entre tú y yo? ¡A rejuvenecer, hermano!

En su soledad dominical, el corazón de don Rigoberto se aceleró. ¿De sorpresa, de emoción, de curiosidad, de excitación? Y, como aquella noche, sintió la urgencia de matar a Narciso.

—Ya estamos viejos y somos muy distintos para que nuestras mujeres nos confundan —articuló, borracho de confusión.

—No es necesario que nos confundan —repuso Narciso, muy seguro de sí mismo—. Son mujeres modernas, no necesitan coartadas. Yo me ocupo de todo, cachafaz.

«Jamás de los jamases jugaré a las cambiaditas a mi edad», pensó don Rigoberto, sin abrir la boca. La asomante borrachera de hacía un momento se había disipado. ¡Caracoles! Narciso sí que era de armas tomar. Ya lo asía del brazo y lo regresaba de prisa al salón de las fieras disecadas, donde, en cordialísima chismografía, Ilse y Lucrecia despedazaban a una amiga común a la que un reciente lifting había dejado con los ojos abiertos hasta la eternidad (o, por lo menos, la fosa o incineración). Y ya estaba anunciando que había llegado el momento de abrir un Dom Perignon reserva especial que guardaba para ocasiones extraordinarias.

Minutos después oían el cañonazo espumante y los cuatro estaban brindando con esa pálida ambrosía. Las burbujas que bajaban por su esófago precipitaron en el espíritu de don Rigoberto una asociación con el tópico que había monopolizado su hermano corso toda la noche: ¿adobó Narciso el alegre champaña que bebían con uno de esos innumerables afrodisíacos de los que se decía contrabandista y experto? Porque, las risas y disfuerzos de Lucrecia e Ilse aumentaban, propiciando audacias, y, él mismo, que hacía cinco minutos se sentía paralizado, confuso, asustado y enojado con la propuesta —sin embargo, no se había atrevido a rechazarla— ahora la tomaba con menos indignación, como una de esas irresistibles tentaciones que, en su juventud católica, lo incitaban a cometer los pecadillos, que, luego, describía contrito en la penumbra del confesionario. Entre nubéculas de humo —¿era su hermano corso el que fumaba?— vio, cruzadas, entre los fieros colmillos de un león amazónico y resaltando sobre la alfombra atigrada de la sala–zoológico–funeraria, las largas, blancas y depiladas piernas de su cuñada. La excitación se manifestó con una discreta comezón en la boca del vientre. Le veía también las rodillas, redondas y satinadas, ésas que la galantería francesa llamaba polies, anunciando unas profundidades macizas, sin duda húmedas, bajo esa falda plisada color cucaracha. El deseo lo recorrió de arriba abajo. Asombrado de sí mismo, pensó: «¿Después de todo, por qué no?». Narciso había sacado a bailar a Lucrecia y, enlazados, comenzaban a mecerse, despacio, junto a la pared artillada con cornamentas de ciervos y testas de osos. Los celos acudieron a aderezar con un agridulce sabor (no a reemplazar ni a destruir) sus malos pensamientos. Sin vacilar, se inclinó, cogió la copa que Ilse tenía en su mano, se la retiró y la atrajo: «¿Bailamos, cuñadita?». Su hermano había puesto una sucesión de apretados boleros, por supuesto.

Sintió una punzada en el corazón cuando, por entre los cabellos de la walkiria, notó que su hermano corso y Lucrecia bailaban mejilla contra mejilla. Él ceñía su cintura y ella su cuello. ¿De cuándo acá esas confianzas? En diez años de matrimonio, no recordaba nada parecido. Sí, el maleficiero de Narciso tenía que haber amañado las bebidas. Mientras se perdía en conjeturas, su brazo derecho había ido acercando al suyo el cuerpo de su cuñada. Está, no se resistía. Cuando sintió el roce de sus muslos en los suyos y que los vientres se tocaban, don Rigoberto se dijo, no sin inquietud, que nada ni nadie podría ya evitar la erección que se venía. Y se vino, en efecto, en el momento mismo en que sintió en la suya la mejilla de Ilse. El fin de la música le hizo el efecto de la campana en un despiadado match de box. «Gracias, bellísima Brunegilda», besó la mano de su cuñada. Y, tropezando en cabezas carniceras rellenas de estuco o papier maché, avanzó hacia donde estaban desenlazándose —¿con disgusto? ¿con desgano?— Lucrecia y Narciso. Tomó en sus brazos a su mujer, murmurando, ácido, «¿Me concedes este baile, esposa?». La llevó hacia el rincón más oscuro de la sala. Vio por el rabillo del ojo que Narciso e Ilse se enlazaban también y que, en un movimiento concertado, comenzaban a besarse.

Apretando mucho el cuerpo sospechosamente lánguido de su mujer, la erección renació; se aplastaba ahora sin remilgos contra esa forma conocida. Labios contra labios, le susurró:

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