Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto
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—Pero, madrastra —la recriminó Fonchito—. Tú no serás como ese juez que condenó a Egon Schiele a romper su cuadro. Tú no puedes ser tan injusta ni prejuiciosa.
Su indignación parecía genuina. Le brillaban las pupilas, las finas aletas de su nariz vibraban y hasta las orejas se le habían afilado. Doña Lucrecia lamentó lo que acababa de decir.
—Bueno, tienes razón, con la pintura, con el arte, hay que tener manga ancha —Se frotó las manos, nerviosa—. Es que tú me sacas de mis casillas, Fonchito. Nunca sé si haces lo que haces y dices lo que dices de manera espontánea, o con segunda intención. Nunca sé si estoy con un niño o con un viejo vicioso y perverso, escondido detrás de una carita de Niño Jesús.
El niño la miraba desconcertado; la sorpresa parecía brotarle de lo más profundo. Pestañeaba, sin comprender. ¿Era ella la que, con su desconfianza, estaba escandalizando a esta criatura? Por supuesto que no. Sin embargo, al ver que a Fonchito los ojos se le aguaban, se sintió culpable.
—Ni siquiera sé lo que estoy diciendo —murmuró—. Olvídate, no he dicho nada. Ven, dame un beso, nos amistamos.
El niño se incorporó y le echó los brazos al cuello. Doña Lucrecia sintió, palpitando, la frágil estructura, los huesecillos, ese cuerpecito en la frontera de la adolescencia, esa edad en que los niños se confundían todavía con las niñas.
—No te enojes conmigo, madrastra —oyó que le decía, al oído—. Corrígeme si hago algo mal, dame consejos. Yo quiero ser como tú quieres que sea. Pero, no te enojes.
—Bueno, ya se me pasó —dijo ella—. Nos olvidarnos.
La tenía encarcelada por el cuello con sus bracitos y le hablaba tan lento y bajo que no entendió lo que decía. Pero registró con todos sus nervios la puntita de la lengua del niño cuando, como un delicado estilete, entró en la cavidad de su oreja y la ensalivó. Resistió el impulso de apartarlo. Un momento después, sintió que los labios delgaditos recorrían el lóbulo, con besos espaciados, menuditos. Ahora sí, lo apartó con suavidad — le corrían culebritas por todas partes— y se encontró con su cara traviesa.
—¿Te hice cosquillas? —Parecía jactándose de una proeza—. Te pusiste a temblar todita. ¿Te pasó electricidad, madrastra?
No supo qué decirle. Le sonrió, forzada.
—Me olvidaba de contarte —vino a sacarla de apuros Fonchito, retornando a su lugar acostumbrado, al pie del sofá—. Ya comencé a hacerle el trabajo, a mi papá.
—¿Qué trabajo?
—La amistada de ustedes, pues —explicó el niño, accionando—. ¿Sabes qué hice? Decirle que te había visto saliendo de la Virgen del Pilar, elegantísima, del brazo de un señor. Que parecían una parejita en su luna de miel.
—¿Y por qué le mentiste así?
—Para darle celos. Y, se los di. ¡Se puso nerviosísimo, madrastra!
Se rió con una risa que proclamaba una espléndida alegría de vivir. Su papi se había puesto pálido; se le saltaron los ojos, aunque, al principio, no comentó nada. Pero, estaba recomiéndolo la curiosidad y se moría de ganas de saber más. ¡Se lo notaba tan muñequeado! Para facilitarle la cosa, Fonchito abrió el fuego:
—¿Crees que mi madrastra piensa volver a casarse, papi?
A don Rigoberto se le avinagró la cara e hizo un extraño caballuno, antes de contestar: —No lo sé. Debiste preguntárselo tú —Y, luego de una vacilación, tratando de aparecer natural—. Quién sabe. ¿Te pareció que ese señor era más que un amigo?
—Bueno, no sé —habría dudado Fonchito, moviendo la cabeza como el cucú del reloj—. Estaban del brazo. El señor la miraba igual que en las películas. Y ella también le echaba unas miraditas muy coquetas.
—Yo a ti te mato, por bandido y mentiroso —La señora Lucrecia le lanzó uno de los cojines, que Fonchito recibió en la cabeza con grandes aspavientos—. Eres un farsante. No le dijiste nada, estás burlándote de mí a tu gusto.
—Por lo más santo, madrastra —se reía el niño, a carcajadas, besando sus dedos en cruz.
—Eres el peor cínico que he conocido —le disparó ella otro cojín, riéndose también—. Cómo serás de grande. Dios guarde a la pobre cándida que se enamore de ti.
El niño se puso serio, en uno de esos bruscos cambios de ánimo que desconcertaban a doña Lucrecia. Había cruzado los brazos sobre el pecho y, sentado como un Buda, la examinaba con cierto miedo.
—¿Lo decías en broma, no, madrastra? ¿O, de veras piensas que soy malo?
Ella estiró la mano y le acarició los cabellos.
—No, malo, no —dijo—. Eres impredecible. Un sabidillo con demasiada imaginación, eso sí.
—Quiero que ustedes se amisten —la interrumpió Fonchito, con ademán enérgico—. Por eso le inventé esa historia. Ya tengo un plan.
—Como yo soy la interesada, por lo menos deja que le dé mi aprobación.
—Es que… —Fonchito se retorció las manos—. Todavía me falta completarlo. Tienes que tenerme confianza, madrastra. Necesito saber algunas cosas de ustedes. Por ejemplo, cómo se conocieron tú y mi papá. Y, cómo fue que se casaron.
Una cascada de imágenes melancólicas actualizó en la memoria de doña Lucrecia el día aquel —once años ya— en que, en aquella tumultuosa y aburrida fiesta para celebrar las bodas de plata de unos tíos, le habían presentado a ese señor de carota lúgubre, grandes orejas y beligerante nariz, camino a la calvicie. Un cincuentón del que una amiga celestina, empeñada en casar a todo el mundo, la puso al tanto: «Viudo fresco, un hijo, gerente de Seguros La Perricholi, un poco estrafalario pero de familia decente y con plata». Al principio, sólo retuvo de Rigoberto el aspecto funeral, su actitud huraña, lo inapuesto que era. Pero, desde esa misma noche, algo la había atraído de ese hombre sin encantos físicos, algo que adivinó de complicado y misterioso en su vida. Y, doña Lucrecia, desde niña, había sentido fascinación por asomarse a los abismos desde lo alto del acantilado, por hacer equilibrio en la baranda de los puentes. Esa atracción se había confirmado cuando aceptó tomar té con él en La Tiendecita Blanca, asistir en su compañía a un concierto de la Filarmónica en el Colegio Santa Úrsula, y, sobre todo, cuando entró a su casa por primera vez. Rigoberto le mostró sus grabados, sus libros de arte y sus cuadernos donde estaban sus secretos, y le explicó cómo renovaba su colección, penalizando con las llamas a los libros e imágenes que reemplazaba. Se había impresionado oyéndolo, observando la corrección con que la trataba, su formalidad maniática. Para asombro de su familia y de sus amigas («¿Qué esperas para casarte, Lucre? ¿Un príncipe azul? ¡No puede ser que rechaces a todos tus aficionados!») cuando Rigoberto le propuso matrimonio («Sin haberme dado un beso») aceptó inmediatamente. Nunca se había arrepentido. Ni un solo día, ni un solo minuto. Había sido divertido, excitante, maravilloso, ir descubriendo el mundo de manías, rituales y fantasías de su esposo, compartirlo con él, ir construyendo a su lado esa vida reservada, a lo largo de diez años. Hasta la absurda, loca, estúpida historia con su hijastro a la que se dejó arrastrar. Y, con un mocosito que ahora ni siquiera parecía acordarse de lo ocurrido. ¡Ella, ella! La que todos creían tan juiciosa, tan precavida, tan bien organizada, la que siempre calculó todos los pasos con tanta sensatez. ¡Cómo había podido tener una aventura con un niñito de colegio! ¡Su propio entenado! Más bien, Rigoberto se había portado muy decente, evitando el escándalo, limitándose a pedirle la separación y dándole el apoyo económico que le permitía ahora vivir sola. Otro la hubiera matado, despedido con cajas destempladas, sin un centavo, puesto en la picota social como corruptora de menores. Qué tontería pensar que Rigoberto y ella podrían reconciliarse. Él seguiría mortalmente ofendido por lo que pasó; no la perdonaría jamás. Sintió que otra vez los bracitos se enroscaban en su cuello.
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