Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto
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- Название:Los cuadernos De don Rigoberto
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Se dio cuenta de que arrastraba los pies como un anciano ruinoso y se enderezó. Subió las escaleras a un ritmo vivo, como para demostrar (¿a quién?) que era todavía un hombre enérgico y en plena forma.
Quitándose sólo los zapatos, se echó de espaldas en la cama y cerró los ojos. Su cuerpo ardía, afiebrado. Vio una sinfonía de puntos azules en la oscuridad de sus párpados y le pareció oír el beligerante zumbido de las avispas que había escuchado esa mañana, durante el frustrado picnic. Poco después, como bajo el efecto de un fuerte somnífero, cayó dormido. ¿O, desmayado? Soñó que tenía paperas y que Fonchito, niño de voz revejida y aires de especialista, le advertía: «¡Cuidado, papá! Se trata de un virus filrtrante y si baja hasta los compañones, te los pondrá igual que dos pelotas de tenis y tendrían que arrancártelos. ¡Como las muelas del juicio final!». Despertó acezando, bañado en sudor —doña Lucrecia le haría echado encima una frazada— y advirtió que había caído la noche. Estaba oscuro, el cielo no tenía estrellas, la neblina apagaba las lucecitas del malecón de Miraflores. La puerta del baño se abrió y, en medio del chorro de luz que entró a la habitación en penumbra, apareció doña Lucrecia, en bata, lista para acostarse.
—¿Es un monstruo? —le preguntó don Rigoberto, angustiado—. ¿Se da cuenta de lo que hace, de lo que dice? ¿Hace lo que hace sabiéndolo, midiendo las consecuencias? ¿O, es posible que no? ¿Que sea, simplemente, un niño travieso, cuyas travesuras resultan nonstruosas, sin que él lo quiera?
Su mujer se dejó caer a los pies de la cama.
—Me lo pregunto todos los días, muchas veres al día —dijo, muy abatida, suspirando—. Creo que él tampoco lo sabe. ¿Te sientes mejor? Has dormido un par de horas. Te he preparado una limonada bien caliente, ahí en el termo. ¿Te sirvo un vasito? Oye, a propósito. Jamás pensé ocultarte que Fonchito iba a visitarme al Olivar. Se me fue pasando, en estos dos días tan atareados.
—Por supuesto —se atropello don Rigoberto, manoteando—. No hablemos de eso, por favor.
Se puso de pie, y murmurando «Es la primera vez que me quedo dormido fuera de horas», fue a su vestidor. Se desnudó; en bata y zapatillas, se encerró en el baño a hacer sus minuciosas abluciones de antes de dormir. Se sentía apesadumbrado, confuso, con un zumbido en la cabeza que parecía presagiar una fuerte gripe. Puso a llenar la bañera con agua tibia y desparramó en ella medio frasco de sales. Mientras se llenaba, se limpió los dientes con el hilo dental, luego se los escobilló y con una delgada pinza depuró sus orejas de los vellitos recientes. ¿Cuánto tiempo hacía que abandonó la costumbre de dedicar un día de la semana, además del baño cotidiano, a la higiene especializada de cada uno de sus órganos? Desde la separación de Lucrecia. Un año, más o menos. Restablecería aquella saludable rutina semanal: lunes, orejas; martes, nariz; miércoles, pies; jueves, manos; viernes, boca y dientes. Etcétera. Hundido en la bañera, se sintió menos desmoralizado. Trató de adivinar si Lucrecia se habría metido ya bajo las sábanas, qué camisón llevaba puesto, ¿estaría desnuda?, y consiguió que por momentos se eclipsara de su cabeza la ominosa presencia: la casita del Olivar de San Isidro, una figurita infantil de pie junto a la puerta, un dedito tocando el timbre. Había que tomar una decisión respecto al niño, de una vez. Pero ¿cuál? Todas parecían ineptas o imposibles. Luego de salir de la bañera y secarse, se friccionó con agua de colonia de la tienda Floris, de Londres, de donde un colega y amigo del Lloyd's le hacía periódicos envíos de jabones, cremas de afeitar, desodorantes, talcos y perfumes. Se puso un pijama de seda limpio y dejó su bata colgada en el vestidor.
Doña Lucrecia estaba ya en la cama. Había apagado las luces de la habitación, salvo la de su velador. Afuera, el mar rompía con fuerza contra los acantilados de Barranco y el viento lanzaba lamentos lúgubres. Sentía su corazón latiendo con fuerza mientras se deslizaba bajo las sábanas, junto a su esposa. Un suave aroma a hierbas frescas, a flores húmedas de rocío, a primavera, penetró por sus narices y llegó hasta su cerebro. En estado casi de levitación de lo tenso que se hallaba, podía percibir a milímetros de su pierna izquierda el muslo de su mujer. En la escasa, indirecta luz vio que ella llevaba un camisón de seda rosa, sujeto a los hombros por dos delgados tirantes, con una orla de encaje por el que divisaba sus pechos. Suspiró, transformado. El deseo, impetuoso, liberador, colmaba ahora su cuerpo, se desbordaba por sus poros. Se sentía mareado y embriagado con el perfume de su mujer.
Y, en eso, adivinándolo, Lucrecia estiró la manoo, apagó la luz de la lamparita y con el mismo movimiento giró hacia él y lo abrazó. Se le escapó un gemido al sentir el cuerpo de doña Lucrecia, al que ansioso abrazó, apretó, enredando a él brazos, piernas. A la vez, la besaba en el cuello, en los cabellos, murmurando palabras de amor. Pero, cuando había comenzado a desnudarse y a despojar a su mujer del camisón, doña Lucrecia deslizó en su oído una frase que le hizo el efecto de una ducha helada:
—Fue a verme hace seis meses. Se apareció una tarde, de repente, en la casita del Olivar. Y, desde entonces, me visitó sin parar, al salir del colegio, escapándose de la academia de pintura. Tres y hasta cuatro veces por semana. Tomaba el té conmigo, se quedaba una hora, dos. No sé por qué no te lo conté ayer, anteayer. Lo iba a hacer. Te juro que lo iba a hacer.
—Te suplico, Lucrecia —imploró don Rigoberto—. No tienes que contarme nada. Por lo que más quieras. Yo te amo.
—Quiero contarte. Ahora, ahora.
Seguía abrazada a él, y, cuando su marido le buscó la boca, abrió la suya y lo besó también, ávidamente. Lo ayudó a quitarse el pijama y a sacarle el camisón. Pero, luego, mientras él la iba acariciando con sus manos, pasándole los labios por los cabellos, las orejas, las mejillas y el cuello, siguió hablando:
—No me acosté con él.
—No quiero saber nada, amor mío. ¿Tenemos que hablar de eso, ahora?
—Sí, ahora. No me acosté con él, pero, espera. No por mérito mío, por culpa suya. Si me lo hubiera pedido, si me hubiera hecho la menor insinuación, me hubiera acostado con él. De mil amores, Rigoberto. Muchas tardes me quedé enferma, por no haberlo hecho. ¿No me vas a odiar? Tengo que decirte la verdad.
—Yo no te voy a odiar nunca. Yo te amo. Vida mía, mujercita mía.
Pero, ella volvió a atajarlo, con otra confesión:
—Y, la verdad es que, si no sale de esta casa, si sigue viviendo con nosotros, volverá a pasar. Lo siento, Rigoberto. Es mejor que lo sepas. No tengo defensas contra ese niño. No quiero que pase, no quiero hacerte sufrir, como la vez pasada. Ya sé que sufriste, amor mío. Pero, para qué voy a mentirte. Tiene poder, tiene algo, no sé qué. Si se le mete en la cabeza otra vez, lo haré. No podré impedirlo. Aunque destruya el matrimonio, esta vez para siempre. Lo siento, lo siento, pero, es la verdad, Rigoberto. La cruda verdad.
Su mujer se había puesto a llorar. Se eclipsaron los últimos residuos de excitación que le quedaban. La abrazó, consternado.
—Todo lo que me dices, lo sé de sobra —murmuró, acariñándola—. ¿Qué puedo hacer? ¿No es mi hijo, acaso? ¿Adonde lo voy a mandar? ¿Donde quién? Es muy chico aún. ¿Crees que no he pensado mucho en esto? Cuando sea más grande, por supuesto. Que termine el colegio, por lo menos. ¿No dice que quiere ser pintor? Pues, muy bien. Que vaya a estudiar Bellas Artes. A Estados Unidos. A Europa. Que vaya a Viena. ¿No le gusta tanto el expresionismo? Que vaya a la academia donde estudió Schiele, a la ciudad donde vio y murió Schiele. Pero, ¿cómo puedo sacarlo de la casa, ahora, a su edad?
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