Array Array - Los cuadernos De don Rigoberto
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«No es posible que quepan / en un sueño tantas cosas», se asombraba el príncipe. «Eres un idiota», le replicó don Rigoberto. En un solo sueño cabe toda la vida». Lo emocionó que Segismundo, al ser trasladado, bajo el efecto de la droga, de su cárcel al palacio, respondiese cuando le preguntaban qué lo había impresionado más al volver al mundo: «Nada me ha suspendido, / que todo lo tenía prevenido; mas si admirarme hubiera / algo en el mundo, la hermosura fuera / de la mujer». «Y eso que nunca viste a Lucrecia», pensó. El la veía ahora, espléndida, sobrenatural, derramada en aquel cubrecamas azul, ronroneando delicadamente con las cosquillas que los labios de su amoroso marido le hacían al besarla en las axilas. La amable Estrella se había incorporado, cediendo a don Rigoberto el sitio que ocupaba en la cama junto a Rosaura–Lucrecia, y había ido a sentarse en el rincón que ocupaba don Rigoberto antes, mientras ella se afanaba con sus orejas y nariz. Se mantenía discreta e inmóvil, no queriendo distraerlos e interrumpirlos, y los observaba con curiosidad simpática, mientras se abrazaban, entreveraban y comenzaban a amarse.
¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.
«Mentira», dijo en voz alta, golpeando la mesa del escritorio. La vida no era un sueño, los sueños eran una endeble mentira, un embeleco fugaz que sólo servía para escapar transitoriamente de las frustraciones y la soledad, y para apreciar mejor, con más dolorosa amargura, lo hermosa y sustancial que era la vida verdadera, la que se comía, tocaba y bebía, tan superior y plena comparada al simulacro que mimaban, conjurados, los deseos y la fantasía. Abrumado por la angustia —era ya de día, la luz del amanecer revelaba los grises acantilados, el mar plomizo, las nubes panzudas, el sardinel desbaratado y la calzada leprosa —se aferró al cuerpo desnudo de Lucrecia–Rosaura, con desesperación, para aprovechar esos últimos segundos, en procura de un imposible placer, con el presentimiento grotesco de que en cualquier momento, acaso en el del éxtasis, sentiría aterrizar sobre sus orejas las súbitas manos de la mulata.
LA VÍBORA Y LA LAMPREA
Pensando en ti, he leído La perfecta casada, de Fray Luis de León, y entendido por qué, dada la idea del matrimonio que predicaba, prefirió aquel fino poeta, al tálamo nupcial, la abstinencia y los hábitos agustinos. Sin embargo, en esas páginas de buena prosa y pictóricas de involuntaria comicidad, encontré esta cita del bienaventurado San Basilio que calza como un guante ¿adivinas en qué marfileña mano de mujer excepcional, esposa modelo y amante afloradísima?:
La víbora, animal ferocísimo entre las sierpes, va diligente a casarse con la lamprea marina; llegada, silva, como dando señas de que está allí, para desta manera atraherla de la mar a que se abrace maridablemente con ella. Obedece la lamprea, y júntase con la ponzoñosa fiera sin miedo. ¿Qué digo en esto? ¿Qué? Que por más áspero y de más fieras condiciones que el marido sea, es necesario que la muger le soporte, y que no consienta por ninguna ocasión que se divida la paz. ¡Oh! ¿Que es un verdugo? ¡Pero es tu marido! ¿Es un beodo? Pero el ñudo matrimonial le hizo contigo uno. ¡Un áspero, un desapazible! Pero miembro tuyo ya, y miembro el más principal. Y, porque el marido oiga lo que le conviene también: la víbora entonces, teniendo respeto al ayuntamiento que haze, aparta de sí su ponzoña, ¿y tú no dexarás la crueza inhumana de tu natural, por honra del matrimonio? Esto es de Basilio».
Fray Luis de León, La perfecta casada,
cap. III.
Abrázate maridablemente con esta víbora, lamprea amadísima.
EPÍLOGO
UNA FAMILIA FELIZ
—Después de todo, lo del picnic no resultó tan desastroso —dijo don Rigoberto, con una amplia sonrisa—. Nos ha servido para aprender una lección: en la casa se está mejor que en ninguna parte. Y, sobre todo, mejor que en el campo.
Doña Lucrecia y Fonchito celebraron la ocurrencia, y hasta Justiniana, que en ese momento traía los sandwiches de pollo y de palta con huevo y tomate a que había quedado reducido el almuerzo por culpa del frustrado picnic, también se echó a reír.
—Ahora ya sé lo que significa pensar en positivo, maridito —lo felicitó doña Lucrecia—. Y tener actitudes constructivas ante la adversidad.
—Poner al mal tiempo buena cara —remachó Fonchito—. ¡Bravo, papá!
—Es que, hoy, nadie ni nada puede empañar mi felicidad —asintió don Rigoberto, considerando los sandwiches—. No digo un miserable picnic. Ni una bomba atómica me haría mella. Bueno, salud.
Bebió un trago de cerveza fría con visible satisfacción y dio un mordisco al sandwich de pollo. El sol de Chaclacayo le había quemado la frente, la cara y los brazos, enrojecidos por la insolación. Se lo notaba muy contento, en efecto, disfrutando del improvisado almuerzo. De él había salido, la noche anterior, la ocurrencia de un picnic a Chaclacayo, ese domingo, para escapar de la neblina y la humedad de Lima y gozar de buen tiempo en contacto con la Naturaleza, a orillas del río y en familia. Doña Lucrecia se extrañó mucho con esa propuesta, pues recordaba el santo horror que todo lo campestre le había inspirado siempre, pero aceptó de buena gana. ¿No estaban estrenando una segunda luna de miel? Estrenarían, también, nuevas costumbres. Partieron esa mañana a la hora prevista —las nueve—, equipados con una buena provisión de bebidas y un almuerzo completo, preparado por la cocinera, que incluía manjarblanco con frituritas, el postre preferido de don Rigoberto.
Lo primero que salió mal fue la carretera del centro, atestada de tal modo que el avance era lentísimo, cuando avanzaban, entre camiones, autobuses y toda clase de vehículos destartalados que, además de embotellar la carretera y paralizar el tráfico por largos intervalos, echaban de los escapes abiertos un humo negruzco y un hedor a gasolina quemada que mareaban. Alcanzaron Chaclacayo pasado mediodía, exhaustos y congestionados.
Encontrar un lugar aparente, junto al río, resultó más arduo de lo que imaginaban. Antes de tomar el atajo que los aproximara a la orilla del Rímac —a esas alturas, a diferencia que en Lima, parecía un río de verdad, ancho, cargado de agua, decorado de espuma y olitas saltarinas en las zonas donde batía contra las piedras y roquedales— tuvieron que dar vueltas y vueltas que los regresaban siempre a la maldita carretera. Cuando, gracias a la ayuda de un compasivo vecino, descubrieron un desvío que los acercó hasta la orilla, en vez de mejorar, las cosas empeoraron. El Rímac, en ese lugar, servía de basural al vecindario (también de orinal y cagadero) que había arrojado allí todos los desperdicios imaginables —desde papeles, latas y pomos vacíos, hasta restos de comida, excrementos y animales muertos—, de modo que, además de la deprimente vista, maculaba el lugar una hediondez insoportable. Nubes de moscas agresivas los obligaron a taparse las bocas con las manos. Nada de esto parecía amoldarse a la eglógica expedición anticipada por don Rigoberto. Éste, sin embargo, armado de una paciencia incombustible y un optimismo de cruzado que maravillaban a su mujer y a su hijo, persuadió a su familia de que no se dejaran amilanar por las azarosas circunstancias. Siguieron buscando. Cuando, luego de un buen rato, pareció que llegaban a un lugar más hospitalario —es decir, desprovisto de hedores mefíticos y de basuras— ya estaba tomado por innumerables grupos familiares que, algunos bajo sombrillas playeras, comían tallarines embadurnados en salsas rojizas y escuchaban música tropical, a todo volumen, en radios y caseteras portátiles. El error que cometieron entonces, fue responsabilidad exclusiva de don Rigoberto, aunque inspirado en el más legítimo de los deseos: la búsqueda de un mínimo de privacidad, apartarse algo de la muchedumbre de comedores de pasta, para los que, por lo visto, era inconcebible salir de la ciudad por unas horas sin llevarse consigo ese producto urbano por antonomasia que es el ruido. Don Rigoberto creyó encontrar la solución. Como un boy scout, propuso que, descalzándose y arremangándose los pantalones, vadearan un pedazo de río hacia lo que semejaba una minúscula islita de arena, pedruscos y conatos de maleza, que, milagrosamente, no estaba ocupada por la numerosa colectividad dominguera. Así lo hicieron. O, mejor dicho, empezaron a hacerlo, cargando las bolsas de comida y bebida preparadas por la cocinera para la matiné campestre. Apenas a unos metros de la idílica islita, don Rigoberto —el agua le llegaba sólo a las rodillas y hasta allí el trayecto había transcurrido sin incidentes— resbaló en una forma cartilaginosa. Cayó sentado en las frescas aguas del río Rímac, lo que, en sí, no hubiera tenido importancia dado el calor que hacía y lo sudado que estaba, si no hubiera naufragado, al mismo tiempo que su humanidad, la canasta del picnic, que, para añadir un toque de burla al accidente, antes de ir a reposar en el lecho del río se desparramó toda, regando a diestra y siniestra de las alborotadas aguas que los arrastraba ya en dirección a Lima y el mar Pacífico, el picante cebiche, el arroz con pato y las frituritas con manjarblanco, así como el primoroso mantel y las servilletas a cuadraditos rojos y blancos que doña Lucrecia había seleccionado para el picnic.
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