Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto
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- Название:Los cuadernos De don Rigoberto
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Ésa era la razón por la que había roto con tantas enamoradas. A todas les faltó darle ese premio extraordinario que doña Lucrecia acababa de concederle: el chorrito de pis. Una carcajada conmiserativa sacudió a don Rigoberto. ¡Pobre infeliz! Quién se hubiera imaginado, entre las esculturales bellezas que salían, se reían y se enamoraban con el astro deportivo, que la luminaria del motorcross, el jinete de acero, no quería acariciarlas, desnudarlas, besarlas ni penetrarlas: apenas, oírlas en el mingitorio. ¡Y la noble, la magnánima Lucrecia había meado para el damnificado Manuel! Esa micción quedaría grabada en su memoria como las gestas heroicas en los libros de historia, como los milagros en los santorales. ¡Lucrecia querida! ¡Lucrecia condescendiente con las debilidades humanas! ¡Lucrecia, nombre romano que quería decir afortunada! ¿Lucrecia? Sus manos pasaban rápidamente las páginas del cuaderno y no tardó en aparecer la referencia:
«Lucrecia, dama romana, famosa por su hermosura y virtud. Fue violada por Sexto Tarquino, hijo del rey Tarquino el soberbio. Luego de contar a su padre y a su esposo el ultraje e incitarlos a vengarla, se mató en su presencia, clavándose un puñal en el pecho. El suicidio de Lucrecia desencadenó la expulsión de los Reyes de Roma y la instauración de la República, en el año 509 antes de Cristo. La figura de Lucrecia se convirtió en símbolo del pudor y de la honestidad y, sobre todo, de la esposa honesta.»
«Es ella, es ella», pensó don Rigoberto. Su mujer podía provocar cataclismos históricos y perennizarse como símbolo. ¿De la esposa honesta? Entendiendo la honestidad en un sentido no cristiano, por supuesto. ¿Qué esposa habría compartido con tanta devoción las fabulaciones de su marido como lo había hecho ella? Ninguna. ¿Y lo de Fonchito? Bueno, mejor contornear esas arenas movedizas. Por último, ¿no había quedado todo en familia? ¿Habría hecho ella lo mismo que la matrona romana, al ser violada por Sexto Tarquino? Un hielo atravesó el corazón de don Rigoberto. Con una mueca de espanto, se esforzó por alejar la imagen de Lucrecia tendida en el suelo con el corazón atravesado por un puñal. Para conjurarla, retrotrajo al motociclista encandilado por la destilación de las vejigas hembras. ¿Sólo hembras? ¿O, también machos? ¿Lo soliviantaba por igual el espectáculo de un caballero surtidor?
—Nunca —confesó Manuel de inmediato, con acento tan sincero que doña Lucrecia le creyó.
Bueno, tampoco era cierto que su vida hubiera sido sólo una pesadilla por culpa de esa necesidad (¿cómo llamarla para no decir vicio?). Coloreando el desértico panorama de insatisfacciones y frustraciones, hubo momentos balsámicos, efervescentes, deparados casi siempre por el azar, modestas compensaciones a su angustia. Por ejemplo, aquella lavandera cuya cara Manuel recordaba con el afecto con que se recuerda a esas tías, abuelas o madrinas más ligadas a la calidez de la infancia. Venía a lavar la ropa, un par de veces por semana. Debía padecer de cistitis porque, a cada momento, corría del lavadero o la tabla de planchar al bañito de servicio, junto al repostero. Y allí estaba el niño Manuel, siempre alerta, encaramado en el entretecho, la cara aplastada contra el suelo, aguzando el oído. Venía el concierto, la cascada rumorosa y cuantiosa, una verdadera inundación. Esa mujer era una vejiga futbolística, un embalse vivo, dado el ímpetu, abundancia, frecuencia y sonoridad de sus micciones. Una vez — doña Lucrecia vio dilatarse golosamente las pupilas del motociclista de la prótesis—, Manuel la había visto. Sí, visto. Bueno, no entera. En un acto de audacia, por el enrejado del jardín se izó hasta el tragaluz del bañito de servicio y, por unos gloriosos segundos, sosteniéndose en el aire, divisó la mata de cabellos, los hombros, las piernas con medias de lana y los zapatos sin taco, de la mujer sentada en la taza que se desaguaba con bulliciosa indiferencia. ¡Ay, qué alegría!
Había habido, también, la americana aquella, rubia, bronceada, ligeramente varonil, siempre en botas y sombrero cowboy, que vino a participar en La vuelta de los Andes. Era una motociclista tan arriesgada que casi la ganó. Pero, Manuel no recordaba tanto su destreza con la máquina (Harley Davidson, por supuesto) sino sus maneras despercudidas, su falta de remilgos, que le permitía, en las etapas, compartir los cuartos de dormir con los pilotos y bañarse delante de ellos si no había más que un baño y hasta entrar al excusado y hacer sus necesidades sin incomodarse si en la misma habitación, separados por un tabique, había varios motociclistas. ¡Qué días! Manuel había vivido una crepitación crónica, una prolongada erección del órgano ido, escuchando aquellos desahogos líquidos de la emancipada Sandy Canal que convirtieron aquella competencia, para él, en fiesta interminable. Pero, ni la lavandera ni Sandy ni ninguna de las experiencias casuales o mercenarias de su mitología, se podía comparar con la de ahora, superlativa gracia, maná licuante, con que lo había hecho sentirse un dios doña Lucrecia.
Don Rigoberto sonrió, satisfecho. No había ninguna rata por las cercanías. El templo de Karniji, sus brahmanes, ejércitos de roedores y las pailas de almíbar, estaban allende los océanos, continentes y selvas. Él, aquí, solo, en la noche que terminaba, en su refugio de grabados y cuadernos. Había indicios de amanecer en el horizonte. Hoy también estaría bostezando en la oficina. ¿Olía a algo? El olor a la viuda se había disipado. ¿Oía algo? Las olas, y, perdido entre ellas, el cascabeleo de una señora haciendo pis.
«Yo —pensó sonriente— soy un hombre que se lava las manos, no después, sino antes de orinar».
MENÚ DIMINUTIVO
Ya sé que te gusta comer poquito y sanito, pero riquito, y estoy preparadita para complacerte también en la mesita.
En la mañanita iré al mercado y compraré la lechecita más fresquita, el pancito recién horneadito y la naranjita más chaposita. Y te despertaré con la bandejita del desayuno, una florcita fragante y un besito. «Aquí está su juguito sin pepitas, sus tostaditas con mermeladita de fresita y su cafecito con leche sin azuquítar, señorcito.»
Para tu almuercito, sólo una ensaladita y un yogurcito, como te gusta. Lavaré las lechuguitas hasta que brillen y cortaré los tomatitos artísticamente, inspirándome en los cuadritos de tu biblioteca. Los aderezaré con aceitito, vinagrito, gotitas de mi salivita y, en vez de salcita, mis lagrimitas.
En las nochecitas, cada día una de tus preferencias (tengo menucitos para un añito, sin repetirse ni una sola vececita). Olluquitos con charquicito, frejolitos colados, pepiancito, causita, caucaucito, sequito de lomito y de chabelito, bistecito a la chorrillana, cevichito de corvina, chupecito de camarones o a la limeña, arrocito con patito, arrocito tapadito, tacutacucito, rocotitos rellenitos, ajicito de gallina. Pero, mejor paro, para no abrirte el apetito. Y, por supuesto, tu vasito de vinito tinto o una cervecita bien heladita, a escoger.
De postre, los guargüeritos de la abuelita, suspiritos a la limeña, frituritas con miel, sopaipillitas, buñuelitos, peditos de monja, mazapancitos, rosquillitas, quesito helado, melcochitas, turroncitos de doña Pepa, mazamorrita morada y pastelitos de higo con requesoncito.
¿Me aceptas como tu cocinerita? Soy limpiecita, pues por lo menos dos veces al día me doy un bañito. No masco chiclecitos, ni fumo cigarritos, ni tengo vellitos en las axilas y mis manitas y patitas son tan perfectas como mis tetitas y mi pompis. Trabajaré todas las horas que haga falta para tener bien contentitos a tu paladar y a tu pancita. Si hace falta, también te vestiré, desvestiré, jabonaré, afeitaré, cortaré las uñitas y limpiaré cuando hagas el dos. En las noches, te abrigaré con mi cuerpito para que en la camita no tengas friecito. Además de hacer tus comiditas, seré tu valecito, tu estufita, tu maquinita de afeitar, tu tijerita y tu papelito higiénico.
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