Array Array - La ciudad y los perros
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Hasta que un día, una mujer le rompió la ceja a la madre de un botellazo y tuvieron que llevarla a la
Asistencia Pública. Desde entonces, se volvió un ser resignado y pacífico. Cuando el padre llegaba con otra mujer, se encogía de hombros y, arrastrando a Teresa de una mano, salía de la casa. Iban a Bellavista, donde su tía, y volvían el lunes. La casa era un hediondo cementerio de botellas y el padre dormía a pierna suelta entre un charco de vómitos, hablando en sueños contra los ricos y las injusticias de la vida. «Era bueno, pensó Teresa. Trabajaba toda la semana como un animal. Tomaba para olvidarse que era pobre. Pero me quería y no me hubiera abandonado.» El tranvía Lima Chorrillos cruzaba la fachada rojiza de la Penitenciaría, la gran mole blancuzca del Palacio de justicia y de pronto surgía un paraje refrescante, altos árboles de penachos móviles, estanques de aguas quietas, senderos tortuosos con flores a las márgenes y al medio de una redonda llanura de césped, una casa encantada de muros encalados, alto–relieves, celosías y muchas puertas con aldabas de bronce que eran cabezas humanas: el Parque Los Garifos. «Pero mi madre tampoco era mala, pensó Teresa. Sólo que había sufrido mucho.»
Cuando su padre murió, después de una laboriosa agonía en un hospital de caridad, su madre la llevó una noche hasta la puerta de la casa de su tía, la abrazó y le dijo: «no toques hasta que yo me vaya. Estoy harta de esta vida de perros. Ahora voy a vivir para mí y que Dios me perdone. Tu tía te cuidará». El tranvía la dejaba más cerca de su casa que el Expreso. Pero desde el paradero del tranvía, tenía que atravesar una serie de corralones inquietantes, hervideros de hombres desgreñados y en harapos que le decían frases insolentes y a veces querían agarrarla. Esta vez nadie la molestó. Sólo vio a dos mujeres y a un perro: los tres escarbaban con empeño en unos tachos de basura, entre enjambres de moscas. Los corralones parecían vacíos. «Limpiaré todo antes del almuerzo», pensó. Transitaba ya por Lince, entre casas chatas y gastadas. «Para tener la tarde libre.»
Desde la esquina de su casa vio a media cuadra la silueta en uniforme oscuro, el quepí blanco y, al borde de la acera, un maletín de cuero. De inmediato, la sorprendió su inmovilidad de maniquí, pensó en esos centinelas Clavados junto a las rejas del Palacio de Gobierno. Pero éstos eran gallardos, hinchaban el pecho y alargaban el cuello, orgullosos de sus largas botas y sus cascos con melena; Alberto, en cambio, tenía sumidos los hombros, la cabeza baja y el cuerpo como escurrido. Teresa le hizo adiós pero él no la vio. «El uniforme le queda bien, pensó Teresa. Y cómo brillan los botones. Parece un cadete de la Naval.»
Alberto levantó la cabeza cuando ella estuvo apenas a unos metros. Teresa sonrió y él alzó la mano. ¿Qué le pasa?», pensó Teresa. Alberto estaba irreconocible, envejecido. Su rostro lucía un pliegue profundo entre las cejas, sus párpados eran dos lunas negras y los huesos de los pómulos parecían a punto de desgarrar la piel, muy pálida. Tenía la mirada extraviada y los labios exangües.
¿Acabas de salir? — dijo Teresa, escudriñando la cara de Alberto-. Creí que sólo vendrías esta tarde.
Él no respondió. La miraba con ojos vacíos, derrotados.
— Te queda bien el uniforme–dijo Teresa, en voz baja, después de unos segundos.
— No me gusta el uniforme–dijo él, con una furtiva sonrisa–Me lo quito apenas llego a mi casa. Pero hoy no he ido a Miraflores.
Hablaba sin mover los labios y su voz era blanca, hueca.
— ¿Qué ha pasado? — preguntó Teresa- ¿Por qué estás así? ¿Te sientes mal? Dime, Alberto.
— No–dijo Alberto, desviando la mirada–No tengo nada. Pero no quiero ir a mi casa ahora. Tenía ganas de verte. — Se pasó la mano por la frente y el pliegue se borró, pero sólo por un instante–Estoy en un problema.
Teresa aguardaba, algo inclinada hacia él y lo miraba con ternura para animarlo a seguir hablando, pero Alberto había cerrado los labios y se frotaba las manos, suavemente. Ella se sintió, de pronto, angustiada.
¿Qué decir, qué hacer para que él se mostrara confiado, cómo alentarlo, qué pensaría después de ella? Su corazón se había puesto a latir muy rápido. Dudó un momento todavía. De improviso, dio un paso hacia Alberto y le tomó la mano.
— Ven a mi casa–dijo–Quédate a almorzar con nosotros.
— ¿A almorzar? — dijo Alberto, desconcertado; otra vez se pasó la mano por la frente–No, no molestes a tu tía. Comeré algo por aquí y te vendré a buscar después.
— Ven, ven–insistió ella, recogiendo el maletín del suelo no seas sonso. Mi tía no se va a molestar. Ven conmigo.
Alberto la siguió. En la puerta, Teresa le soltó la mano; se mordió los labios y le–dijo en un susurro: «no me gusta verte triste». La mirada deé1 pareció humanizarse, su rostro sonreía ahora agradecido y bajaba hacia ella. Se besaron en la boca, muy rápido. Teresa tocó la puerta. La tía no reconoció a Alberto; sus ojillos lo observaron con desconfianza, recorrieron intrigados su uniforme, se iluminaron al encontrar su rostro. Una sonrisa ensanchó su cara gorda. Se limpió la mano en la falda y se la extendió mientras su
boca expulsaba un chorro de saludos:
— ¿Cómo está, cómo está, señor Alberto? ¡Qué gusto!, pase, pase. ¡Qué gusto de verlo! No lo había reconocido con ese uniforme tan bonito que tiene. Yo decía, ¿quién es, quién es? y no me daba cuenta.
Me estoy quedando ciega por el humo de la cocina, sabe usted, y también por la vejez. Pase, señor Alberto, qué gusto de verlo.
Apenas entraron, Teresa se dirigió a la tía:
— Alberto se quedará a almorzar con nosotras.
— ¿Ah? — dijo la tía, como tocada por el rayo- ¿Qué?
— Se va a quedar a almorzar con nosotras–repitió Teresa.
Sus Ojos imploraban a la mujer que no mostrara ese asombro desmedido, que hiciera un gesto de asentimiento. Pero la tía no salía de su pasmo: los ojos muy abiertos, el labio inferior caído, la frente constelada de arrugas, parecía en éxtasis. Al fin, reaccionó y con una mueca agria, ordenó a Teresa:
— Ven aquí.
Dio media vuelta y retorciendo el cuerpo al andar como un pesado camello, entró a la cocina. Teresa fue tras ella, cerró la cortina e inmediatamente se llevó un dedo a la boca, pero era inútil: la tía no decía nada, sólo la miraba iracunda y le mostraba las uñas. Teresa le habló al oído:
— El chino te puede fiar hasta el martes. No digas nada, que no te oiga, después te explico. Tiene que quedarse con nosotras. No te enojes, por favor, tía. Anda, estoy segura que te fiará.
— Idiota–bramó la tía, pero en el acto bajó la voz y se llevó un dedo a la boca. Murmuró: — Idiota. ¿Te has vuelto loca, quieres matarme a colerones? Hace años que el chino no me fía nada. Le debemos plata y no puedo asomarme por ahí. Idiota.
— Ruégale–dijo Teresa-. Haz cualquier cosa.
— Idiota–exclamó la tía y volvió a bajar la voz–Sólo hay dos platos. ¿Le vas a dar una sopa apenas? No hay ni pan.
— Anda, tía–insistió Teresa–Por lo que más quieras.
Y sin esperar su respuesta, regresó a la sala. Alberto estaba sentado. Había puesto el maletín en el suelo y encima el quepí. Teresa se sentó junto a él. Vio que sus cabellos estaban sucios y alborotados como una cresta. Volvió a abrirse la cortina y apareció la tía. Su rostro, todavía enrojecido por la cólera, desplegaba una porfiada sonrisa.
— Ya vengo, señor Alberto. Vuelvo ahorita. Tengo que salir un momentito, sabe usted. — Miró a Teresa con Ojos fulminantes: — Anda a fijarte en la cocina.
Salió dando un portazo.
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