Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto
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- Название:Los cuadernos De don Rigoberto
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—Esa ropa hay que botarla a la basura, quemarla. Sí, mejor quemarla, como hace Rigoberto con los libros y grabados que ya no le gustan. Ponte esto, voy a ver qué puedo darte.
En el baño, mientras estaba empapando una toallita en agua de colonia, se vio en el espejo («Bellísima», la premió don Rigoberto). Ella también se había llevado un susto de padre y señor mío. Estaba pálida y ojerosa; la pintura se le había corrido y, sin que se diera cuenta, el cierre relámpago de su vestido había saltado.
—Si yo también soy una herida de guerra, Justiniana —le habló a través de la puerta—. Por culpa del asqueroso de Fito se me rompió el vestido. Voy a ponerme una bata. Ven, aquí hay más luz.
Cuando Justiniana entró al cuarto de baño, doña Lucrecia, que estaba liberándose del vestido por los pies —no llevaba sostén, sólo un calzoncito triangular de seda negra— la vio en el espejo del lavador y, repetida, en el de la bañera. Arrebujada en la bata blanca que la cubría hasta los muslos, parecía más delgada y más morena. Como no tenía cinturón, sujetaba la bata con sus manos. Doña Lucrecia descolgó su salida de baño china —«la de seda roja, con dos dragones amarillos unidos por las colas en la espalda», exigió don Rigoberto—, se la puso y la llamó:
—Acércate un poquito. ¿Tienes alguna herida?
—No, creo que no, dos cositas de nada —Justiniana sacó una pierna por los pliegues de la bata—. Estos moretones, de golpearme contra la mesa.
Doña Lucrecia se inclinó, apoyó una de sus manos en el terso muslo y delicadamente frotó la piel amoratada con la toallita embebida en agua de colonia.
—No es nada, se te irá volando. ¿Y la otra?
En el hombro y parte del antebrazo. Abriendo la bata Justiniana le señaló el moretón que comenzaba a hincharse. Doña Lucrecia advirtió que la muchacha tampoco llevaba sostén. Tenía su pecho muy cerca de sus ojos. Veía la punta del pezón. Era un pecho joven y menudo, bien dibujado, con una tenue granulación en la corola.
—Esto está más feo —murmuró—. ¿Aquí, te duele?
—Apenitas —dijo Justiniana, sin retirar el brazo que doña Lucrecia frotaba con cuidado, más atenta ahora a su propia turbación que al hematoma de la empleada.
—O sea que —insistió, imploró don Rigoberto—, ahí sí pasó algo.
—Ahí, sí —concedió esta vez su mujer—. No sé qué, pero algo. Estábamos tan juntas, en bata. Nunca había tenido esas intimidades con ella. O, tal vez, por lo de la cocina. O, por lo que fuera. De repente, yo ya no era yo. Y ardía de pies a cabeza.
—¿Y ella?
—No lo sé, quién sabe, creo que no —se complicó doña Lucrecia—. Todo había cambiado, eso sí. ¿Te das cuenta, Rigoberto? Después de semejante susto. Y fíjate lo que me estaba pasando.
—Esa es la vida —murmuró don Rigoberto, en voz alta, oyendo resonar sus palabras en la soledad del dormitorio ya iluminado por el día—. Ese es el ancho, el impredecible, el maravilloso, el terrible mundo del deseo. Mujercita mía, qué cerca te tengo, ahora que estás tan lejos.
—¿Sabes una cosa? —dijo doña Lucrecia a Justiniana—. Lo que tú y yo necesitamos para sacarnos las emociones de la noche, es un trago.
—Para no tener pesadillas con ese mano larga —se rió la empleada, siguiéndola al dormitorio. Se le había animado la expresión—. La verdad, creo que sólo emborrachándome me libraré de soñarme con él esta noche.
—Vamos a emborracharnos, entonces —Doña Lucrecia iba hacia el barcito del escritorio—. ¿Quieres un whisky? ¿Te gusta el whisky?
—Lo que sea, lo que usted vaya a tomar. Deje, deje, yo se lo traigo.
—Quédate aquí —la atajó doña Lucrecia, desde el estudio—. Esta noche, sirvo yo.
Se rió y la muchacha la imitó, divertida. En el escritorio, sintiendo que no controlaba sus manos y sin querer pensar, doña Lucrecia llenó dos vasos grandes con mucho whisky, un chorrito de agua mineral y dos cubos de hielo. Regresó, deslizándose como un felino entre los almohadones esparcidos por el suelo. Justiniana se había reclinado en el espaldar del chaise longue, sin subir las piernas. Hizo ademán de levantarse. —Quédate ahí, nomás —volvió a atajarla—. Arrímate, cabemos.
La muchacha vaciló, por primera vez desconcertada; pero, se recompuso de inmediato. Descalzándose, subió las piernas y se corrió hacia la ventana para hacerle sitio. Doña Lucrecia se acomodó a su lado. Arregló los cojines bajo su cabeza. Cabían, pero sus cuerpos se rozaban. Hombros, brazos, piernas y caderas, se presentían y, por momentos, tocaban.
—¿Por quién brindamos? —dijo doña Lucrecia—. ¿Por la paliza a ese animal?
—Por mi silletazo —recuperó su espíritu Justiniana—. Con la cólera que tenía, hubiera podido matarlo, le digo. ¿Cree que se la partí, la cabeza?
Volvió a beber un trago y la sobrecogió la risa. Doña Lucrecia se echó a reír también, con una risita medio histérica. «Se la partiste y yo, con el rollo de amasar, le partí otras cosas.» Así pasaron un buen rato, como dos amigas que comparten una confidencia jovial y algo escabrosa, estremecidas por las carcajadas. «Te aseguro que Fito Cebolla tiene más moretones que tú, Justiniana», «¿Y qué pretextos le dará ahora a su mujer, para esos chinchones y heridas?», «Que lo asaltaron los ladrones y le dieron una pateadura». En un contrapunto de chacota, acabaron los vasos de whisky. Se calmaron. Poco a poco, recuperaron el aliento.
—Voy a servir otros dos más —dijo doña Lucrecia.
—Yo voy, déjeme a mí, le juro que sé prepararlos.
—Bueno, anda, pondré música.
Pero, en vez de levantarse del chaise longue para que la muchacha pasara, la señora Lucrecia la cogió de la cintura con las dos manos y la ayudó a deslizarse por encima de ella, sin retenerla pero demorándola, en un movimiento que, por un momento, tuvo a sus cuerpos —la patrona abajo, la empleada arriba— enlazados. En la semipenumbra, mientras sentía el rostro de Justiniana sobre el suyo —su aliento le calentaba la cara y se le metía por la boca— doña Lucrecia vio asomar en el azabache de sus ojos un resplandor alarmado.
—¿Y, ahí, notaste qué? —la conminó un atorado don Rigoberto, sintiendo a doña Lucrecia moverse en sus brazos con la pereza animal en que su cuerpo zozobraba cuando hacían el amor.
—No se escandalizó; sólo se asustó un poquito, tal vez. Aunque no por mucho rato —dijo, semiahogada—. De que me hubiera tomado esas confianzas, haciéndola pasar encima mío cogida de la cintura. Tal vez, se dio cuenta. No sé, no sabía nada, no me importó nada. Yo, volaba. Pero, de eso sí me di: no se enojó. Lo tomaba con gracia, con esa malicia que pone en todo. Fito tenía razón, es atractiva. Y, más, medio desnuda. Su cuerpo café con leche, contrastando con la blancura de la seda…
—Hubiera dado un año de vida por verlas, en ese momento —Y don Rigoberto encontró la referencia que hacía rato buscaba: Pereza y lujuria o el sueño, de Gustave Courbet.
—¿No nos estás viendo? —se burló doña Lucrecia.
Con total nitidez, pese a que, a diferencia de su diurno dormitorio, aquél era nocturno, y esa parte de la habitación estaba en penumbra, fuera del alcance de la lámpara de pie. La atmósfera se había adensado. Aquel perfume penetrante, que mareaba, intoxicó a don Rigoberto. Sus narices lo aspiraban, expelían, reabsorbían. Al fondo, se oía el rumor del mar, y, en el estudio, a Justiniana preparando los tragos. Media oculta por la planta de hojas lanceoladas, doña Lucrecia se estiró y, como desperezándose, puso en marcha el tocadiscos; una música de arpas paraguayas y un coro guaraní flotó en la habitación, mientras doña Lucrecia volvía a su postura en el chaise longue y, los párpados entornados, esperaba a Justiniana con una intensidad que don Rigoberto olió y oyó. La bata china dejaba ver su muslo blanco y sus brazos desnudos. Tenía los cabellos alborotados y sus ojos atisbaban detrás de las sedosas pestañas. «Un ocelote que acecha a su presa», pensó don Rigoberto. Cuando Justiniana apareció con los dos vasos en las manos, venía risueña, moviéndose con desenvoltura, acostumbrada ya a esa complicidad, a no guardar con su patrona la distancia debida.
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