Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto

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Saltó de la cama en pijama, sin ponerse la bata, sólo las zapatillas, y corrió a su estudio, a ver si hojeando algún libro, escrutando un grabado, oyendo música o garabateando sus cuadernos, otras imágenes venían a exorcizar a las sobrevivientes de la pesadilla.

Tuvo suerte. En el primer cuaderno que abrió, una cita científica explicaba la variedad de anofeles cuya característica más saltante es percibir el olor de sus hembras a distancias increíbles. «Soy uno de ellos», pensó, abriendo sus narices y husmeando. «Puedo ahora mismo, si me lo propongo, oler a Lucrecia dormida en el Olivar de San Isidro, y diferenciar nítidamente las segregaciones de su cuero cabelludo, de sus axilas y de su pubis.» Pero se encontró con otro olor —benigno, literario, placentero, fantaseóse— que empezó a disipar, como el viento del amanecer la neblina nocturna, los hedores ratoniles del sueño. Un olor santo, teológico, elegantísimo, exhalado por la Introducción a la vida devota, de Francisco de Sales, en la traducción de Quevedo: «Las lámparas que tienen el olio aromático despiden de sí un más suave olor cuando las apagan la luz. Así, las viudas, cuyo amor ha sido puro en su casamiento, derraman un precioso y aromático olor de virtud de castidad, cuando su luz, esto es, su marido, es apagada por la muerte». Ese aroma de viudas castas, impalpable melancolía de sus cuerpos condenados al soliloquio físico, exhalación nostálgica de sus deseos insatisfechos, lo inquietó. Las ventanillas de su nariz afanosamente latieron, tratando de reconstruir, detectar, extraer del ambiente algún rastro de su presencia. La mera idea de ese olor de viuda lo puso en vilo. Evaporó los restos de la pesadilla, le quitó el sueño, devolvió a su espíritu una confianza saludable. Y lo llevó a pensar —¿por qué?— en esas señoras flotando entre ríos de estrellas, de Klimt, mujeres olorosas, de caras traviesas — ahí estaban Goldfish, hembra–pececito de colores y Dánae, simulando dormir y exhibiendo con simplicidad un curvilíneo culo de guitarra. Ningún pintor había sabido pintar el olor de las mujeres como el bizantino vienés; sus aéreas y cimbreadas mujeres siempre le habían entrado a la memoria, simultáneamente, por los ojos y la nariz. (Y, a propósito, ¿no era hora de comenzar a inquietarse por el desmesurado interés que ejercía sobre Fonchito el otro vienés, Egon Schiele? Tal vez, pero no en este momento.)

¿Despedía el cuerpo de Lucrecia ese santo olor salesiano desde que estaban separados? Si así fuera, aún lo quería. Pues, ese olor, según San Francisco de Sales, testimoniaba una fidelidad amorosa que trascendía la tumba. Entonces, no lo había reemplazado. Sí, aún seguía «viuda». Los rumores, infidencias, acusaciones, que llegaban hasta él —incluido el chisme de Fonchito— sobre los recién contraídos amantes de Lucrecia, eran calumnias. Su corazón se regocijó, mientras olfateaba con encarnizamiento el contorno. ¿Estaba ahí? ¿Lo había detectado? ¿Era el olor de Lucrecia? No. Era el de la noche, la humedad, los libros, los óleos, las maderas, las telas y cueros del estudio.

Trató de retrotraer del pasado y la nada, cerrando los ojos, los olores nocturnos que aspiró en esos diez años, aromas que tanto lo habían hecho gozar, perfumes que lo habían defendido contra la pestilencia y fealdad reinantes. La depresión se apoderó de él. Vinieron a consolarlo unos versos de Neruda, al volver una página de ese mismo cuaderno:

Y por verte orinar, en la oscuridad, en el fondo de la casa, como vertiendo una miel delgada, trémula, argentina, obstinada, cuántas veces entregaría este coro de sombras que poseo, y el ruido de espadas inútiles que se oye en mi alma…

¿No era extraordinario que el poema de esos versos se llamara Tango del viudo ? Sin transición, divisó a Lucrecia, sentada en la taza del excusado, y escuchó el alegre chapaleo de su pipí en el fondo del recipiente, que lo recibía cascabeleando agradecido. Por supuesto, silencioso, acuclillado en el rincón, absorto, místicamente concentrado, escuchando y oliendo, ahí estaba también el feliz beneficiario de aquella emisión y aquel concierto líquido: ¡Manuel de las prótesis! Pero, en eso apareció Gulliver, salvando a la Emperadora de Lilliput de su palacio en llamas con una espumosa meada. Pensó en Jonathan Swift, que vivió obsesionado con el contraste entre la belleza del cuerpo y las horribles funciones corporales. El cuaderno recordaba cómo, en su poema más famoso, un amante explica por qué decidió abandonar a su amada, con estos versos:

Nor wonder how I lost my wits; Oh! Celia, Celia, Celia shits

«Qué estúpido», sentenció. Lucrecia también shited y eso, en vez de degradarla, la realzaba a sus ojos y narices. Por unos segundos, con la primera sonrisa de la noche dibujada en su cara, su memoria aspiró los vapores reminiscentes del paso de su exmujer por el cuarto de baño. Aunque ahora se entremetía allí el sexólogo Havelock Ellis, cuya más recóndita felicidad era, según el cuaderno, escuchar a su amada licuar, proclamando en su correspondencia que el día más feliz de su vida había sido aquel en que su complaciente mujer, amparada en las vueludas faldas victorianas que la arropaban, orinó para él entre inadvertidos paseantes, irreverentemente, a los pies del Almirante Nelson, observada por los monumentales leones de piedra de Trafalgar Square.

Pero Manuel no había sido un poeta como Neruda, ni un moralista como Swift, ni un sexólogo como Ellis. Apenas, un castrado. ¿O, más bien, un eunuco? Diferencia abismal, entre esos dos negados para la fecundación. Uno tenía todavía falo y erección y el otro había perdido el adminículo y la función reproductora y lucía un pubis liso, curvo y femenil. ¿Qué era Manuel? Eunuco. ¿Cómo había podido Lucrecia concederle aquello? ¿Generosidad, curiosidad, compasión? ¿O, vicio y morbo? ¿O, todas esas cosas combinadas? Ella lo había conocido antes del célebre accidente, cuando Manuel ganaba campeonatos motociclísticos enfundado en un casco rutilante y un buzo de plástico, encaramado sobre un equino mecánico de tubos, manubrio y ruedas, de nombre siempre japonés (Honda, Kawasaki, Suzuki o Yamaha), catapultándose a sí mismo con ruido de pedo ensordecedor a campo traviesa —lo llamaban motocross —, aunque también solía participar en galimatías como Trail y Enduro, esta última prueba de sospechosas reminiscencias albigenses— a doscientos o trescientos kilómetros por hora. Sobrevolando acequias, trepando cerros, alborotando arenales y saltando rocas o abismos, Manuel ganaba trofeos y salía retratado en los periódicos descorchando botellas de champagne y con modelos que besuqueaban sus mejillas. Hasta que, en una de esas exhibiciones de acendrada estupidez, voló por los aires, luego de ascender como bólido una colina equivocada, tras cuya cumbre lo esperaba, no, como él, incauto, creía, un sedante tobogán de amortiguadoras arenas, sino un precipicio con rocas. Se precipitó en él, gritando una palabrota arcaica —¡Ojete!— cuando volaba montado en su corcel de metal rumbo a las profundidades, a cuyo fondo llegó segundos después sonoramente, en un estruendo de huesos y fierros que se machacaban, rompían y astillaban. ¡Milagro! Su cabeza quedó intacta; sus dientes, completos; su visión y su audición, sin daño alguno; el uso de sus extremidades, algo resentido a causa de los huesos quebrados y los músculos desgarrados y tundidos. El pasivo quedó compensatoriamente concentrado en su genital, que monopolizó las averías. Tuercas, clavos y punzones perforaron sus testículos pese al elástico suspensor que los guarnecía e hicieron de ellos una sustancia híbrida, entre la melcocha y la ratatouille, en tanto que el peciolo de su virilidad fue cercenado de raíz por algún material cortante que tal vez —ironías de la vida— no provino de la moto de sus amores y triunfos. ¿Qué lo castró, entonces? El grueso crucifijo punzo–cortante que llevaba encima para convocar la protección divina cuando perpetraba sus proezas motociclísticas.

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