Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto

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—¿Te gusta esta música paraguaya? No sé cómo se llama —murmuró doña Lucrecia.

—Mucho, es bonita, pero no se baila ¿no? —comentó Justiniana, sentándose en el borde del chaise longue y alcanzándole el vaso—. ¿Está bien así o le falta agua?

No se atrevía a pasar por encima de ella y doña Lucrecia se arrimó hacia el rincón que había ocupado antes la muchacha. La animó con un gesto a que se echara en su lugar. Justiniana lo hizo y, al tenderse junto a ella, la bata se le corrió de modo que su pierna derecha quedó también descubierta, a milímetros de la pierna desnuda de la señora.

—Chin chin, Justiniana —dijo ésta, chocándole el vaso.

—Chin chin, señora.

Bebieron. Apenas apartaron los vasos, doña Lucrecia bromeó:

—Cuánto hubiera dado Fito Cebolla por tenernos a las dos como estamos ahora.

Se rió y Justiniana también se rió. La risa de ambas creció, decreció. La muchacha se atrevió a hacer una broma, ella también:

—Si al menos hubiera sido joven y pintón. Pero, con semejante sapo y encima borracho, quién se iba a dejar.

—Al menos, tiene buen gusto —La mano libre de doña Lucrecia revolvió los cabellos de Justiniana—. La verdad, eres muy bonita. No me extraña que hagas hacer locuras a los hombres. ¿Sólo a Fito? Habrás causado estragos, por ahí.

Siempre alisándole los cabellos, estiró su pierna hasta tocar la de Justiniana. Esta no apartó la suya. Quedó quieta, media sonrisa fijada en la cara. Después de unos segundos, la señora Lucrecia, con un vuelco de corazón, notó que el pie de Justiniana se adelantaba despacito hasta hacer contacto con el suyo. Unos dedos tímidos se movían sobre los suyos, en un imperceptible rasguño.

—Te quiero mucho, Justita —dijo, llamándola por primera vez como hacía Fonchito—. Me di cuenta esta noche. Cuando vi lo que ese gordo te estaba haciendo. ¡Sentí una rabia! Como si hubieras sido mi hermana.

—Yo también a usted, señora —musitó Justiniana, ladeándose un poco, de modo que, ahora, además de pies y muslos, se tocaban sus caderas, brazos y hombros—. Me da no sé qué decírselo, pero, la envidio tanto. Por ser como es, por ser tan elegante. La mejor que he conocido.

—¿Me permites que te bese? —La señora Lucrecia inclinó la cabeza hasta rozar la de Justiniana. Sus cabellos se mezclaron. Veía sus ojos profundos, muy abiertos, observándola sin pestañar, sin miedo, aunque con algo de ansiedad—. ¿Puedo besarte? ¿Podemos? ¿Como amigas?

Se sintió incómoda, arrepentida, los segundos —¿dos, tres, diez?— que Justiniana tardó en responder. Y le volvió el alma al cuerpo —su corazón latía tan de prisa que apenas respiraba— cuando, por fin, la carita que tenía bajo la suya asintió y se adelantó, ofreciéndole los labios. Mientras se besaban, con ímpetu, enredando las lenguas, separándose y juntándose, sus cuerpos anudándose, don Rigoberto levitaba. ¿Estaba orgulloso de su esposa? Por supuesto. ¿Más enamorado de ella que nunca? Naturalmente. Retrocedió a verlas y oírlas.

—Tengo que decirle una cosa, señora —oyó que Justiniana susurraba en el oído de Lucrecia—. Hace mucho, tengo un sueño. Se repite, me viene hasta despierta. Que, una noche, hacía frío. El señor estaba de viaje. Usted tenía miedo a los ladrones y me pidió que viniera a acompañarla. Yo quería dormir en este sillón y usted «no, no, ven aquí, ven». Y me hacía acostarme con usted. Soñando eso, soñando, ¿se lo digo?, me mojaba. ¡Qué vergüenza!

—Hagamos ese sueño —La señora Lucrecia se enderezó, llevando tras ella a Justiniana—. Durmamos juntas, pero en la cama, es más blanda que el chaise longue. Ven, Justita.

Antes de entrar bajo las sábanas, se quitaron las batas, que quedaron al pie del lecho de dos plazas, cubierto por un cubrecama. A las arpas había sucedido un vals de otros tiempos, unos violines cuyos compases sintonizaban con sus caricias. ¿Qué importaba que hubieran apagado la luz mientras jugaban y se amaban, ocultas bajo las sábanas, y el atareado cubrecamas se encrespaba, arrugaba y bamboleaba? Don Rigoberto no perdía detalle de sus amagos y arremetidas; se enredaba y desenredaba con ellas, estaba junto a la mano que embolsaba un pecho, en cada dedo que rozaba una nalga, en los labios que, luego de varias escaramuzas, se atrevían por fin a hundirse en esa sombra enterrada, buscando el cráter del placer, la oquedad tibia, la latiente boca, el vibrátil musculillo. Veía todo, sentía todo, oía todo. Sus narices se embriagaban con el perfume de esas pieles y sus labios sorbían los jugos que manaban de la gallarda pareja.

—¿Ella no había hecho eso nunca?

—Ni yo tampoco —se lo confirmó doña Lucrecia—. Ninguna de las dos, nunca. Un par de novatas. Aprendimos, ahí mismo. Gocé, gozamos. No te extrañé nada esa noche, mi amor. ¿No te importa que te lo diga?

—Me gusta que me lo digas —la abrazó su esposo—. ¿Y ella, no se sintió mal después?

En absoluto. Había mostrado una naturalidad y una discreción que impresionaron a doña Lucrecia. Salvo a la mañana siguiente, cuando llegaron los ramos de flores (el de la patrona decía: «Desde sus vendajes, Fito Cebolla agradece de todo corazón la merecida enseñanza que ha recibido de su querida y admirada amiga Lucrecia» y el de la empleada: «Fito Cebolla saluda y pide rendidas excusas a la Flor de la Canela») que se mostraron la una a la otra, el tema no se había vuelto a tocar. La relación no cambió, ni las maneras, ni el tratamiento, para quienes las observaban desde fuera. Es verdad que, de cuando en cuando, doña Lucrecia tenía pequeñas delicadezas con Justiniana, regalándole unos zapatos nuevos, un vestido o llevándola de compañía en sus salidas, pero eso, aunque daba celos al mayordomo y a la cocinera, no sorprendía a nadie, pues todos en la casa, desde el chofer hasta Fonchito y don Rigoberto, hacía tiempo habían notado que con sus vivezas y zalamerías Justiniana se tenía comprada a la señora.

AMOR A LAS OREJAS VOLADORAS

Ojos para ver, nariz para oler, dedos para tocar y orejas como cuernos de la abundancia para ser frotadas con las yemas, igual que la jorobita de la jorobada o la panzita del Buda —que traen suerte— y, después, lamidas y besadas.

Me gustas tú, Rigoberto, y tú y tú, pero, por encima de todas tus otras cosas, me gustan tus orejas voladoras. Quisiera ponerme de rodillas y aguaitar esos agujeritos que tú limpias cada mañana (la que sabe, sabe) con un palito algodonado y les arrancas los vellitos con una pinza —pelito ay por pelito ay junto al espejo ay— los días que les toca la purificación. ¿Qué vería yo por esos hondos huequecitos? Un precipicio. Y, así, descubriría tus secretos. ¿Cuál, por ejemplo? Que, sin saberlo, ya me amas, Rigoberto. ¿Alguna otra cosa vería? Dos elefantitos con sus trompitas levantadas. Dumbo, Dumbito, cuánto te amo.

Entre gustos y colores no han escrito los autores. Tú, para mí, aunque hay quien dice que por tu nariz y tus orejas ganarías el concurso El Hombre Elefante del Perú, eres el ser más atractivo, el más buen mozo que se ha visto. A ver, Rigoberto, adivina, si me dieran a escoger entre Robert Redford y tú ¿quién sería el elegido de mi corazón? Sí, orejita mía, sí, narigoncito, sí, Pinochito: tú, tú.

¿Qué más vería, si me asomara a espiar por tus abismos auditivos? Un campo de tréboles, todos de cuatro hojas. Y ramos de rosas cuyos pétalos tienen retratada, en su peluza blanca, una carita amorosa. ¿Cuál? La mía.

¿Quién soy, Rigoberto? ¿Quién es la andinista que te ama y te idolatra y algún día no lejano escalará tus orejas como otros escalan el Himalaya o el Huascarán?

Tuya, tuya, tuya, La loquita de tus orejas

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