Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto
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Hay otro caso, más remoto todavía para el ámbito cultural nuestro (no sé por qué lo incluyo a usted en esa confraternidad, ya que a fuerza de patadones y cabezazos futboleros, sudores ciclísticos o contrasuelazos de karateca se ha excluido de ella) en que el deporte tiene también cierta disculpa. Cuando, practicándolo, el ser humano trasciende su condición animal, toca lo sagrado y se eleva a un plano de intensa espiritualidad. Si se empeña en que usemos la arriesgada palabra «mística», sea. Obviamente, esos casos, ya muy raros, de los que es exótica reminiscencia el sacrificado luchador de sumo japonés, cebado desde niño con una feroz sopa vegetariana que lo elefantiza y condena a morir con el corazón reventado antes de los cuarenta y a pasarse la vida tratando de no ser expulsado por otra montaña de carne como él fuera del pequeño círculo mágico en el que está confinada su vida, son inasimilables a los de esos ídolos de pacotilla que la sociedad posindustrial llama «mártires del deporte». ¿Dónde está el heroísmo en hacerse mazamorra al volante de un bólido con motores que hacen el trabajo por el humano o en retroceder de ser pensante a débil mental de sesos y testículos apachurrados por la práctica de atajar o meter goles a destajo, para que unas muchedumbres insanas se desexualicen con eyaculaciones de egolatría colectivista a cada tanto marcado? Al hombre actual, los ejercicios y competencias físicas llamadas deportes, no lo acercan a lo sagrado y religioso, lo apartan del espíritu y lo embrutecen, saciando sus instintos más innobles: la vocación tribal, el ma–chismo, la voluntad de dominio, la disolución del yo individual en lo amorfo gregario.
No conozco mentira más abyecta que la expresión con que se alecciona a los niños: «Mente sana en cuerpo sano». ¿Quién ha dicho que una mente sana es un ideal deseable? «Sana» quiere decir, en este caso, tonta, convencional, sin imaginación y sin malicia, adocenada por los estereotipos de la moral establecida y la religión oficial. ¿Mente «sana», eso? Mente conformista, de beata, de notario, de asegurador, de monaguillo, de virgen y de boyscout. Eso no es salud, es tara. Una vida mental rica y propia exige curiosidad, malicia, fantasía y deseos insatisfechos, es decir, una mente «sucia», malos pensamientos, floración de imágenes prohibidas, apetitos que induzcan a explorar lo desconocido y a renovar lo conocido, desacatos sistemáticos a las ideas heredadas, los conocimientos manoseados y los valores en boga.
Ahora bien, tampoco es cierto que la práctica de los deportes en nuestra época cree mentes sanas en el sentido banal del término. Ocurre lo contrario, y lo sabes mejor que nadie, tú, que, por ganar los cien metros planos del domingo, meterías arsénico y cianuro en la sopa de tu competidor y te tragarías todos los estupefacientes vegetales, químicos o mágicos que te garanticen la victoria, y corromperías a los arbitros o los chantajearías, urdirías conjuras médicas o legales que descalificaran a tus adversarios, y que vives neurotizado por la fijación en la victoria, el récord, la medalla, el podium, algo que ha hecho de ti, deportista profesional, una bestia mediática, un antisocial, un nervioso, un histérico, un psicópata, en el polo opuesto de ese ser sociable, generoso, altruista, «sano», al que quiere aludir el imbécil que se atreve todavía a emplear la expresión «espíritu deportivo» en el sentido de noble atleta cargado de virtudes civiles, cuando lo que se agazapa tras ella es un asesino potencial dispuesto a exterminar arbitros, achicharrar a todos los fanáticos del otro equipo, devastar los estadios y ciudades que los albergan y provocar el apocalíptico final, ni siquiera por el elevado propósito artístico que presidió el incendio de Roma por el poeta Nerón, sino para que su Club cargue una copa de falsa plata o ver a sus once ídolos subidos en un podio, flamantes de ridículo en sus calzones y camisetas rayadas, las manos en el pecho y los ojos encandilados ¡cantando un himno nacional!
LOS HERMANOS CORSOS
En la muerma tarde de ese domingo de invierno, en su estudio frente al cielo nublado y el mar ratonil, don Rigoberto espigó anhelosamente sus cuadernos en pos de ideas que atizaran su imaginación. La primera con que se dio, del poeta Philip Larkin, Sex is too good to share with anyone else, le recordó muchas versiones plásticas del joven Narciso deleitándose con su imagen reflejada en el agua del pozo y al tendido hermafrodita del Louvre. Pero, inexplicablemente, lo deprimió. Otras veces había coincidido con esa filosofía que depositaba sobre sus exclusivos hombros la responsabilidad de su placer. ¿Era ella cierta? ¿Lo fue alguna vez? En verdad, aun en sus momentos más puros, su soledad había sido un desdoblamiento, una cita a la que Lucrecia nunca faltó. Un débil despertar del ánimo hizo que renaciera la esperanza: tampoco faltaría esta vez. La tesis de Larkin convenía como anillo al dedo al santo (otra página del cuaderno) del que hablaba Lytton Strachey en Eminent Victorians, San Cuberto, quien desconfiaba tanto de las mujeres que, cuando departía con ellas, incluso con la futura santa Ebba, pasaba «las siguientes horas de sombra, en oración, sumergido en el agua hasta el cuello». Cuántos resfríos y pulmonías por una fe que condenaba al creyente al larkiniano placer solitario.
Pasó como sobre ascuas por una página en la que Azorín recordaba que «capricho viene de cabra». Se detuvo, fascinado, en la descripción, hecha por el diplomático Alfonso de la Serna, de La Sinfonía de los adioses de Haydn, «en la que cada músico, cuando acaba su partitura, apaga la vela que ilumina su atril y se va, hasta que queda sólo un violín, tocando su final melodía solitaria». ¿No era una coincidencia? ¿No casaba de manera misteriosa, como plegándose a un orden secreto, el violín monologante de Haydn con el egoísta placentero, Philip Larkin, quien creía que el sexo era demasiado importante para compartirlo?
Sin embargo, él, pese a poner el sexo en el más alto sitial, lo había compartido siempre, aun en su período de más acida soledad: éste. La memoria le trajo a colación, sin ton ni son, al actor Douglas Fairbanks, duplicado en una película que desasosegó su infancia: «Los hermanos corsos». Por supuesto, nunca había compartido el sexo con nadie de la manera esencial que con Lucrecia. Lo había compartido, también, de niño, adolescente y adulto con su propio hermano corso, ¿Narciso?, con quien se había llevado siempre bien, pese a ser tan diferentes en espíritu. Aunque, esos juegos y burlas picantes tramados y disfrutados por los hermanos no correspondían al sentido irónico en que el poeta–bibliotecario utilizaba el verbo compartir. Hojeando, hojeando, cayó en El mercader de Venecia:
The man that hath no music in himself
Nor is not moved with concord of sweet sounds,
Is fit for treasons, stratagems, and spoils
(Acto V, Escena I)
«El hombre que no lleva música en sí mismo / Ni se emociona con la trenza de dulces sonidos / Es propenso a la intriga, el fraude y la traición», tradujo libremente. Narciso no llevaba música alguna, era cerrado en cuerpo y alma a los hechizos de Melpómene, incapaz de distinguir La Sinfonía de los adioses de Haydn del Mambo número 5 de Pérez Prado. ¿Tenía razón Shakespeare cuando legislaba que esa sordera para la más abstracta de las artes hacía de él un potencial enredador, truquero y fraudulento bípedo? Bueno, tal vez fuera cierto. El simpático Narciso no había sido un dechado de virtudes cívicas, privadas ni teologales, y llegaría a la edad provecta jactándose, como el
obispo Haroldo (¿de quién era la cita? La referencia había sido devorada por la sibilina humedad limeña o los afanes de una polilla), en su lecho de muerte, de haber practicado todos los vicios capitales con tanta asiduidad como su pulso latía y las campanas de su obispado repicaban. Si no hubiera sido de esa catadura moral, jamás hubiera osado proponer, aquella noche, a su hermano corso —don Rigoberto sintió que en su fuero recóndito despertaba esa música shakespearianaque él sí creía portar consigo— el temerario intercambio.Ante sus ojos se dibujaron, sentadas una junto a la otra, en aquella salita monumento al kitsch y blasfema provocación a las sociedades protectoras de animales, erizada de tigres, búfalos, rinocerontes y ciervos embalsamados de la casa de La Planicie, a Lucrecia e Ilse, la rubia esposa de Narciso, la noche de la aventura. El bardo tenía razón: la sordera para la música era síntoma (¿causa, a lo mejor?) de vileza del alma. No, no podía generalizarse; pues, hubiera habido que concluir que Jorge Luis Borges y André Breton, por su insensibilidad musical, fueron Judas y Caín, cuando era sabido que ambos habían sido, para escritores, buenísimas personas.
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