Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto

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Su hermano Narciso no era un diablo; aventurero, nomás. Dotado de una endiablada habilidad para sacar a su vocación trashumante y su curiosidad por lo prohibido, lo secreto y lo exótico, un gran partido crematístico. Pero, como era mitómano, no resultaba fácil saber qué era cierto y qué fantasía en las correrías con que solía mantener hechizado a su auditorio, a la hora (siniestra) de la cena de gala, la fiesta de matrimonio o el coctel, escenarios de sus grandes performances relatoras. Por ejemplo, don Rigoberto nunca se había creído del todo que buena parte de su fortuna la amasara contrabandeando a los países prósperos de Asia, cuernos de rinoceronte, testículos de tigre y penes de morsas y focas (los dos primeros procedentes de África, los dos últimos de Alaska, groenlandia y Canadá). Esos indumentos se pagaban a precio de oro en Tailandia, Hong Kong, Taiwán, Corea, Singapur, Japón, Malasia y hasta la China comunista, pues los conocedores los teían por poderosos afrodisíacos y remedios infalibles contra la impotencia. Justamente, la noche aquélla, mientras los hermanos corsos y las dos cuñadas, Ilse y Lucrecia, tomaban el aperitivo, antes de la cena, en aquel restaurante de la Costa Verde, Narciso los había tenido entretenidos contándoles una disparatada historia de afrodisíacos de la cual él fue héroe y víctima, en Arabia Saudita, donde, juraba —detalles geográficos e irretenibles nombres árabes llenos de jotas al apoyo— que estuvo a punto de ser decapitado en la plaza pública de Riad al descubrirse que contrabandeaba un maletín de tabletas de Captagon (fenicilina hidroclorídrica) para mantener la potencia sexual del lujurioso jeque Abdelaziz Abu Amid a quien sus cuatro esposas legítimas y las ochenta y dos concubinas de su harén tenían algo fatigado. Aquél le pagaba en oro el cargamento de anfetaminas.

—¿Y la yobimbina?— preguntó Ilse, cortándole la historia a su marido, en el mismo momento en que comparecía ante un tribunal de enturbantados ulemas—. ¿Produce ese efecto que dicen, en todas las personas?

Sin pérdida de tiempo, su apuesto hermano —sin pizca de envidia don Rigoberto rememoró cómo, después de haber sido indiferenciables de niños y jóvenes, la edad adulta los había ido distinguiendo, y, ahora, las orejas de Narciso parecían normales comparadas con las espectaculares aletas que a él lo adornaban, y su nariz recta y modesta si se cotejaba con el tirabuzón o trompa de oso hormiguero con que él olfateaba la vida— se lanzó en una erudita perorata sobre la yohimbina (llamada yobimbina en el Perú por la perezosa tendencia fonética de los nativos, a quienes una hache aspirada costaba mayor trabajo bucal que una pe). El discurso de Narciso duró el aperitivo —pisco sauers los señores y vino blanco helado las damas—, el arroz con mariscos y los panqueques con manjarblanco de la comida, y tuvo, en lo que a él concernía, el efecto de una cosquilleante ansiedad presexual. En ese momento, caprichos del azar, el cuaderno le deparó la indicación shakespeariana de que las piedras turquesas cambian de color para alertar a quien las lleva de un peligro inminente (El Mercader de Venecia, otra vez). ¿Hablaba en serio, sabía o se inventaba esa ciencia con la intención de crear el ambiente psicológico y la amoralidad propicia para su propuesta de más tarde? No se lo había preguntado ni lo haría, pues, a estas alturas ¿qué importaba?

Don Rigoberto se echó a reír y la grisura de la tarde amainó. El Monsieur Teste de Valéry se jactaba al pie de esa página: «La estupidez no va conmigo» (La betise n'est pas mon fort). Dichoso él; don Rigoberto, en la compañía de seguros, había pasado ya un cuarto de siglo rodeado, sumergido, asfixiado por la estupidez, hasta convertirse en un especialista. ¿Era Narciso un mero imbécil? ¿Uno más de ese protoplasma limeño autodenominado gente decente? Sí. Lo que no le impedía ser ameno cuando se lo proponía. Esa noche, por ejemplo. Ahí estaba el gran latero, su rostro bien rasurado y la tez bronceada por el ocio, explicando el alcaloide de un arbusto, también llamado yohimbina, de ilustre progenie en la tradición herborista y la medicina natural. Aumentaba la vasodilatación y estimulaba los ganglios que controlan el tejido eréctil, e inhibía la serotonina, cuyo exceso bloquea el apetito sexual. Su cálida voz de seductor veterano, sus ademanes, congeniaban con su blazer azul, la camisa gris y el pañuelo de seda oscuro y motas blancas enroscado en el cuello. Su exposición, intercalada de sonrisas, se mantenía en el astuto límite entre la información y la insinuación, la anécdota y la fantasía, la sabiduría y el chisme, la diversión y la excitación. Don Rigoberto advirtió, de pronto, que los ojos verde marino de Ilse y los oscuros topacios de Lucrecia centellaban. ¿Había, su sabihondo hermano corso, inquietado a las señoras? A juzgar por sus risitas, sus chistes, sus preguntas, el cruce y descruce de piernas, y la alegría con que vaciaban los vasos de vino chileno Concha y Toro, sí, las había. ¿Por qué no iban ellas a experimentar el mismo desliz del ánimo que él? ¿Tenía Narciso ya, a estas alturas de la noche, su plan armado? Por supuesto, decretó don Rigoberto.

Por eso, diestramente, no les daba respiro ni permitía que la conversación se apartara del maquiavélico rumbo trazado por él. De la yobimbina pasó al fugu japonés, fluido testicular de un pececillo que, además de tónico seminal poderosísimo, puede producir una muerte atroz, por envenenamiento —así perecen cada año centenares de rijosos japoneses— y a referir los sudores fríos con que lo probó, aquella noche tornasolada de Kyoto, de manos de una geisha en kimono volátil, sin saber si al término de esos bocados anodinos lo esperaban los estertores y el rigor mortis o cien estallidos de placer (fue lo segundo, rebajado de un cero). Ilse, rubia escultural, exazafata de Lufthansa, acriollada walkiria, festejaba a su marido sin celos retrospectivos. Fue ella quien propuso (¿estaba también en la colada?), luego del harinoso postre, que terminaran la noche tomando un trago en su casa de La Planicie. Don Rigoberto dijo «buena idea», sin sopesar la propuesta, contagiado por el entusiasmo visual con que Lucrecia la acogió.

Media hora después, estaban instalados en los cómodos sillones del espantoso salón kitsch de Narciso e Ilse —huachafería peruana y orden prusiano— rodeados de bestias disecadas que los observaban, impertérritas, con helados ojos de vidrio, tomar whisky, bañados por una indirecta luz, oyendo melodías de Nat King Cole y Frank Sinatra, y contemplando, por la vidriera al jardín, los azulejos de la piscina iluminada. Narciso seguía desplegando su cultura afrodisíaca con la facilidad con que el Gran Richardi —don Rigoberto suspiró recordando el circo de la infancia— sacaba pañuelos de su sombrero de copa. Cabeceando la omnisciencia con el exotismo, aseguró que en el sur de Italia cada varón consumía una tonelada de albahaca en el curso de su vida pues la tradición asegura que de aquella hierba aromática depende, además del buen sabor de los tallarines, el tamaño del pene, y que, en la India, se vendía en los mercados un ungüento —él lo regalaba a sus amigos que cumplían cincuenta años— a base de ajo y légañas de mono que, frotado donde correspondía, provocaba erecciones en serie, como estornudos de alérgico. Abrumándolos, ponderó las virtudes de las ostras, el apio, el coreano ginseng, la zarzaparrilla, el regaliz, el polen, las trufas y el caviar, haciendo sospechar a don Rigoberto, después de escucharlo más de tres horas, que, probablemente, todos los productos animales y vegetales del mundo estaban diseñados para propiciar ese entrevero de los cuerpos llamado amor físico, cópula, pecado, al que los humanos (él no se excluía) concedían tanta importancia.

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