Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto

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Y, entonces, recordó. «¡Maldito Onetti!» Se echó a reír a carcajadas. «¡Maldita novela! ¡Maldita Santa María! ¡Maldita Gertrudis!» (¿Así se llamaba su personaje? ¿Gertrudis? Sí, así.) De ahí le vino la pesadilla, nada de telepatía. Seguía riéndose, liberado, sobreexcitado, dichoso. Decidió, por unos momentos, creer en Dios (en alguno de sus cuadernos había transcrito la frase de Quevedo, en el Buscón: «Era de esos que creen en Dios por cortesía») para poder agradecer a alguien que los amados pechos de Lucrecia estuvieran intactos, indemnes a las acechanzas del cáncer, y que esa pesadilla hubiera sido sólo la reminiscencia de esa novela cuyo terrible comienzo lo había sobresaltado de horror, los primeros meses de su matrimonio con Lucrecia, inoculándole la aprensión de que algún día, los deliciosos, dulces pechos de su nueva esposa, pudieran ser víctimas de una afrenta quirúrgica (la frase compareció en su memoria con su obscena eufonía: «Ablación de mama») semejante a la que describía, o, aún mejor, inventaba, en las primeras páginas, Brausen, el narrador de esa novela desasosegadora del maldito Onetti. «Gracias, Dios mío, de que no sea cierto, de que sus tetas estén enteritas», rezó. Y, sin calzarse las zapatillas ni ponerse la bata fue a oscuras, tropezando, a revisar los cuadernos de su escritorio. Estaba seguro de haber dejado testimonio de esa perturbadora lectura, que, ¿por qué?, había sobreflotado esta noche de su subconsciencia para estropearle el sueño.

¡El maldito Onetti! ¿Uruguayo? ¿Argentino? Rioplatense, en todo caso. Qué mal rato le hizo pasar. Curioso encaminamiento el de la memoria, caprichosas curvas, barrocos zigzags, incomprensibles hiatos. ¿Por qué, ahora, esta noche, reaparecía en su conciencia esa ficción, luego de diez años en que probablemente ni un solo día, ni una sola vez, pensó en ella? Con la luz de la lamparita del escritorio proyectando sobre el tablero su luz dorada, revisaba apresurado el alto de cuadernos que, calculó, correspondía a la época en que leyó La vida breve. A la vez, seguía viendo, cada vez más nítidos, níveos, levantados, cálidos, en la cama nocturna, en la bañera matutina, asomando entre los pliegues del camisón o la bata de seda o la abertura del escote, los pechos de Lucrecia. Y, volvía, regresaba, con el recuerdo de la tremenda impresión que le había causado la imagen inicial, la historia que refería La vida breve, con una creciente lucidez, como si aquella lectura fuese fresca, recientísima. ¿Por qué La vida breve! ¿Por qué, esta noche?

Por fin, encontró. Encabezando la página y subrayado: La vida breve. Y, a continuación: «Soberbia arquitectura, delicadísima y astuta construcción: una prosa y una técnica muy por encima de sus pobres personajes y anodinas historias». No era una frase muy entusiasta. ¿Por qué, pues, esa conmoción al recordarla? ¿Sólo porque su subconsciente había asociado aquel pecho cercenado por el bisturí de la Gertrudis de la novela con los añorados pechos de Lucrecia? Tenía clarísima la escena inicial, la imagen que había vuelto a remecerlo. El mediocre empleadito de una agencia publicitaria de Buenos Aires, Juan María Brausen, narrador de la historia, se tortura en su sórdido departamento con la idea de la mutilación de teta que ha sufrido la víspera o esa mañana su mujer, Gertrudis, mientras oye, al otro lado del tabique, el estúpido parloteo de una nueva vecina, una ex o todavía puta, Queca, y vagamente fantasea un argumento para cine que le ha pedido su amigo y jefe, Julio Stein. Ahí estaban las transcripciones estremecedoras: «…pensé en la tarea de mirar sin disgusto la nueva cicatriz que iba a tener Gertrudis en el pecho, redonda y complicada, con nervaduras de un rojo o un rosa que el tiempo transformaría acaso en una confusión pálida, del color de la otra, delgada y sin relieve, ágil como una firma, que Gertrudis tenía en el vientre y que yo había reconocido tantas veces con la punta de la lengua». Y ésta, aún más lacerante, en que Brausen, agarrando al toro por los cuernos, anticipa la única manera real en que podría convencer a su mujer de que aquella teta cercenada no importaba: «Porque la única prueba convincente, la única fuente de dicha y confianza que puede proporcionarle será levantar y abatir a plena luz, sobre el pecho mutilado, una cara rejuvenecida por la lujuria, besar y enloquecerme allí».

«Quien escribe frases así, que diez años después siguen erizándole a uno la piel, llenándole el cuerpo de estalactitas, es un creador», pensó don Rigoberto. Se imaginó desnudo con su mujer, en la cama, contemplando la cicatriz casi invisible en el lugar donde había reinado y tronado aquella copa de carne tibia, aquella sedosa comba, besuqueándola con exagerada avidez, mintiendo una excitación, un frenesí que no sentía ni volvería a sentir, y reconoció en sus cabellos la mano —¿agradecida, compadecida?— de su amada, haciéndole saber que ya bastaba. No era necesario fingir. ¿Por qué, ellos que habían vivido cada noche la verdad de sus deseos y sus sueños hasta los tuétanos, iban ahora a mentir, diciéndose que no importaba, cuando ambos sabían que importaba muchísimo, que aquella teta ausente seguiría gravitando sobre todas las noches restantes? ¡Maldito Onetti!

—Te llevarías la sorpresa de tu vida —se rió doña Lucrecia, haciendo un gorgorito de cantante de ópera que se prepara a salir a escena—. Como yo, cuando me lo dijo. Y, más todavía, cuando se los vi. ¡La sorpresa de tu vida!

—¿Los gallardos pechos de la embajadora de Argelia? —se sorprendió don Rigoberto—. ¿Reconstituidos?

—De la esposa del embajador de Argelia —lo perfeccionó doña Lucrecia—. No te hagas el tonto, sabes muy bien de quién se trata. Los estuviste mirando toda la noche, en la comida de la embajada de Francia.

—Es verdad, eran lindísimos —admitió don Rigoberto, ruborizándose. Y, al tiempo que acariciaba, besaba y miraba con devoción los pechos de doña Lucrecia, matizó su entusiasmo con una galantería—: Pero, no tanto como los tuyos.

—Si no me importa —dijo ella, despeinándolo—. Son mejores que los míos, qué le voy a hacer. Más pequeñitos, pero más perfectos. Y, más duros.

—¿Más duros? —Don Rigoberto había comenzado a tragar saliva—. Ni que la hubieras visto desnuda. Ni que se los hubieses tocado.

Hubo un silencio auspicioso, que, sin embargo, coexistía con el estruendo de las olas rompiendo en el acantilado, allá abajo, al pie del escritorio.

—La he visto desnuda y se los he tocado —deletreó, demorándose mucho, su mujer—. ¿No te importa, no es cierto? Pero, no iba a eso, sino a que son reconstruidos. De verdad.

Ahora, don Rigoberto recordó que las mujeres de La vida breve —Queca, Gertrudis, Elena Sala— usaban fajas de seda, además de calzones, para sujetarse el talle y tener silueta. ¿De qué fecha sería aquella novela de Onetti? Ninguna mujer usaba ya fajas. Nunca había visto a Lucrecia con una faja de seda. Tampoco vestida de pirata, ni de monja, ni de jockey, ni de payaso, ni de mariposa, ni de flor. Aunque sí de gitana, con pañuelo en la cabeza, grandes aros en las orejas, blusa de bobos, una falda de amplio ruedo de muchos colores, y, en garganta y en brazos, sartas de abalorios. Recordó que estaba solo, en el amanecer húmedo de Barranco, separado hacía cerca de un año de Lucrecia, y lo impregnó el atroz pesimismo novelesco de Juan María Brausen. Sintió, también, lo que leía en el cuaderno: «la seguridad inolvidable de que no hay en ninguna parte una mujer, un amigo, una casa, un libro, ni siquiera un vicio, que puedan hacerme feliz». Era esa soledad atroz, no la escena del pecho canceroso de Gertrudis, lo que había desenterrado de su subconsciencia aquella novela; él estaba ahora sumido en una soledad tan ácida y un pesimismo tan negro como los de Brausen.

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