Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto
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Había ocurrido en la primavera de 1912; en el mes de abril, exactamente, explicaba el niño con locuacidad. Egon y su amante Wally (un apodo, se llamaba Valeria Neuzil) estaban en pleno campo, en una casita alquilada, en las afueras de esa aldea difícil de pronunciar. Neulengbach. Egon solía pintar al aire libre, aprovechando el buen tiempo. Y, una tarde, se apareció una muchacha a buscarle conversación. Conversaron y no pasó nada. La chica volvió varias veces. Hasta que, una noche de tormenta, llegó empapada y anunció a Wally y a Egon que se había escapado de casa de sus padres. Trataron de convencerla, has hecho mal, vuelve a tu casa, pero, ella, no, no, déjenme al menos pasar la noche con ustedes. Aceptaron. La chica durmió con Wally; Egon Schiele, en un cuarto aparte. Al día siguiente… pero, el regreso de doña Lucrecia, con una humeante infusión de yerbaluisa y dos aspirinas en las manos, interrumpió la narración de Fonchito, que, por lo demás, don Rigoberto apenas escuchaba.
—Tómatela todita, así, bien caliente —lo mimó doña Lucrecia—. Con las dos aspirinas. Y, después , a la cama, a hacer rorró. No quiero que te me resfríes, viejito.
Don Rigoberto sintió–sus grandes narices aspiraban la fragancia jardinera de la yerbaluisa–que los labios de su esposa se posaban unos segundos sobre los ralos cabellos de su cráneo.
— Le estoy contando la prisión de Egon, madrastra–aclaró Fonchito-. Te la he contado tantas veces que te aburrirá oírla de nuevo.
— No, no, qué va, sigue nomás–lo animó ella-. Aunque, es cierto que ya me la sé de memoria.
— ¿Cuándo le contaste esa historia a tu madrastra? — se le escapó entre los dientes a don Rigoberto, mientras soplaba el mate de yerbaluisa-. Si hace apenas dos días que está en la casa y yo la he monopolizado día y noche.
— Cuando iba a visitarla a su casita del Olivar–repuso el niño, con su cristalina franqueza habitual-. ¿No te ha contado?
Don Rigoberto sintió que el aire del comedor se electrizaba. Para no tener que hablar ni mirar a su esposa, tomó un heroico trago de la ardiente yerbaluisa que le quemó la garganta y el esófago. El infierno se instaló en sus entrañas.
— No tuve tiempo todavía–oyó que musitaba doña Lucrecia. La miró y -¡ay, ay! — estaba lívida-. Pero, por supuesto, iba a contárselo. ¿Acaso tenían algo de malo esas visitas?
— Qué de malo iban a tener–afirmó don Rigoberto, tragando otro sorbo del infierno líquido y perfumado-. Me parece muy bien que fueras donde tu madrastra a llevarle noticias mías. ¿Y esa historia de Schiele y su amante? Te has quedado a la mitad y yo quiero saber cómo termina.
— ¿Puedo seguir? — se alegró Fonchito.
Don Rigoberto sentía su garganta como una pura llaga y adivinaba que a su esposa, muda y petrificada a su lado, el corazón se le había desbocado. Igual que a él.
Bueno, pues… Al día siguiente, Egon y Wally llevaron a la chica, en el tren, a Viena, donde vivía su abuelita. Les había prometido que se quedaría donde esa señora. Pero, en la ciudad, se arrepintió y más bien pasó la noche con Wally, en un hotel. Egon y su amante, a la mañana siguiente, regresaron con la muchacha a Neulengbach, donde ésta se quedó con ellos dos días más. Al tercer día, se apareció el padre. Enfrentó a Egon en el exterior, donde estaba pintando. Muy alterado, le advirtió que lo había denunciado a la policía, acusándolo de seducción, pues su hija era menor. Mientras Schiele trataba de calmarlo, explicándole que no había pasado nada, en el interior de la casa, la muchacha, al descubrir a su padre, cogió unas tijeras y trató de cortarse las venas. Pero, entre Wally, Egon y su padre la atajaron, la auxiliaron y ella y el señor tuvieron una explicación y una amistada. Partieron juntos y Wally y Egon se creyeron que todo se había arreglado. Por supuesto, no fue así. Pocos días después, vino la policía a arrestarlo.
¿Escuchaban su relato? En apariencia, sí, pues tanto don Rigoberto como doña Lucrecia se hallaban inmóviles y parecían haber perdido no sólo el movimiento, también la respiración. Tenían los ojos clavados en el niño, y a lo largo de su historia, recitada sin vacilaciones, con pausas y énfasis de buen contador, ninguno pestañó. Pero ¿y la palidez que lucían? ¿Y esas miradas reconcentradas y absortas? ¿Los conmovía tanto aquella antigua anécdota, de ese lejano pintor? Ésas eran las preguntas que creía leer don Rigoberto en los grandes ojos vivarachos de Fonchito, que, ahora, examinaban a uno y a otro, con calma, como esperando un comentario. ¿Se reía de ellos? ¿Se reía de él? Don Rigoberto fijó la vista en los ojos claros y translúcidos de su hijo, buscando el brillo malévolo, ese guiño o inflexión de luminosidad que delatara su maquiavelismo, su estrategia, su doblez. No descubrió nada: sólo la sana, clara, pulcra mirada de la conciencia inocente.
—¿Sigo, o ya te aburriste, papá?
Negó con la cabeza y haciendo un gran esfuerzo —su garganta estaba seca y áspera como una lija—, murmuró: «¿Y qué le pasó en la prisión?».
Lo habían tenido veinticuatro días entre rejas, acusado de inmoralidad y seducción. Seducción, por el episodio de la chica, e, inmoralidad, por unos cuadros y dibujos de desnudos que la policía encontró en la casa. Como se demostró que no había tocado a la muchacha, fue absuelto de la primera acusación. Pero, no de inmoralidad. El juez consideró que, ya que visitaban la casa niñas y niños menores de edad que habían podido ver los desnudos, Schiele merecía un castigo. ¿Cuál? Quemar el más inmoral de sus dibujos.
En la prisión, sufrió lo indecible. En los autorretratos que pintó en su calabozo, se lo veía flaquísimo, con barba, los ojos hundidos, la expresión cadavérica. Llevó un diario donde escribió («Espera, espera, la frase me la sé de memoria»): «Yo, que soy, por naturaleza, uno de los seres más libres, me hallo atado por una ley que no es la de las masas». Pintó trece acuarelas y eso lo salvó de volverse loco o matarse: el camastro, la puerta, la ventana y una luminosa manzana, una de las que le llevaba Wally todos los días. Ella, iba a colocarse cada mañana en un lugar estratégico, en los alrededores de la prisión, y Egon podía verla a través de los barrotes de su calabozo. Porque, Wally lo quería muchísimo y se había portado maravillosa con él, ese mes terrible, dándole todo su apoyo. En cambio, él no debía de quererla tanto. La pintaba, sí; la usaba como modelo, sí; pero, no sólo a ella, a muchas otras, sobre todo a esas niñitas que recogía en las calles y tenía ahí, medio desvestidas, mientras las pintaba en todas las poses imaginables trepado en su escalera. Las niñitas y los niñitos eran su obsesión. Se moría por ellos y, bueno, parecía que no sólo para pintarlos, que le gustaban de verdad, en el sentido bueno y en el malo de la palabra. Eso decían sus biógrafos. Que, al mismo tiempo que un artista, era un poco perverso, porque tenía predilección por los niños y las niñas…
—Bueno, bueno, creo que me he enfriado un poco, en efecto —lo interrumpió don Rigoberto, poniéndose de pie tan bruscamente que la servilleta que tenía sobre las piernas rodó al suelo—. Mejor sigo tu consejo, Lucrecia, y me acuesto. No vaya a pescar uno de esos resfríos de caballo que me dan.
Habló sin mirar a su mujer, sólo a su hijo, quien, cuando lo vio de pie, calló y adoptó una expresión alarmada, como ansioso de echar una mano. Don Rigoberto tampoco miró a Lucrecia al pasar junto a ella rumbo a la escalera, pese a la curiosidad que lo devoraba por saber si aún estaba lívida, o más bien granate, de indignación, de sorpresa, de incertidumbre, de desasosiego, preguntándose como él si eso que el chico había dicho, hecho, obedecía a una maquinación, o era obra del azar intrigante, rocambolesco, frustrador y mezquino, enemigo de la felicidad.
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