Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto
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- Название:Los cuadernos De don Rigoberto
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—Ríanse, nomás, no se aguanten las ganas, no me voy a enojar —decía don Rigoberto a su esposa y a su hijo, que, ayudándolo a incorporarse, hacían grotescas morisquetas y trataban de sofrenar las carcajadas. También la gente de las orillas se reía, viéndolo ensopado de pies a cabeza.
Dispuesto al heroísmo (¿por primera vez en su vida?), don Rigoberto propuso perseverar y quedarse, alegando que el sol de Chaclacayo lo secaría en un dos por tres. Doña Lucrecia fue terminante. Eso sí que no, podía darle una pulmonía, se regresaban a Lima. Lo hicieron, derrotados, aunque sin ceder a la desesperación. Y, riéndose con cariño del pobre don Rigoberto, que se había quitado el pantalón y manejaba en calzoncillos. Llegaron a la casa de Barranco cerca de las cinco de la tarde. Mientras don Rigoberto se duchaba y cambiaba de ropa, doña Lucrecia, ayudada por Justiniana, que acababa de regresar de su salida de fin de semana —el mayordomo y la cocinera sólo volverían a la noche— prepararon los sandwiches de pollo y palta con tomate y huevo de ese tardío y accidentado almuerzo.
—Desde que te amistaste con mi madrastra te has vuelto bueno, papá.
Don Rigoberto apartó la boca del sandwich a medio comer. Recapacitó.
—¿Lo dices en serio?
—Muy en serio —replicó el niño, volviéndose hacia doña Lucrecia—. ¿No es cierto, madrastra? Hace dos días que no reniega ni se queja por nada, está de buen humor y diciendo cosas bonitas todo el tiempo. ¿No es eso ser bueno?
—Sólo llevamos dos días de amistados —se rió doña Lucrecia. Pero, poniéndose seria y mirando con ternura a su marido, añadió—: En realidad, siempre fue buenísimo. Has tardado un poco en darte cuenta, Fonchito.
—No sé si me gusta que me llamen bueno —reaccionó al fin don Rigoberto, adoptando una expresión cavilosa—. Todas las personas buenas que he conocido eran un poco imbéciles. Como si hubieran sido buenas por falta de imaginación y de apetitos. Espero que, por sentirme contento, no me esté volviendo más imbécil de lo que soy.
—No hay peligro —La señora Lucrecia acercó la cara a su marido y lo besó en la frente—. Eres todas las cosas del mundo, salvo eso.
Estaba muy bella, con las mejillas arrebatadas por el sol de Chaclacayo, los hombros y los brazos al aire, en ese ligero vestido floreado de percala que le daba un aire fresco y saludable. «Qué bella, qué rejuvenecida», pensó don Rigoberto, deleitándose en el espigado cuello de su mujer y la graciosa curva de una de sus orejas, en la que se enroscaba una mecha suelta de sus cabellos, sujetados en la nuca con una cinta amarilla del mismo color de las alpargatas del paseo. Habían pasado once años y estaba más joven y atractiva que el día que la conoció. ¿Y, dónde se reflejaba más esa salud y esa belleza física que desafiaban la cronología? «En los ojos», se respondió. Esos ojos que cambiaban de color, de un pálido pardo a un verde oscuro, a un suave negro. Ahora, se veían muy claros bajo las largas pestañas oscuras y animados de una luz alegre, casi chispeante. Inadvertida de la contemplación de que era objeto, su mujer daba cuenta con apetito del segundo sandwich de palta con tomate y huevo, y bebía, de rato en rato, traguitos de cerveza fría que dejaban sus labios húmedos. ¿Era la felicidad, esta sensación que lo embargaba? ¿Esta admiración, gratitud y deseo que sentía por Lucrecia? Sí. Don Rigoberto deseó con todas sus fuerzas que volaran las horas que faltaban para el anochecer. Una vez más estarían solos y tendría entre sus brazos a su mujercita adorable, al fin, aquí, de carne y hueso.
—Por lo único que a ratos no me siento tan parecido a Egon Schiele es que a él le gustaba mucho el campo y a mí nada —dijo Fonchito, continuando en alta voz una reflexión comenzada en silencio hacía rato—. En eso, he salido a ti, papá. Tampoco me gusta nada eso de ver árboles y vacas.
—Por eso el picnic nos salió patas arriba —filosofó don Rigoberto—. Una venganza de la Naturaleza contra dos enemigos. ¿Qué dices de Egon Schiele?
—Que en lo único que no me parezco a él es en lo del campo, a él le gustaba y a mí no —explicó Fonchito—. Ese amor a la Naturaleza lo pagó caro. Lo metieron preso y lo tuvieron un mes en una prisión, donde casi se vuelve loco. Si se quedaba en Viena, eso no le hubiera pasado jamás.
—Qué bien informado estás sobre la vida de Egon Schiele, Fonchito —se sorprendió don Rigoberto.
—No te imaginas hasta qué extremo —lo interrumpió doña Lucrecia—. Se sabe de memoria todo lo que hizo, dijo, escribió y le pasó en sus veintiocho años de vida. Se conoce todos los cuadros, dibujos y grabados de memoria, con títulos y fechas. Y, hasta se cree Egon Schiele reencarnado. A mí me asusta, te juro.
Don Rigoberto no se rió. Asintió, como ponderando esa información con el mayor cuidado, pero, en verdad, disimulando la súbita aparición en su conciencia de un gusanito, una estúpida curiosidad, esa madre de todos los vicios. ¿Cómo se había enterado Lucrecia de que Fonchito sabía tantas cosas sobre Egon Schiele? «¡Schiele!, pensó. Variante aviesa del expresionismo al que Oscar Kokoshka llamaba, con toda justicia, un pornógrafo.» Se descubrió poseído de un odio visceral, ácido, bilioso, a Egon Schiele. Bendita la gripe española que se lo cargó. ¿De dónde sabía Lucrecia que Fonchito se creía ese garabateador abortado por los últimos vagidos del imperio austro–húngaro al que, también en buena hora, se había cargado la trampa? Lo peor era que, inconsciente de estar hundiéndose en las aguas pútridas de la autodelación, doña Lucrecia seguía torturándolo:
—Me alegro de que toquemos este tema, Rigoberto. Hace tiempo quería hablarte de eso, hasta pensé escribirte. Me tiene muy preocupada la manía de este niño con ese pintor. Sí, Fonchito. ¿Por qué no lo conversamos, entre los tres? ¿Quién mejor que tu padre para aconsejarte? Ya te lo he dicho varias veces. No es que me parezca mal esa pasión tuya por Egon Schiele. Pero, te estás obsesionando. No te importa que cambiemos ideas entre los tres ¿no es cierto?
—Creo que mi papá no se siente bien, madrastra —se limitó a decir Fonchito, con un candor que don Rigoberto tomó como una suplementaria afrenta.
—Dios mío, qué pálido estás. ¿No ves? Te lo dije, esa remojada en el río te ha hecho daño.
—No es nada, no es nada —tranquilizó don Rigoberto a su mujer, con una vocecita difusa—. Un bocado demasiado grande y me atoré. Un huesecito, creo. Ya está, ya me lo pasé. Estoy bien, no te preocupes.
—Pero, si estás temblando —se alarmó doña Lucrecia, tocándole la frente—. Te has resfriado, por supuesto. Ahora mismo un matecito de yerbaluisa bien caliente y un par de aspirinas. Yo te lo preparo. No, no protestes. Y, a la cama, sin chistar.
Ni siquiera la palabra cama levantó algo el ánimo de don Rigoberto, que, en pocos minutos, había pasado de la alegría y el entusiasmo vitales a una desmoralización confusa. Vio que doña Lucrecia se alejaba de prisa rumbo a la cocina. Como la nirada transparente de Fonchito le producía incomodidad, dijo, para romper el silencio:
—¿Schiele estuvo preso por ir al campo?
—No por ir al campo, cómo se te ocurre —lanzó una risa su hijo—. Lo acusaron de inmoralidad y seducción. En un pueblecito que se llama Neulengbach. Nunca le hubiera pasado eso si se quedaba en Viena.
—¿Ah, sí? Cuéntame —lo invitó don Rigoberto, consciente de que trataba de ganar tiempo, sólo que no sabía para qué. En vez del glorioso y soleado esplendor de estos dos días, su estado de ánimo era en este momento una calamidad con aguaceros, rayos y truenos. Apelando a un recurso que había funcionado otras veces, trató de calmarse enumerando mentalmente figuras mitológicas. Cíclopes, sirenas, letrigones, lotófagos, circes, calipsos. Ahí se quedó.
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