Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto
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Segismundo lo recitaba al despertar de ese sueño artificial en que (con un compuesto de opio, adormidero y beleño) lo sumían el rey Basilio y el viejo Clotaldo, y le montaban esa innoble farsa, trasladándolo de su torre prisión a la corte, para hacerlo reinar por un breve lapso, haciéndole creer que esa transición era también un sueño. «Lo que sucedió a tu fantasía mientras dormías, pobre príncipe, pensó, es que te adormecieron con drogas y mataron. Te devolvieron por un ratito a tu verdadera condición, haciéndote creer que soñabas. Entonces, te tomaste las libertades que uno se toma cuando goza de la impunidad de los sueños. Diste rienda suelta a tus deseos, desbarrancaste por el balcón a un hombre, casi matas al viejo Clotaldo y al mismísimo rey Basilio. Así, tuvieron el pretexto necesario —eras violento, eras irascible, eras indigno— para devolverte a las cadenas y a la soledad de tu prisión.» Pese a ello, envidió a Segismundo. Él también, como el desdichado príncipe condenado por la matemática y las estrellas a vivir soñando para no morir de encierro y soledad, era lo que había anotado en el cuaderno: «un esqueleto vivo», «un animado muerto». Pero, a diferencia de aquel príncipe, ningún rey Basilio, ningún noble Clotaldo, vendrían a sacarlo de su abandono y soledad, para, luego de adormecerlo con opio, adormidera y beleño, despertarlo en brazos de Lucrecia. «Lucrecia, Lucrecia mía», suspiró, dándose cuenta de que estaba llorando. ¡Qué llorón se había vuelto este último año!
Estrella lagrimeaba también, pero de alegría y felicidad. Luego del estertor final, durante el que don Rigoberto sintió un sacudón simultáneo en todas las madejas de nervios de su cuerpo, abrió la boca, soltó la nariz y se dejó caer de espaldas sobre la cama encolchada de azul, con una desarmante y beata exclamación: «¡Qué rico me corrí, Virgen santa!». Y, agradecida, se persignó, sin el menor ánimo sacrilego.
—Muy rico para ti, sí, pero a mí casi me dejaste sin nariz y sin orejas, forajida —se quejó don Rigoberto.
Estaba segurísimo de que las caricias de Estrella le habían puesto la cara como la de ese personaje vegetal del Arcimboldo que tenía una tuberosa zanahoria por nariz. Con un creciente sentimiento de humillación, advirtió, por entre los dedos de la mano con los que se frotaba su magullada nariz, que Rosaura–Lucrecia, sin pizca de compasión ni preocupación por él, miraba a la mulata (desperezándose, aplacada, sobre la cama) con curiosidad, una sonrisita complacida flotando por su cara.
—¿Y eso es lo que te gusta de los hombres, Estrella? —le preguntó.
La mulata asintió.
—Lo único que me gusta —precisó, acezando y lanzando un vaho denso, vegetal—. Lo demás, que se lo metan donde el sol no les alumbre. Generalmente, me contengo y lo oculto, por el qué dirán. Pero, esta noche, me solté. Porque, nunca he visto unas orejas y una nariz como las de tu hombre. Ustedes me hicieron sentir en confianza, mamita.
Examinó de arriba abajo a Lucrecia con una mirada de conocedora y pareció aprobarla. Estiró una de sus manos y colocó el dedo índice en el pezón izquierdo —don Rigoberto creyó ver cómo el pequeño botón craquelado de su mujer se enderezaba— de Rosaura–Lucrecia y dijo, con una risita:
—Descubrí que eras mujer cuando estábamos bailando, en la boîte. Te sentí las tetitas y me di cuenta que no sabías llevar a tu pareja. Te llevaba yo a ti, no tú a mí.
—Lo disimulaste muy bien, yo creí que te había engañado —la felicitó doña Lucrecia.
Siempre frotándose la acariciada nariz y las resentidas orejas, don Rigoberto sintió una nueva vaharada de admiración por su mujer. ¡Qué versátil y adaptable podía ser! Era la primera vez en su vida que Lucrecia hacía cosas así —vestirse de hombre, ir a un cabaretucho de fulanas en un país extranjero, meterse a un hotel de mala muerte con una puta—, y, sin embargo, no denotaba la menor incomodidad, turbación ni fastidio. Ahí estaba, conversando de tú y voz con la mulata otorrinolaringóloga, como si fuera igual a ella, de su ambiente y profesión. Parecían dos buenas compañeras, intercambiando experiencias en un momento de asueto en su ajetreada jornada. ¡Y qué bella, qué deseable la veía! Para saborear ese espectáculo de su mujer desnuda junto a Estrella, en ese chusco camastro de cubrecama azulado, en la aceitosa medialuz, don Rigoberto cerró los ojos. Estaba echada de costado, la cara apoyada en su mano izquierda, en un abandono que realzaba la deliciosa espontaneidad de su postura. Su piel parecía mucho más blanca en esa pobre luz y sus cabellos cortos más negros y la matita de vellos del pubis azulada de retinta. Mientras, amorosamente, seguía los suaves meandros de sus muslos y espalda, escalaba sus nalgas, pechos y hombros, don Rigoberto se fue olvidando de sus adoloridadas orejas, de su maltratada nariz, y también de Estrella y del hotelito de mala muerte en el que se habían refugiado, y de la ciudad de México: el cuerpo de Lucrecia fue colonizando su conciencia, desplazando, eliminando toda otra imagen, consideración, preocupación.
Ni Rosaura–Lucrecia ni Estrella parecían advertir —o, tal vez, no le daban importancia— que él, maquinalmente, se había ido quitando la corbata, el saco, la camisa, los zapatos, las medias, el pantalón y el calzoncillo, que fue arrojando al averiado suelo de linóleo verdoso. Y, ni siquiera cuando, de rodillas al pie de la cama, comenzó a acariciar con sus manos y a besar respetuosamente las piernas de su mujer, le prestaron atención. Siguieron enfrascadas en sus confidencias y chismografías, indiferentes, como si no lo vieran, como si él fuera el fantasma.
«Lo soy», pensó, abriendo los ojos. La excitación estaba allí siempre, golpeándole las piernas, sin mucha convicción ya, como un aherrumbrado badajo que golpea la vieja campana desafinada por el tiempo y la rutina, de la iglesita sin parroquianos, sin la menor alegría ni decisión.
Y, entonces, la memoria le devolvió el profundo desagrado —el mal sabor en la boca, en verdad— que le había dejado el final cortesano, abyectamente servil al principio de autoridad y a la inmoral razón de Estado, de aquella obra de Calderón de la Barca, cuando, al soldado que inició la rebelión contra el rey Basilio gracias a la cual el príncipe Segismundo llega a ocupar el trono de Polonia, el desagradecillo y canallesco flamante Rey condena a pudrirse de por vida en la torre donde él mismo padeció, con el argumento —su cuaderno reproducía los espantosos versos: «el traidor no es menester/ siendo la traición pasada».
«Horrenda filosofía, repugnante moral», reflexionó, olvidando transitoriamente a su bella mujer desnuda a la que, sin embargo, seguía acariciando de modo maquinal. «El príncipe perdona a Basilio y Clotaldo, sus opresores y torturadores, y castiga al valiente soldado anónimo que soliviantó a la tropa contra el injusto rey, y sacó a Segismundo de su cueva y lo hizo monarca, porque había que defender, por encima de todo, la obediencia a la autoridad constituida, condenar el principio y la idea misma de rebeldía contra el Rey. ¡Qué asco!»
¿Acaso merecía una obra envenenada con esa inhumana doctrina enemiga de la libertad ocupar y alimentar sus sueños, amueblar sus deseos? Y, sin embargo, alguna razón habría de haber para que, esa noche, sus fantasmas hubieran tomado posesión tan rotunda y exclusiva de su sueño. Volvió a revisar sus cuadernos, en pos de una explicación.
El viejo Clodoaldo llamaba a la pistola «áspid de metal» y la disfrazada Rosaura se preguntaba «si la vista no padece engaños / que hace la fantasía, / a la medrosa luz que aún tiene el día». Don Rigoberto miró hacia el mar. Allá, a lo lejos, en la raya del horizonte, una medrosa luz anunciaba el nuevo día, esa luz que destruía violentamente, cada mañana, su pequeño mundo de ensueño y sombras donde era feliz (¿feliz? No, donde era apenas algo menos desdichado) y lo regresaba a la rutina carcelaria de cinco días por semana (ducha, desayuno, oficina, almuerzo, oficina, comida) en la que apenas le quedaba resquicio para filtrar sus invenciones. Había unos pequeños versos acotados con una indicación al margen que decía «Lucrecia» y una flechita señalándolos: «…mezclando / entre las galas costosas de Diana los arneses / de Palas». La cazadora y la guerrera, confundidas en su amada Lucrecia. Por qué no. Pero, evidentemente, no era eso lo que había incrustado la historia del príncipe Segismundo en el fondo de su subconsciencia ni lo que lo había actualizado en sus fantasías de esta noche. ¿Qué, entonces?
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