Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto
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Toda actividad humana que no contribuya, aun de la manera más indirecta, a la ebullición testicular y ovárica, al encuentro de espermatozoides y óvulos, es despreciable. Por ejemplo, la venta de pólizas de seguros a la que tú y yo nos dedicamos desde hace treinta años, o los almuerzos misóginos de los rotarios. Lo es todo lo que distrae del objetivo verdaderamente esencial de la vida humana, que consiste, a mi juicio, en la satisfacción de los deseos. No veo para qué otra cosa podemos estar aquí, girando como lentos trompos en el gratuito universo. Uno puede vender seguros, como tú y yo lo hemos hecho —y con bastante éxito, pues hemos alcanzado posiciones expectantes en nuestras respectivas compañías— porque era preciso comer, vestirse, abrigarse bajo un techo y alcanzar unos ingresos que nos permitieran tener y aplacar deseos. No hay ninguna otra razón válida para vender pólizas de seguros, ni tampoco para construir represas, castrar gatos o ser taquígrafo. Te oigo: ¿y si, a diferencia de ti, desquiciado Rigoberto, vendiendo pólizas de seguros contra incendios, robos o enfermedades, un hombre se realiza y goza? ¿Y, si, asistiendo a almuerzos rotarios y contribuyendo con óbolos pecuniarios a levantar letreros en las carreteras con la consigna «Despacio se va lejos» materializa sus más ardientes deseos y es feliz, ni más ni menos que tú hojeando tu colección de grabados y libros impropios para señoritas o en esas pajas mentales que son los soliloquios de tus cuadernos? ¿No tiene cada cual derecho a sus deseos? Sí, lo tiene. Pero, si los más caros deseos (la palabra más bella del diccionario) de un ser humano consisten en vender seguros y afiliarse al Rotary Club (o afines) ese bípedo es un cacaseno. El caso del noventa por ciento de la humanidad, de acuerdo. Veo que vas comprendiendo, asegurador.
¿Por tan poca cosa te santiguas? Tu señal de la cruz me insta a pasar a otro tema, que es el mismo. ¿Qué papel ocupa la religión en esta diatriba? ¿Recibe ella también las bofetadas de este renegado de la Acción Católica, ex–lector enfebrecido de San Agustín, el Cardenal Newmann, San Juan de la Cruz y Jean Guitton? Sí y no. Si soy algo en estas materias, soy agnóstico. Desconfiado del ateo y del creyente, a favor de que la gente crea y practique una fe, pues, de otro modo, no tendría vida espiritual alguna y el salvajismo se multiplicaría. La cultura —el arte, la filosofía, todas las actividades intelectuales y artísticas laicas— no reemplaza el vacío espiritual que resulta de la muerte de Dios, del eclipse de la vida trascendente, sino en una muy pequeña minoría (de la que formo parte). Ese vacío vuelve a la gente más destructora y bestial de lo que es normalmente. Al mismo tiempo que estoy a favor de la fe, las religiones en general me incitan a taparme la nariz, porque todas ellas implican el rebañismo procesionario y la abdicación de la independencia espiritual. Todas ellas coartan la libertad humana y pretenden embridar los deseos. Reconozco que, desde el punto de vista estético, las religiones —la católica, acaso, más que ninguna otra con sus hermosas catedrales, ritos, liturgias, atuendos, representaciones, iconografías, músicas— suelen ser unas soberbias fuentes de placer que halagan el ojo, la sensibilidad, atizan la imaginación y nos combustionan de malos pensamientos. Pero, en todas ellas hay emboscado siempre un censor, un comisario, un fanático y las parrillas y tenazas de la inquisición. Es cierto, también, que, sin sus prohibiciones, pecados, fulminaciones morales, los deseos —el sexual, sobre todo— no hubieran alcanzado el refinamiento que tuvieron en ciertas épocas. Pues, y esto no es teoría sino práctica, gracias a una modesta encuesta personal de limitado horizonte, afirmo que se hace mucho mejor el amor en los países religiosos que en los secularizados (mejor en Irlanda que en Inglaterra, en Polonia que en Dinamarca) y en los católicos que en los protestantes (en España o Italia mejor que en Alemania o Suecia) y que son mil veces más imaginativas, audaces y delicadas las mujeres que pasaron por colegios de monjas que las que estudiaron en colegios laicos (Roger Vailland ha teorizado al respecto en Le regard froid). Lucrecia no sería la Lucrecia que me ha colmado de una impagable felicidad, noche y día (pero, sobre todo, de noche) a lo largo de diez años, si su niñez y juventud no hubieran estado a cargo de las estrictísimas monjas del Sagrado Corazón, entre cuyas enseñanzas figuraba la de que, para una niña, sentarse con las rodillas abiertas era pecado. Estas sacrificadas esclavas del Señor, con su exacerbada suceptibilidad y casuística en materia amorosa, han ido formando a lo largo de la historia dinastías de Mesalinas. ¡Benditas sean!
¿Y, entonces? ¿En qué quedamos? Yo no sé en qué quedarás tú, querido colega (para usar otra expresión vomitable). Yo me quedo en mi contradicción, que es, también, después de todo, una fuente de placer para un espíritu díscolo e inclasificable como el mío. En contra de la institucionalización de los sentimientos y la fe, pero a favor de los sentimientos y la fe. Al margen de las iglesias, pero curioso y envidioso de ellas, y diligente aprovechador de lo que puedan prestarme para enriquecer el mundo de mis fantasmas. Te señalo que soy un desembozado admirador de esos príncipes de la Iglesia que fueron capaces de congeniar en el más alto grado la púrpura y la esperma. Rebusco mis cuadernos y encuentro, como ejemplo, aquel Cardenal sobre el que escribió el virtuoso Azorín: «Escéptico refinado, se reía a solas de la farsa en que se movía su persona, y asombrábase a ratos de que no se acabase la estupidez humana que mantenía con su dinero aquella estupenda comedia». ¿No es éste, casi, un medallón del famoso Cardenal de Bernis, embajador dieciochesco de Francia en Italia, que compartió en Venecia a dos monjas lesbianas con Giacomo Casanova (vide sus Memorias) y atendió en Roma al marqués de Sade sin saber de quién se trataba, cuando éste, prófugo de Francia por sus excesos libertinos, recorría Italia emboscado bajo la falsa identidad de Conde de Mazan?
Pero, ya veo que bostezas, porque esos nombres con que te tiroteo —Ayn Rand, Vailland, Azorín, Casanova, Sade, Bernis— son para ti unos ruidos incomprensibles, de modo que corto y pongo punto final a esta misiva (que, tranquilízate, tampoco enviaré).
Muchos almuerzos y placas, rotario.
EL OLOR DE LAS VIUDAS
En la noche húmeda, sobresaltada por la agitación del mar, don Rigoberto se despertó de golpe, bañado en sudor: las ratas innumerables del templo de Karniji, convocadas por las alegres campanillas de los brahmanes, acudían a la merienda de la tarde. Las enormes pailas, las fuentes de metal, los cuencos de madera ya habían sido llenados con trocitos de carne o con el lechoso sirope, su manjar preferido. De todos los huecos de las paredes de mármol, horadados para ellas y equipados con manojos de paja para su confort por los piadosos monjes, miles de grises roedores salían de sus nidos, ávidos. Atrepellándose, unos sobre otros, se precipitaban hacia los recipientes. Se zambullían en ellos a lamer el almíbar, mordisquear los pedazos de carne, y, los más exquisitos, a arrancar con sus blancos incisivos bocaditos de callos y durezas de los desnudos pies. Los sacerdotes las dejaban hacer, halagados de contribuir con esas sobras de su piel al placer de las ratas, encarnaciones de hombres y mujeres desaparecidos.
El templo había sido construido para ellas hacía quinientos años en ese rincón norteño del Rajastán hindú, en homenaje a Lakhan, hijo de la diosa Karniji, apuesto mancebo que se transformó en una rata gorda. Desde entonces, detrás de la imponente construcción de plateadas puertas, marmóleos pisos, muros y cúpulas majestuosos, el espectáculo tenía lugar dos veces al día. Ahí estaba ahora el brahmán–jefe, Chotu–Dan, oculto bajo las decenas de grises animales que se subían a sus hombros, brazos, piernas, espaldas, rumbo a la gran paila de almíbar a cuyas orillas estaba sentado. Pero, lo que le revolvía el estómago y tenía a punto de vomitar a don Rigoberto, era el olor. Denso, envolvente, más hiriente que la bosta de la acémila, el aliento del basural o la carroña putrefacta, el hedor de esa muchedumbre parda estaba ahora dentro de él. Recorría el envés de su cuerpo con sus venas, la transpiración de sus glándulas, se empozaba en los resquicios de sus cartílagos y el tuétano de sus huesos. Su cuerpo se había convertido en el templo de Karniji. «Estoy embutido de olor a ratas», se asustó.
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