Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto
Здесь есть возможность читать онлайн «Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.
- Название:Los cuadernos De don Rigoberto
- Автор:
- Жанр:
- Год:неизвестен
- ISBN:нет данных
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
-
Избранное:Добавить в избранное
- Отзывы:
-
Ваша оценка:
- 60
- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
Los cuadernos De don Rigoberto: краткое содержание, описание и аннотация
Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «Los cuadernos De don Rigoberto»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.
Los cuadernos De don Rigoberto — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком
Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «Los cuadernos De don Rigoberto», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.
Интервал:
Закладка:
Doña Lucrecia se apretó a él, entreveró sus piernas con las suyas, buscó apoyar sus pies sobre los de su marido.
—No quiero que lo saques de la casa —susurró—. Me doy cuenta muy bien de que es un niño. Nunca he conseguido adivinar si sabe lo peligroso que es, las catástrofes que puede provocar, con esa belleza que tiene, con esa inteligencia mañosa, medio terrible. Te lo digo sólo porque, porque es verdad. Con él, viremos siempre en peligro, Rigoberto. Si no quieres que pase otra vez, vigílame, célame, acósame. No quiero acostarme nunca con nadie más, sólo contigo, maridito querido. Te amo tanto, Rigoberto. No sabes cuánta falta me has hecho, cómo te he extrañado.
—Lo sé, lo sé, amor mío.
Don Rigoberto la hizo ladearse, ponerse de espaldas y se colocó encima de ella. A doña Lucrecia también parecía haberla ganado el deseo —ya no había lágrimas en sus mejillas, su cuerpo estaba caldeado, su respiración agitada—, y, apenas lo sintió encima, abrió las piernas y se dejó penetrar. Don Rigoberto la besó larga, profundamente, con los ojos cerrados, inmerso en una total entrega, de nuevo feliz. Perfectamente encajados uno en otro, tocándose y rozándose de pies a cabeza, contagiándose sus sudores, se mecían despacio, acompasadamente, prolongando su placer.
—En realidad, te has acostado con muchas personas todo este año —dijo él.
—¿Ah, sí? —ronroneó ella, como hablando con el vientre, desde alguna secreta glándula—. ¿Cuántas? ¿Quiénes? ¿Dónde?
—Un amante zoológico, que te acostaba con gatos —«qué asco, qué asco», protestó su mujer, débilmente—. Un amor de juventud, un científico que te llevó a París y a Venecia y que se iba cantando….
—Los detalles —acezó doña Lucrecia, hablando con dificultad—. Todos, hasta los más chiquitos. Lo que hice, lo que comí, lo que me hicieron.
—Estuvo a punto de violarte el cacaseno de Fito Cebolla y, también, a Justiniana. Tú la salvaste de su furia rijosa. Y terminaste haciendo el amor con ella, en esta misma cama.
—¿Con Justiniana? ¿En esta misma cama? —soltó una risita doña Lucrecia—. Lo que son las cosas. Pues, por culpa de Fonchito casi hice el amor con Justiniana, una tarde, en el Olivar. La única vez que mi cuerpo te engañó, Rigoberto. Mi imaginación, en cambio, un montón de veces. Como tú a mí.
—Mi imaginación no te ha engañado nunca. Pero, cuéntame, cuéntame —aceleró su marido el mecerse, el columpiarse.
—Yo, después, tú primero. ¿Con quién más? Cómo, dónde?
—Con un hermano gemelo que me inventé, un hermano corso, en una orgía. Con un motociclista castrado. Fuiste una profesora de leyes, en Virginia, y corrompiste a un jurista santo. Hiciste el amor con la embajadora de Argelia, tomando un baño de vapor, tus pies enloquecieron a un fetichista francés del siglo XVIII. La víspera de nuestra reconciliación, estuvimos en un prostíbulo de México, con una mulata que me arrancó una oreja de un mordisco.
—No me hagas reír, tonto, no ahora —protestó doña Lucrecia—. Te mato, te mato, si me cortas.
—Yo también me estoy yendo. Vamonos juntos, te amo.
Momentos después, ya sosegados, él de espaldas, ella acurrucada a su lado y con la cabeza en su hombro, reanudaron la conversación. Afuera, junto al ruido del mar, rompían la noche estentóreos maullidos de gatos peleándose o en celo y, espaciados, bocinazos y rugidos de motores.
—Soy el hombre más feliz del mundo —dijo don Rigoberto.
Ella se restregó contra él, modosa.
—¿Va a durar? ¿Vamos a hacerla durar, la felicidad?
—No puede durar —dijo él, con suavidad—. Toda felicidad es fugaz. Una excepción, un contraste. Pero, tenemos que reavivarla, de tiempo en tiempo, no permitir que se apague. Soplando, soplando la llamita.
—Empiezo a ejercitar mis pulmones desde ahora —exclamó doña Lucrecia—. Los pondré como fuelles. Y, cuando comience a apagarse, lanzaré un ventarrón que la levante, que la infle. ¡Fffffuuu! ¡Fffffuuu!
Permanecieron en silencio, abrazados. Don Rigoberto creyó, por la quietud de su mujer, que se había dormido. Pero, tenía los ojos abiertos.
—Siempre supe que nos íbamos a reconciliar —le dijo, al oído—. Lo quería, lo buscaba, hace meses. Pero, no sabía por dónde empezar. Y, en eso, me empezaron a llegar tus cartas. Me adivinaste el pensamiento, amor mío. Eres mejor que yo.
El cuerpo de su mujer se endureció. Pero, inmediatamente, volvió a relajarse.
—Una idea genial, lo de las cartas —continuó él—. Los anónimos, quiero decir. Una carambola barroca, una estrategia coruscante. Inventarte que yo te mandaba anónimos para tener un pretexto y así poder escribirme. Siempre me estarás sorprendiendo, Lucrecia. Creí que te conocía, pero no. Nunca me hubiera imaginado tu cabecita maquinando esas carambolas, esos enredos. Qué buen resultado dieron ¿no? En buena hora para mí.
Hubo otro largo silencio, en el que don Rigoberto contó los latidos del corazón de su mujer, que hacían contrapunto y a ratos se confundían con los suyos.
—Me gustaría que hiciéramos un viaje —divagó, un poco después, sintiendo que comenzaba a vencerlo el sueño—. A un sitio lejanísimo, totalmente exótico. Donde no conociéramos a nadie y nadie nos conociera. Por ejemplo, Islandia. Tal vez, a fin de año. Puedo tomarme una semana, diez días. ¿Te gustaría?
—Me gustaría ir más bien a Viena —dijo ella, con la lengua un poco trabada ¿por el sueño?, ¿por la pereza en que la dejaba siempre el amor?—. Ver la obra de Egon Schiele, visitar los lugares donde trabajó. Estos meses, no he hecho más que oír hablar de su vida, de sus cuadros y dibujos. Me ha picado la curiosidad, al final. ¿No te sorprende la fascinación de Fonchito con ese pintor? A ti, Schiele nunca te ha gustado mucho, que yo sepa. ¿De dónde le vino, entonces?
El se encogió de hombros. No tenía la menor idea de dónde podía haberle brotado esa afición.
—Bueno, en diciembre iremos a Viena, enentonces —dijo—. A ver los Schieles y oír a Mozart. lunca me gustó, es cierto; pero, quizás ahora empiece a gustarme. Si te gusta a ti, me gustará. No sé de donde le nacería ese entusiasmo a Fonchito. ¿Te estás durmiendo? Y yo no te dejo, metiéndote conversación. Buenas noches, amor.
Ella murmuró «buenas noches». Se dio media vuelta y pegó su espalda al pecho de su marido, que se había ladeado también y flexionado sus piernas, para que ella estuviera como sentada en sus rodillas. Así habían dormido los diez años anteriores a la separación. Y así lo hacían, también, desde anteayer. Don Rigoberto pasó uno de sus brazos sobre el hombro de Lucrecia y dejó descansar su mano en uno de sus pechos, en tanto que con la otra la asía de la cintura.
Los gatos dejaron de pelear o de amarse en la vecindad. El último bocinazo o ronquido de motores se había extinguido hacía buen rato. Tibio y entibiado por la cercanía de esas formas amadas soldadas a la suya, don Rigoberto tenía la sensación de navegar, de deslizarse, movido por una afable inercia, en unas aguas tranquilas y delgadas, o, acaso, por el espacio astral, despoblado, rumbo a las gélidas estrellas. ¿Cuántos días, horas más duraría sin quebrantarse, esta sensación de plenitud, de armoniosa calma, de sintonía con la vida? Como respondiendo a su muda interrogación, escuchó a doña Lucrecia:
—¿Cuántos anónimos míos recibiste, Rigoberto?
—Diez —repuso él, dando un respingo—. Creí que estabas dormida. ¿Por qué me lo preguntas?
—Yo también recibí diez anónimos tuyos —replicó ella, sin moverse—. Eso se llama amor por la simetría, supongo.
Ahora fue él quien se puso rígido.
—¿Diez anónimos míos? Yo no te escribí nunca, ni uno solo. Ni anónimos ni cartas firmadas.
Читать дальшеИнтервал:
Закладка:
Похожие книги на «Los cuadernos De don Rigoberto»
Представляем Вашему вниманию похожие книги на «Los cuadernos De don Rigoberto» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.
Обсуждение, отзывы о книге «Los cuadernos De don Rigoberto» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.