Array Array - La ciudad y los perros

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Momentos después el teniente Pitaluga volvió a aproximarse a los cadetes y les fue diciendo al oído que podían bajar el arma y ponerse en descanso. Así lo hicieron; pronto surgió un movimiento menor: los cadetes se frotaban el hombro y lenta, imperceptiblemente, acortaban la distancia que los separaba. Las hileras se iban estrechando con un rumor suave y respetuoso, que no destruía la severidad del ambiente, sino la acentuaba. Luego oyeron la voz del teniente Pitaluga. Comprendieron de inmediato que hablaba a la mujer. Sin duda hacía esfuerzos por hablar en voz baja, tal vez sufría al no conseguirlo. Como era ronco y, además, lo traicionaba una antigua convicción que asociaba la virilidad a la violencia de la voz humana, sus palabras eran un chorro de bruscos altibajos, del que percibían fragmentos inteligibles, el nombre de Arana, por ejemplo, que oyeron varias veces y al principio apenas reconocieron porque el muerto era para ellos el Esclavo. La mujer no parecía prestarle atención; seguía quejándose y eso debía desconcertar al teniente Pitaluga que, por momentos, se callaba y sólo después de una larga pausa reanudaba su concierto.

"¿Qué dice Pitaluga?» — preguntó Arróspide, con los dientes apretados, sin mover los labios. Estaba a la cabeza de una de las columnas. Vallano, situado detrás del brigadier, repitió y lo mismo hizo el Boa, y así la pregunta llegó a la cola de la fila. El último cadete, el más próximo a las bancas donde el teniente Pitaluga hablaba a la mujer, dijo: «cuenta cosas de] Esclavo». Y continuó repitiendo las frases que escuchaba, sin agregar ni suprimir nada, transmitiendo aún los sonidos puros. Pero era fácil reconstituir el monólogo del teniente: «un cadete brillante, estimado de oficiales y suboficiales, un compañero modelo, un alumno aplicado y distinguido por sus profesores; todos deploran su desaparición; el vacío y !a pesadumbre que reina en las cuadras; llegaba entre los primeros a la fila; era disciplinado, marcial, tenía porte, hubiera sido un excelente oficial; leal y valiente; buscaba el peligro en las campañas, se le confiaban misiones difíciles que ejecutaba sin dudas iii murmuraciones; en la vida ocurren desgracias, hay que sobreponerse al dolor; oficiales, profesores y cadetes comparten el dolor de la familia; el coronel en persona vendrá a dar su sentido pésame a los padres; será enterrado con honores; sus compañeros de año irán con uniforme de parada y armas; los de la primera llevarán las cintas; es como si la Patria hubiera perdido a uno de sus hijos; paciencia y resignación; su recuerdo formará parte de la historia del colegio; vivirá en los corazones de las nuevas promociones; la familia no debe preocuparse de nada, la administración del colegio correrá con todos los gastos del entierro; apenas ocurrida la desgracia se encargaron las coronas, la del coronel director es la más grande». A través de la improvisada correa de transmisión, los cadetes siguieron las palabras del teniente Pitaluga, sin dejar de escuchar el inacabable murmullo de la mujer; de vez en cuando, voces masculinas interrumpían brevemente a Pitaluga. Luego llegó el coronel. Reconocieron sus pasos de gaviota, rápidos y muy cortos; Pitaluga y los otros se callaron, el quejido de la mujer se hizo más dulce, más lejano. Sin que nadie lo ordenara, se pusieron en atención. No levantaron las armas, pero juntaron los talones, endurecieron los músculos, apoyaron las manos en el cuerpo, a lo largo de la franja negra del pantalón. Cuadrados, escucharon la vocecita aguda del coronel. Hablaba más bajo que Pitaluga y el teléfono humano se había interrumpido: sólo los que estaban a la cola comprendieron lo que decía. No lo veían, pero les era fácil imaginarlo, tal como era en las actuaciones, irguiéndose ante el micro con una mirada soberbia y complacida, y elevando las manos como para mostrar que no llevaba nada escrito. Ahora también hablaba sin duda de los sagrados valores del espíritu, de la vida militar que hace a los hombres sanos y eficientes y de la disciplina, que es la base del orden. No lo veían, pero adivinaban su rostro de ceremonia, sus pequeñas manos fofas evolucionando ante los ojos enrojecidos de la mujer y apoyándose por instantes en la hebilla del cinturón que rodeaba el magnífico vientre, sus piernas entreabiertas para soportar mejor el peso de su cuerpo. Y adivinaban también los ejemplos y las moralejas que exponía, el desfile de los próceres epónimos, de los mártires de la Independencia y la Guerra con Chile, los héroes inmarcesibles que habían derramado su sangre generosa por la Patria en peligro. Cuando el coronel se calló, la mujer había dejado de quejarse. Fue un momento insólito: la capilla parecía transformada. Algunos cadetes se miraron, incómodos. Pero el silencio no duró mucho rato. Pronto, el coronel, seguido del teniente Pitaluga y de un civil vestido de oscuro, avanzó hacia el ataúd y los tres estuvieron contemplándolo un momento. El coronel tenía cruzadas las manos sobre el vientre; su labio inferior avanzado ocultaba el labio superior y sus párpados estaban entrecerrados: era la expresión reservada a los acontecimientos graves. El teniente y el civil permanecían a su lado, este último tenía un pañuelo blanco en la mano. El coronel se volvió hacia Pitaluga, le dijo algo al oído y ambos se aproximaron al civil, que asintió dos o tres veces. Luego regresaron a la parte posterior de la capilla. Entonces, la mujer reanudó el murmullo. Aun después de que el teniente les indicó que salieran al patio, donde esperaba la segunda sección para reemplazarlos en la guardia, continuaron escuchando el lamento de la mujer.

Salieron uno por uno. Giraban sobre el sitio y, en puntas de pie, avanzaban hacia la puerta. Echaban miradas furtivas hacia las bancas, con la esperanza de descubrir a la mujer, pero se lo impedía un grupo de hombres–había tres, además de Pitaluga y el coronel-, que permanecían de pie, muy serios. En la pista de desfile, frente a la capilla, se hallaban los cadetes de la segunda, también en uniforme y con fusiles. Los de la primera formaron unos metros más allá, al borde del descampado. El brigadier, la cabeza metida entre los dos primeros de la fila, observaba si el alineamiento era correcto. Luego, se desplazó hacia la izquierda para contar el efectivo. Ellos esperaban, sin moverse, hablando en voz baja de la mujer, el coronel, el entierro. Después de unos minutos comenzaron a preguntarse si el teniente Pitaluga los había olvidado. Arróspide seguía subiendo y bajando a lo largo de la formación.

Cuando el oficial salió de la capilla, el brigadier ordenó atención y fue a su encuentro. El teniente le indicó que llevara la sección a la cuadra y Arróspide volvía la cabeza para ordenar la marcha, cuando de la cola brotó una voz: «falta uno». El teniente, el brigadier y varios cadetes volvieron la vista; otras voces repetían ya: «sí, falta uno». El teniente se aproximó. Arróspide recorría ahora las columnas a toda velocidad y, para mayor seguridad, contaba los efectivos con los dedos. «Sí, mi teniente, dijo al fin; éramos 29 y somos 28. " Entonces, alguien gritó: «es el poeta». «Falta el cadete Fernández, mi teniente», dijo Arróspide. "¿Entró a la capilla?», preguntó Pitaluga.»Sí, mi teniente. Estaba detrás de mí.» «Con tal que no se haya muerto también», murmuró Pitaluga, haciendo un gesto al brigadier para que lo siguiera. Lo vieron apenas llegaron a la puerta. Estaba en el centro de la nave–su cuerpo les ocultaba el ataúd, pero no las coronas-, el fusil algo ladeado, la cabeza baja. El teniente y el brigadier se detuvieron en el umbral. "¿Qué hace ahí ese pelotudo?, dijo el oficial: sáquelo en el acto.» Arróspide avanzó y al pasar junto al grupo de civiles, su mirada cruzó la del coronel. Hizo una venia, pero no supo si el coronel le contestó, porque volvió el rostro de inmediato. Alberto no se movió cuando Arróspide lo tomó del brazo. El brigadier olvidó un momento su misión para echar una mirada al ataúd: estaba cubierto también en la parte superior de una madera negra y lisa, que remataba en un cristal empañado, a través del cual se distinguía borrosamente un rostro y un quepí. La cara del Esclavo, envuelta en una venda blanca, parecía hinchada y de color granate. Arróspide sacudió a Alberto. «Todos están formados, le dijo, y el teniente te espera en la puerta. ¿Quieres que te consignen?» Alberto no respondió; siguió a Arróspide como un sonámbulo. En la pista de desfile, se les acercó el teniente Pitaluga. «So cabrón, dijo a Alberto, ¿le gusta mucho 1 eso de mirar la cara a los muertos?» Alberto tampoco respondió y siguió caminando hacia la formación, donde ocupó su puesto, dócilmente, bajo la mirada de sus compañeros. Varios le preguntaron qué había ocurrido. Pero él no les hizo caso ni pareció darse cuenta minutos más tarde, cuando Vallano, que marchaba a su lado, dijo en voz bastante alta para que oyera toda la sección: «el poeta está llorando».

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