Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto

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¿Me aceptas, señorcito?

Tuyita, tuyita, tuyita, La cocinerita sin juanetes

VI. EL ANÓNIMO

En vez de enojada, como la noche anterior al irse a la cama con el arrugado papel en el puño, la señora Lucrecia despertó de buen humor y complacida. La rondaba una sensación ligeramente voluptuosa. Estiró la mano y cogió la misiva garabateada con letras de imprenta, en un papel granulado color azul pálido, agradable al tacto.

«Frente al espejo, sobre una cama o sofá…» Disponía de una cama, no de sedas de la India pintadas a mano ni de un batik indonesio, así que incumpliría esa exigencia del amo sin rostro. Eso sí, podía satisfacerlo tumbándose de espaldas, desvestida, los cabellos sueltos, encoger la pierna, alojar la cabeza en pensar que era la Dánae de Klimt (aunque no se lo creyera) y simular que dormía. Y, desde luego, podía mirarse en el espejo diciéndose: «Soy gozada y admirada, soy soñada y amada». Con una sonrisita burlona y unos ojos cuyos brillos de luciérnaga repetía el espejo del tocador, apartó las sábanas y jugó a seguir las instrucciones. Pero, como sólo se veía la mitad del cuerpo, no supo si alcanzaba a imitar con alguna verosimilitud la postura del cuadro de Klimt que el corresponsal fantasma le había enviado en una tosca reproducción de carta postal.

Mientras tomaba el desayuno, conversando distraídamente con Justiniana, y, luego, bajo la ducha y en tanto se vestía, sopesó una vez más las razones para dar un nombre y un rostro al autor de la carta. ¿Don Rigoberto? ¿Fonchito? ¿Y si fuera algo tramado por ambos? ¡Qué absurdo! No, no tenía pies ni cabeza. La lógica la inclinaba a pensar en Rigoberto. Una manera de hacerle saber que, pese a lo pasado y a la separación, la tenía siempre presente en sus delirios. Una manera de sondear la posibilidad de una reconciliación. No. Aquello había sido demasiado duro para él. Nunca sería capaz de amistarse con la mujer que lo engañó con su propio hijo, en su propia casa. Ese gusanito rancio, el amor propio, se lo prohibía. Entonces, si el anónimo no lo había enviado su exmarido, el autor era Fonchito. ¿No tenía la misma fascinación por la pintura que su padre? ¿La misma buena o mala costumbre de entreverar la vida de los cuadros con la verdadera? Sí, había sido él. Además, se había delatado, metiendo a Klimt. Le haría saber que lo sabía y lo avergonzaría. Esta misma tarde.

A doña Lucrecia se le hicieron larguísimas las horas de espera. Sentada en la salita comedor, miraba el reloj, temerosa de que, hoy, precisamente, fuera a faltar. «Dios mío, señora, parece como si su enamorado viniera a visitarla por primera vez», se chanceó Justiniana. Ella se ruborizó, en lugar de festejarla. Apenas se apareció, con su bella carita y el delicado cuerpecillo embutido en las desordenadas prendas del uniforme de colegio, y tiró sobre la alfombra su bolsón y la saludó besándola en la mejilla, doña Lucrecia le lanzó esta advertencia:

—Tú y yo tenemos que hablar de algo muy feo, caballerito.

Vio la expresión intrigada y los ojos azules que se abrían, inquietos. Se había sentado frente a ella, con las piernas cruzadas. Doña Lucrecia notó que tenía suelto uno de los pasadores de sus zapatos.

—¿De qué, madrastra?

—De una cosa muy fea —repitió, mostrándole la carta y la postal—. De lo más cobarde y sucio que existe: mandar anónimos.

El niño no palideció, ni enrojeció, ni pestañó. Siguió mirándola, curioso, sin el menor desconcierto. Ella le alcanzó la carta y la postal y no le quitó los ojos de encima mientras Fonchito, muy serio, una puntita de lengua entre los dientes, leía el anónimo como deletreando. Sus despiertos ojitos volvían sobre las líneas, una y otra vez.

—Hay dos palabras que no entiendo —dijo, por fin, bañándola con su mirada transparente—. Helena y batik. Una chica en la Academia se llama Helena. Pero, aquí está usada en otro sentido ¿no? Y, nunca he oído batik. ¿Qué quieren decir, madrastra?

—No te hagas el idiota —se molestó doña Lucrecia—. ¿Por qué me has escrito esto? ¿Creías que no iba a darme cuenta de que eras tú?

Se sintió algo incómoda con el desconcierto, ahora sí muy explícito, de Fonchito, quien, luego de mover un par de veces la cabeza, perplejo, volvió a llevarse a los ojos el anónimo y a leerlo, moviendo los labios en silencio. Y se sintió totalmente sorprendida cuando, al levantar el niño la cabeza, vio que sonreía de oreja a oreja. Con alegría desbordante, alzó los brazos, saltó sobre ella y la abrazó, lanzando un gritito de triunfo:

—¡Ganamos, madrastra! ¿No te das cuenta?

—De qué debo darme cuenta, geniecillo —lo apartó.

—Pero, madrastra —la miraba con ternura, compadeciéndola—. Nuestro plan, pues. Está resultando. ¿No te dije que había que ponerlo celoso? Alégrate, vamos muy bien. ¿No quieres amistarte con mi papá?

—No estoy nada segura de que este anónimo sea de Rigoberto —vaciló doña Lucrecia—. Yo, más bien, sospecho de ti, mosquita muerta.

Se calló, porque el niño se reía, mirándola con la benevolencia cariñosa que merece un pobre de espíritu.

—¿Tú sabes que Klimt fue el maestro de Egon Schiele? —exclamó de pronto, adelantándose a una pregunta que ella tenía en los labios—. Lo admiraba. Lo pintó en su lecho de muerte. Un carboncillo muy bonito, Agonía, de 1912. También pintó, ese año, Los ermitaños, donde él y Klimt aparecen con hábitos de monjes.

—Estoy convencida que lo escribiste tú, revejido que sabes tanto —volvió a sublevarse doña Lucrecia. Se sentía dividida por conjeturas contradictorias y la irritaba la cara despreocupada de Fonchito y que hablara tan contento de sí mismo.

—Pero, madrastra, en vez de ser tan mal pensada, alégrate. Esta cartita te la manda mi papá para que sepas que ya te perdonó, que quiere amistarse. Cómo no te das cuenta.

—Tonterías. Es un anónimo insolente y un poco cochino, nada más.

—No seas tan injusta —protestó el niño, con vehemencia—. Te compara con un cuadro de Klimt, dice que cuando pintó a esa chica estaba adivinando cómo serías. ¿Dónde está la cochinada? Es un piropo muy bonito. Una manera que ha buscado mi papá de ponerse en contacto contigo. ¿Le vas a contestar?

—No puedo contestarle, no me consta que sea él —Ahora, doña Lucrecia dudaba menos. ¿De veras, querría amistarse?

—Ya ves, ponerlo celoso funcionó a las mil maravillas —repitió el niño, feliz—. Desde que le dije que te vi del brazo con un señor, se imagina cosas. Se asustó tanto que te escribió esta carta. ¿No soy buen detective, madrastra?

Doña Lucrecia cruzó los brazos, pensativa. Nunca había prestado seriedad a la idea de reconciliarse con Rigoberto. Le había seguido la cuerda a Fonchito para pasar el rato. De repente, por primera vez, no le parecía una remota quimera, sino algo que podía suceder. ¿Eso quería? ¿Volver a la casa de Barranco, reanudar la vida de antes?

—Quién si no mi papá te podía comparar con una pintura de Klimt —insistió el niño—. ¿No ves? Te está recordando esos jueguecitos con cuadros que tenían ustedes en las noches.

La señora Lucrecia sintió que le faltaba el aire.

—De qué hablas —balbuceó, sin fuerzas para desmentirlo.

—Pero, madrastra —respondió el niño, accionando—. De esos juegos, pues. Cuando te decía hoy eres Cleopatra, hoy Venus, hoy Afrodita. Y tú te ponías a imitar las pinturas para darle gusto.

—Pero, pero —En el colmo del bochorno, doña Lucrecia no alcanzaba a encolerizarse y sentía que todo lo que decía la delataba más—: De dónde sacas eso, tienes una imaginación muy retorcida y muy, muy…

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