Array Array - La ciudad y los perros

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El primero en entrar fue el teniente Gamboa. Se había quitado la cristina en el pasillo, de modo que se limitó a cuadrarse y a hacer sonar los talones. El coronel estaba sentado en su escritorio. Tras él, Gamboa adivinaba en las tinieblas desplegadas más allá de la amplia ventana, la verja exterior del colegio, la carretera y el mar. Unos segundos después se oyeron pasos. Gamboa se retiró de la puerta y continuó en posición de firmes. Entraron el capitán Garrido y el teniente Huarina. También llevaban la cristina en la correa del pantalón, entre el primero y el segundo tirante. El coronel continuaba en el escritorio y no levantaba la vista. La habitación era elegante, muy limpia, los muebles parecían charolados. El capitán Garrido se volvió hacia Gamboa; sus mandíbulas latían armoniosamente. — ¿Y los otros tenientes? — No sé, mi capitán. Los cité para esta hora.

Momentos después entraron Calzada y Pitaluga. El coronel se puso de pie. Era mucho más bajo que todos los presentes y exageradamente gordo; tenía los cabellos casi blancos y usaba anteojos; tras los cristales se velan unos ojos grises, hundidos y desconfiados. Los miró uno por uno; los oficiales seguían

cuadrados.

— Descansen–dijo el coronel-. Siéntense.

Los tenientes esperaron que el capitán Garrido eligiera su asiento. Había varios sillones de cuero, dispuestos en círculo; el capitán ocupó el que estaba junto a una lámpara de pie. Los tenientes se sentaron a su alrededor. El coronel se acercó. Los oficiales lo miraban, un poco inclinados hacia él, atentos, serios, respetuosos.

— ¿Todo en orden? — dijo el coronel.

— Sí, mi coronel–repuso el capitán-. Ya está en la capilla. Han venido algunos familiares. La primera sección hace la guardia de honor. A las doce la reemplazará la segunda. Después las otras. Ya trajeron las coronas.

— ¿Todas? — dijo el coronel.

Sí, mi coronel. Yo mismo puse su tarjeta en la más grande. También trajeron la de los oficiales y la de la Asociación de padres de familia. Y una corona por año. Los familiares también enviaron coronas y flores.

— ¿Habló usted con el presidente de la Asociación para lo del entierro?

— Sí, mi coronel. Dos veces. Dijo que toda la Directiva asistiría.

— ¿Le hizo preguntas? — El coronel arrugó la frente-. Ese Juanes siempre está metiendo las narices en todo.

¿Qué le dijo?

— No le di detalles. Le expliqué que había muerto un cadete, sin indicar las circunstancias. Y le indiqué que habíamos encargado una corona en nombre de la Asociación y que debían pagarla con sus fondos.

— Ya vendrá a hacer preguntas–dijo el coronel, mostrando el puño–Todo el inundo vendrá a hacer preguntas. En estos casos siempre aparecen intrigantes y curiosos. Estoy seguro que esto llegará hasta el ministro.

El capitán y los tenientes lo escuchaban sin pestañear. El coronel había levantado la voz; sus últimas palabras eran gritos.

— Todo esto puede ser terriblemente perjudicial–añadió–El colegio tiene enemigos. Es su gran oportunidad. Pueden aprovechar una estupidez como ésta para lanzar mil calumnias contra el establecimiento y, por supuesto, contra mí. Es preciso tomar precauciones. Para eso los he reunido.

Los oficiales acentuaron la expresión de gravedad y asintieron con movimientos de cabeza.

— ¿Quién entra de servicio mañana?

— YO, mi coronel–dijo el teniente Pitaluga.

— Bien. En la primera formación leerá un Orden del Día. Tome nota. Los oficiales y el alumnado deploran profundamente el accidente que ha costado la vida al cadete. Especifique que se debió a un error de él mismo. Que no quede la menor duda. Que esto sirva de advertencia, para un cumplimiento más estricto del reglamento y de las instrucciones, etc. Redáctela esta noche y tráigame el borrador. Lo corregiré yo mismo. ¿Quién es el teniente de la compañía del cadete?

— Yo, mi coronel–dijo Garriboa–Primera compañía.

— Reúna a las secciones antes del entierro. Déles una pequeña conferencia. Lamentamos sinceramente lo sucedido, pero en el Ejército no se pueden cometer errores. Todo sentimentalismo es criminal. Usted se quedará a hablar conmigo de este asunto. Vamos a aclarar primero los detalles del entierro. ¿Estuvo con la familia, Garrido?

— Sí, mi coronel. Están de acuerdo en que sea a las seis de la tarde. Hablé con el padre. La madre está muy afectada.

— Irá sólo el quinto año–lo interrumpió el coronel–Recomienden a los cadetes discreción absoluta. Los trapos sucios se lavan en casa. Pasado mañana los reuniré en el Salón de Actos y les hablaré. Una tontería cualquiera puede desatar un escándalo. El ministro reaccionará mal cuando se entere, no faltará quien vaya a decírselo, ya saben que estoy rodeado de enemigos. Bien, vamos por partes. Teniente Huarina, encárguese de pedir camiones a la Escuela Militar. Usted vigilará el desplazamiento. Y la devolución de los camiones a la hora debida. ¿Entendido?

— Sí, mi coronel.

— Pitaluga, vaya a la capilla. Sea amable con los familiares. Yo iré a saludarlos dentro de un momento.

Que los cadetes de la guardia de honor observen la máxima disciplina. No toleraré la menor infracción durante el velorio o el entierro. Lo hago responsable. Quiero que el quinto año dé la impresión de sentir mucho la muerte del cadete. Eso constituye siempre una nota positiva.

— Por eso no se preocupe, mi coronel–dijo Gamboa -Los cadetes de la compañía están muy impresionados.

— ¿Sí? — dijo el coronel, mirando a Gamboa con sorpresa-. ¿Por qué?

— Son muy jóvenes mi coronel–dijo. Garrido–Los mayores tienen dieciséis años, sólo unos cuantos

diecisiete. Han vivido con él casi tres años. Es natural que estén impresionados.

— ¿Por qué? — insistió el coronel-. ¿Qué han dicho? ¿Qué han hecho? ¿Cómo sabe usted que están impresionados?

— No pueden dormir, mi coronel. He recorrido todas las secciones. Los cadetes están despiertos en sus camas, y hablan de Arana.

— ¡En las cuadras no se puede hablar después del toque de silencio! — gritó el coronel- ¿Cómo es posible que no lo sepa, Gamboa?

— Los he hecho callar, mi coronel. No hacen bulla, hablan en voz baja. Sólo se oye un murmullo. He ordenado a los suboficiales que recorran las cuadras.

— No me extraña que ocurran accidentes como éste en el quinto año–dijo el coronel, mostrando el puño nuevamente; pero su puño era blanco y pequeñito»no inspiraba respeto-: los propios oficiales fomentan la indisciplina.

Gamboa no respondió.

— Pueden retirarse–dijo el coronel, dirigiéndose a Calzada, Pitaluga y Huarina–Una vez más les recomiendo discreción absoluta.

Los oficiales se pusieron de pie, chocaron los talones y salieron. Sus pasos se perdieron en el corredor. El coronel se sentó en él sillón que ocupaba Huarina, pero al instante se levantó y comenzó a pasear por la habitación.

— Bueno–dijo de pronto, deteniéndose–Ahora quiero saber lo que ha pasado. ¿Cómo ha sido?

El capitán Garrido miró a Gamboa y con un movimiento de cabeza le indicó que hablara. El teniente se volvió hacia el coronel.

— En realidad, mi coronel, todo lo que sé figura en el parte. Yo dirigía la progresión desde el otro extremo, en el flanco derecho. No vi ni sentí nada, hasta que llegamos cerca de la cumbre. El capitán tenía cargado al cadete.

— ¿Y los suboficiales? — preguntó el coronel-. ¿Qué hacían mientras usted dirigía la progresión? ¿Estaban ciegos y sordos?

— Iban a la retaguardia, mi coronel, según las instrucciones. Pero tampoco notaron nada. — Hizo una pausa y añadió, respetuosamente: — También lo indiqué en el parte.

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