Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto
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- Название:Los cuadernos De don Rigoberto
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—¿Sabes qué me propuso Narciso?
—Me lo puedo figurar —repuso Lucrecia, con una naturalidad que, a don Rigoberto, lo descolocó tanto como oírla usar un verbo que jamás habían proferido él ni ella en la intimidad conyugal—. ¿Que te tires a Ilse, mientras él me tira a mí?
Tuvo ganas de hacerle daño; pero, en vez de eso, la besó, asaltado por una de esas apasionadas efusiones a las que solía rendirse. Traspasado, sintiendo que podía ponerse a llorar, le susurró que la amaba, que la deseaba, que nunca podría agradecerle la felicidad que le debía. «Sí, sí, te amo», dijo en alta voz. «Con todos mis sueños, Lucrecia.» La grisura del domingo barranquino se aligeró, la soledad de su estudio se amortiguó. Don Rigoberto advirtió que una lágrima se había desprendido de sus mejillas y maculado una cita oportunísima del valeryano (valeriana y Valéry, qué matrimonio feliz) Monsieur Teste, que definía su propia relación con el amor: Tout ce qui m'était facile m'était indifférent et presque ennemi.
Antes de que la tristeza se apoderara de él y el cálido sentimiento de hace un momento naufragara del todo en la corrosiva melancolía, hizo un esfuerzo y, entrecerrando los ojos, forzando su atención, volvió a aquella sala de las fieras, a aquella noche adensada por el humo —¿fumaba Narciso, Ilse?—, las peligrosas mezclas, el champagne, el cognac, el whisky, la música y el relajado clima que los envolvía, ya no divididos en dos parejas estables, precisas, como al principio de la noche, antes de ir a cenar al restaurante de la Costa Verde, sino entreveradas, parejas precarias que se deshacían y rehacían con una ligereza que correspondía a esa atmósfera amorfa, cambiante como figura de calidoscopio. ¿Habían apagado la luz? Hacía rato. Narciso, quién si no. La salita de las fieras muertas estaba tenuemente iluminada por la luz de la piscina, que dejaba divisar sólo sombras, siluetas, contornos sin identidad. Su hermano corso preparaba bien las emboscadas. Cuerpo y espíritu de don Rigoberto habían terminado por disociarse; mientras éste divagaba, tratando de averiguar si llegaría hasta las últimas consecuencias en el juego propuesto por Narciso, su cuerpo jugaba ya, con desparpajo, emancipado de escrúpulos. ¿A quién acariciaba en este momento, mientras, simulando bailar, permanecía meciéndose en el sitio, con la vaga sensación de que la música callaba y se renovaba cada cierto tiempo? ¿Lucrecia o IIse? No quería saberlo. Qué sensación placentera, esa forma femenina soldada a él, cuyos pechos sentía deliciosamente a través de la camisa y ese cuello terso que sus labios mordisqueaban despacito, avanzando hacia una oreja cuya cavidad el ápice de su lengua exploró con avidez. No, ese cartílago o huesecillo no era de Lucrecia. Alzó la cabeza y trató de perforar la semitiniebla del rincón donde recordaba haber visto hacía un momento a Narciso bailando.
—Hace rato que han subido —La voz de Ilse resonó en su oído imprecisa y aburrida. Hasta pudo detectar un dejo burlón.
—¿Dónde? —preguntó, estúpidamente, avergonzándose en el acto de su estupidez.
—¿Adonde crees? —repuso Ilse, con risita malvada y humor alemán—. ¿A ver la luna? ¿A hacer pipí? ¿Adonde se te ocurre, cuñadito?
—En Lima no se ve nunca la luna —balbuceó don Rigoberto, soltando a Ilse y apartándose de ella—. Y, el sol, apenas en los veranos. Por la maldita neblina.
—Hace mucho tiempo que Narciso le tiene ganas a la Lucre —lo devolvió Ilse al potro de los suplicios, sin darle respiro; hablaba como si el asunto no fuera con ella—. No me digas que no te has dado cuenta, porque no eres tan huevón.
La embriaguez se le disipó, y, también, la excitación. Se puso a transpirar. Mudo, alelado, se preguntaba cómo era posible que Lucrecia hubiera consentido con tanta facilidad a la maquinación de su hermano corso, cuando, otra vez, la insidiosa vocecita de Ilse lo sacudió:
—¿Te da un poquito de celos, Rigo?
—Bueno, sí —reconoció. Y, con más franqueza—: En realidad, muchos celos.
—A mí también me daban, al principio —dijo ella, como una banalidad más, a la hora del bridge—. Te acostumbras y es como si vieras llover.
—Bueno, bueno —dijo él, desconcertado—. ¿O sea, tú y Narciso juegan mucho a las cambiaditas?
—Cada tres meses —repuso Ilse, con precisión prusiana—. No es mucho. Narciso dice que estas aventuras, para que no pierdan su gracia, deben hacerse de cuando en cuando. Siempre con gente seleccionada. Que, si se trivializan, ya no hay diversión.
«Ya la habrá desnudado», pensó. «Ya la tendrá en sus brazos.» ¿Lo estaría besando y acariciando Lucrecia también, con la misma codicia que a ella su hermano corso? Temblaba como un poseso de San Vito cuando volvió a recibir, como descarga eléctrica, la pregunta de Ilse:
—¿Te gustaría verlos?
Para hablarle, le había acercado la cara. Los rubios y largos cabellos de su cuñada se le metían a la boca y a los ojos.
—¿En serio? —murmuró, atónito.
—¿Te gustaría? —insistió ella, rozándole la oreja con los labios.
—Sí, sí —asintió él. Tenía la sensación de estarse deshuesando y evaporando.
Ella lo atrapó de la mano derecha. «Despacito, calladito», lo instruía. Lo hizo flotar hacia la escalera de volutas de fierro que subía a los dormitorios. Estaba a oscuras y también el pasillo central, aunque a éste alcanzaba el resplandor de los reflectores del jardín. La moqueta absorbía sus pisadas; avanzaban en puntas de pie. Don Rigoberto sentía su corazón acelerado. ¿Qué le esperaba? ¿Qué iba a ver? Su cuñada se detuvo y le dio otra orden al oído, «Quítate los zapatos», a la vez que se inclinaba para descalzarse. Don Rigoberto obedeció. Se sintió ridículo, ladronesco, sin zapatos y en medias, en ese sombrío pasillo, llevado de la mano por Ilse como si fuera Fonchito. «No hagas ruido, arruinarías todo», dijo ella, quedo. El asintió, como un autómata. Ilse volvió a avanzar, abrió una puerta, lo hizo adelantarse. Estaban en el dormitorio, separados del lecho por una media pared de ladrillo, que, por sus intersticios en forma de rombo, dejaba ver la cama. Era anchísima y teatral. En la cónica luz que descendía de una bombilla empotrada en el cielorraso, vio a su hermano corso y Lucrecia, fundidos, moviéndose a compás. Hasta él llegó su suave, dialogante jadeo.
—Puedes sentarte —le indicó Ilse—. Aquí, en el sillón.
Él se dejó hacer. Retrocedió un paso, se dejó caer junto a su cuñada en lo que debía ser un largo sofá lleno de cojines, dispuesto de tal modo que la persona sentada allí no perdiera detalle del espectáculo. ¿Qué significaba esto? A don Rigoberto se le escapó una risita: «Mi hermano corso es más churrigueresco de lo que imaginé». Se le había resecado la boca.
Parecía que esa pareja hubiera hecho el amor toda la vida, por la diestra superposición y su encaje perfecto. Los cuerpos nunca se desajustaban; en cada nueva postura, la pierna, el codo, el hombro, la cadera, parecían ceñirse todavía mejor y, en todo momento, exprimir cada uno más recónditamente su placer del otro. Ahí estaban las bellas formas llenas, la ondulada cabellera color azabache de su amada, las levantadas nalgas que hacían pensar en un gallardo promontorio desafiando el asalto de un mar bravo. «No», se dijo. Más bien, en el espléndido trasero de la bellísima fotografía La Prière, de Man Ray (1930). Buscó en sus cuadernos y, en pocos minutos, contemplaba la imagen. Su corazón se encogió, recordando las veces que Lucrecia había posado así para él en la nocturna intimidad, sentada sobre los talones, las dos manos sosteniendo las medias esferas de sus nalgas. Tampoco desentonaba la comparación con la otra imagen de Man Ray que el cuaderno le ofreció, contigua a la anterior, pues la espalda musical de Kikí de Montparnasse (1925) era, ni más ni menos, la que en ese momento mostraba Lucrecia al ladearse y revolverse. Las inflexiones profundas de sus caderas lo tuvieron unos segundos suspenso, ido. Pero, los brazos velludos que cercaban ese cuerpo, las piernas que atenazaban esos muslos y los abrían no eran los suyos, ni tampoco esa cara —no llegaba a distinguir las facciones de Narciso— que, ahora, recorría la espalda de Lucrecia, escrutándola milímetro a milímetro, la entreabierta boca indecisa sobre dónde posarse, qué besar. Por la aturdida cabeza de don Rigoberto cruzó la imagen de la pareja de trapecistas del circo «Las águilas humanas» que volaban y se encontraban en el aire —hacían su número sin red— después de dar volatines a diez metros del suelo. Así de diestros, de perfectos, de adecuados el uno para el otro, eran Lucrecia y Narciso. Lo colmaba un sentimiento tripartito (admiración, envidia y celos) y las sentimentales lágrimas rodaban de nuevo por sus mejillas. Notó que la mano de Ilse exploraba profesionalmente su bragueta.
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