Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto

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—De oírte hablar como un viejo, siendo el pedazo de hombre que eres todavía. No te enojes, me interesa mucho. Bueno, los tres primeros días de casados, Adolf y Marie, nada de nada.

—No es para reírse —se apenó Fonchito—. Más bien, para llorar. La luna de miel fue en Trieste. Para recordar ese viaje de sus padres, Egon Schiele y Gerti, su hermanita preferida, hicieron un viaje idéntico, en 1906.

En Trieste, durante la frustrada luna de miel, comenzó la tragedia. Porque, en vista de que su esposa no se dejaba tocar —lloraría, patalearía, lo rasguñaría, haría un gran escándalo cada vez que él se acercaba a darle un beso—, el señor Adolf se salía a la calle. ¿Adonde? A consolarse con mujeres malas. Y, en uno de esos sitios, Venus le contagió la sífilis. Esta enfermedad comenzó a matarlo a poquitos desde entonces. Lo hizo perder la cabeza y desgració a toda la familia. A partir de ahí, cayó una maldición sobre los Schiele. Adolf, sin saberlo, contagió a su mujer, cuando pudo consumar el matrimonio, al cuarto día. Por eso, Marie abortó los tres primeros embarazos; y, por eso, murió Elvira, la hijita que vivió apenas diez añitos. Y, por eso, Egon fue tan debilucho y propenso a enfermedades. Tanto que, en su niñez, creían que se moriría pues se las pasaba visitando médicos. Doña Lucrecia terminó por verlo: un infante solitario, jugando con trencitos de juguete, dibujando, dibujando todo el tiempo, en sus cuadernos de colegio, en los márgenes de la Biblia, hasta en papeles que rescataba del basurero.

—Ya ves, no te pareces en nada a él. Tú fuiste el niño más sano del mundo, según Rigoberto. Y te gustaba jugar con aviones, no con trenes.

Fonchito se resistía a bromear.

—¿Me dejas terminar la historia o te está aburriendo?

No la aburría, la entretenía; pero, más que la peripecia y los finiseculares personajes austro–húngaros, la pasión con que Fonchito los evocaba: vibrando, moviendo ojos y manos, con inflexiones melodramáticas. Lo terrible de esa enfermedad era que venía despacito y a traición; y que deshonraba a sus víctimas. Ésa fue la razón por la que el señor Adolf nunca reconoció que la padecía. Cuando sus parientes le aconsejaban que viera al médico, protestaba: «Estoy más sano que cualquiera». Qué lo iba a estar. Había comenzado a fallarle la razón. Egon lo quería, se llevaban muy bien, sufría cuando empeoraba. El señor Adolf se ponía a jugar a las cartas como si hubieran venido sus amigos, pero estaba sólito. Las repartía, conversaba con ellos, les ofrecía cigarros, y en la mesita de la casa de Tulln no había nadie. Marie, Melanie y Gerti querían hacerle ver la realidad, «Pero, papá, si no hay con quién hablar, con quién jugar, ¿no te das cuenta?». Egon salía a contradecirlas: «No es cierto, padre, no les hagas caso, aquí están el jefe de la guardia, el director de correos, el maestro de la escuela. Tus amigos están contigo, padre. Yo también los veo, como tú». No quería aceptar que su papá tenía visiones. De repente, el señor Adolf se ponía su uniforme de gala, gorro de visera brillante, botas como espejos, y salía a cuadrarse en el andén. «¿Qué haces aquí, padre?» «Voy a recibir al Emperador y a la Emperatriz, hijo.» Ya estaba loco. No pudo seguir trabajando en los ferrocarriles, tuvo que jubilarse. De vergüenza, los Schiele se mudaron de Tulln a un lugar donde nadie los conocía: Klosterneuburg. En alemán quiere decir: «El pueblo nuevo del convento». El señor empeoró, se olvidó de hablar. Se pasaba los días en su cuarto, sin abrir la boca. ¿Veía? ¿Veía? Súbitamente, una agitación angustiosa se apoderó de Fonchito:

—Igualito que mi papá, pues —estalló, soltando un gallo—. Él también, regresa de la oficina y se encierra, para no hablar con nadie. Ni conmigo. Hasta sábados y domingos hace lo mismo; en su escritorio todo el santo día. Cuando le busco conversación, «Sí», «No», «Bueno». No sale de ahí.

¿Tendría la sífilis? ¿Se estaría volviendo loco? Le habría venido por la misma razón que al señor Adolf . Porque se quedó solo, cuando la señora Lucrecia lo dejó. Se fue a alguna casa mala y Venus se la contagió. ¡No quería que su papá se muriera, madrastra!

Rompió a llorar de nuevo, esta vez sin bulla, para adentro, tapándose la cara, y a doña Lucrecia le costó más trabajo que antes calmarlo. Lo consoló, qué delirios tan absurdos, acariñó, Rigoberto no tenía mal alguno, acunó, estaba más cuerdo que ella y Fonchito, sintiendo las lágrimas de esa rubicunda cabeza mojar la pechera de su vestido. Después de muchos mimos, logró serenarlo. A Rigoberto le gustaba encerrarse con sus grabados, con sus libros, con sus cuadernos, a leer, oír música, escribir sus citas y reflexiones. ¿Acaso no lo conocía? ¿No había sido siempre así?

—No, no siempre —negó el niño, con firmeza—. Antes, me contaba las vidas de los pintores, me explicaba los cuadros, me enseñaba cosas. Y me leía de sus cuadernos. Contigo, se reía, salía, era normal. Desde que te fuiste, cambió. Se puso triste. Ahora, ni siquiera le interesa qué notas saco; me firma la libreta sin mirarla. Lo único que le importa es su escritorio. Encerrarse ahí, horas de horas. Se volverá loco, como el señor Adolf. A lo mejor, ya lo está.

El niño le había echado los brazos al cuello y reclinaba su cabeza en el hombro de la madrastra. En el Olivar, se oían grititos y carreras de chiquillos, como todas las tardes, cuando, a la salida de los colegios, los escolares de la vecindad afluían al parque desde las innumerables esquinas a fumar un cigarrillo a ocultas de sus padres, patear la pelota y enamorar a las chicas del barrio. ¿Por qué Fonchito no hacía nunca esas cosas?

—¿Todavía lo quieres a mi papá, madrastra? —La pregunta volvía cargada de aprensión, como si de su respuesta pendiera una vida o una muerte.

—Ya te lo he dicho, Fonchito. Nunca he dejado de quererlo. ¿A qué viene eso?

—Él está así porque te extraña. Porque te quiere, madrastra, y no se consuela de que ya no vivas con nosotros.

—Las cosas pasaron como pasaron —Doña Lucrecia luchaba contra un malestar creciente.

—¿No estarás pensando en casarte otra vez, no, madrastra? —insinuó tímidamente el niño.

—Es lo último que haría en la vida, volver a casarme. Jamás de los jamases. Además, Rigoberto y yo ni siquiera estamos divorciados, sólo separados.

—Entonces, se pueden amistar —exclamó Fonchito, con alivio—: Los que se pelean, pueden amistarse. Yo me peleo y me amisto todos los días, con chicos del colegio. Volverías a la casa y también Justita. Todo sería como antes.

«Y curaríamos al papacito de la locura», pensó doña Lucrecia. Estaba irritada. Habían dejado de hacerle gracia las fantasías de Fonchito. Cólera sorda, amargura, rencor, la invadían, a medida que su memoria desempolvaba los malos recuerdos. Tomó al niño de los hombros y lo apartó algo de ella. Lo observó, cara con cara, indignada de que esos ojitos azules, hinchados y enrojecidos, resistieran con tanta limpieza su mirada cargada de reproches. ¿Era posible que fuera tan cínico? No había llegado aún a adolescente. ¿Cómo podía hablar de la ruptura de ella y Rigoberto como de algo ajeno, como si él no hubiera sido la causa de lo sucedido? ¿No se las había arreglado, acaso, para que Rigoberto descubriera todo el pastel? La carita arrasada por las lágrimas, los rasgos dibujados a pincel, los rosados labios, las curvas pestañas, el pequeño mentón firme, la encaraban con inocencia virginal.

—Tú sabes mejor que nadie lo que pasó —dijo la señora Lucrecia, entre dientes, tratando de que su indignación no desbordara en una explosión—. Sabes muy bien por qué nos separamos. No vengas a hacerte el niñito bueno, apenado por esa separación. Tú tuviste tanta culpa como yo, y, acaso, más que yo.

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