Array Array - La ciudad y los perros
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Era peor que si la capilla hubiera estado a oscuras. La media luz intermitente provocaba sombras, registraba cada movimiento y lo repetía en las paredes o en las losetas, divulgándolo a los ojos de todos los presentes, y mantenía los rostros en una penumbra lúgubre que agravaba su seriedad y la hacía hostil, casi siniestra. Y además, había ese murmullo quejumbroso, constante (una voz que balbucea una sola palabra, con un mismo acento, la última sílaba encadenada a la primera), que llegaba hasta ellos por detrás, se hundía en sus oídos como una hebra finísima y los exasperaba. Hubieran soportado mejor que la mujer gritara, profiriese grandes exclamaciones, invocara a Dios y a la Virgen, se mesara los cabellos o llorara, pero desde que entraron guiados por el suboficial Pezoa, que los distribuyó en dos columnas, pegados a los muros de la capilla, a, ambos lados del ataúd, habían escuchado ese mismo murmullo de mujer que brotaba de atrás, del sector vecino a la puerta, donde estaban las bancas y el confesionario. Sólo mucho rato después de que Pezoa les ordenó presentar armas–obedecieron sin marcialidad y sin ruido, pero con precisión–habían distinguido, tras el murmullo, movimientos o voces instantáneas, la presencia de otra gente en la capilla, además de la mujer que se quejaba. No podían mirar sus relojes: estaban en posición de firmes, a medio metro de distancia uno de otro, sin hablar. Cuando más, volvían ligeramente la cabeza para observar el ataúd, pero sólo alcanzaban a ver la superficie negra y pulida y las coronas de flores blancas. Ninguna de las personas que estaban en la parte anterior de la capilla se había acercado al ataúd. Probablemente lo habían hecho antes que ellos llegaran y ahora se ocupaban de consolar a la mujer. El capellán del colegio, con un insólito rostro contrito, había pasado varias veces en dirección al altar; regresaba hasta la puerta, sin duda se mezclaba unos instantes al grupo de personas, y luego volvía a recorrer la nave, los ojos bajos, el rostro juvenil y deportivo contraído en una expresión adecuada a la atmósfera. Pero a pesar de haber pasado tantas veces junto al ataúd, ni una sola vez se había detenido a mirar. Hacía rato que estaban allí; a algunos les dolía el brazo por el peso del fusil. Además, hacía calor: el recinto era estrecho, todos los cirios del altar estaban encendidos y ellos vestían los uniformes de paño. Muchos transpiraban. Pero se mantenían inmóviles, los talones unidos, la mano izquierda pegada al muslo, la derecha en la culata del fusil, el cuerpo erguido. Sin embargo, esta gravedad era reciente. Cuando, un segundo después de haber abierto la puerta de la cuadra con los puños, Urioste dio la noticia (un solo grito ahogado: "¡El Esclavo ha muerto!») y vieron su rostro congestionado por la carrera, una nariz y una boca que temblaban, unas mejillas y una frente empapadas de sudor y, tras él, sobre su hombro, alcanzaron a ver el rostro del poeta, lívido y con las pupilas dilatadas, hubo incluso algunas bromas. La voz inconfundible del Rulos clamó, casi inmediatamente después del portazo: «a lo mejor se ha ido al infierno, uy, mamita». Y unos cuantos lanzaron una carcajada. Pero no eran las risas salvajemente sarcásticas de costumbre–aullidos verticales que ascendían, se congelaban y durante unos segundos vivían por su cuenta, emancipados de los cuerpos que los expelían-, sino unas risas muy cortas e impersonales, sin matices, defensivas. Y cuando Alberto gritó: «si alguien hace una broma más, le saco la puta que lo parió», sus palabras se escucharon nítidamente: un silencio macizo había reemplazado a las risas. Nadie le respondió. Los cadetes permanecían en sus literas o ante los roperos, miraban las paredes malogradas por la humedad, las losetas sangrientas, el cielo sin estrellas que descubrían las ventanas, los batientes del baño que oscilaban. No decían nada, apenas se miraban entre ellos. Luego continuaron ordenando los roperos, tendiendo las camas, encendieron cigarrillos, hojearon las copias, zurcieron los uniformes de campaña. Lentamente, se reanudaron los diálogos, aunque tampoco eran los mismos: había desaparecido el humor, la ferocidad y hasta las alusiones escabrosas, las malas palabras. Curiosamente, hablaban en voz baja, como después del toque de silencio, con frases medidas y lacónicas, sobre todos los temas salvo la muerte del Esclavo: se pedían hilo negro, retazos de tela, cigarrillos, apuntes de clases, papel de carta, copias de exámenes. Después, dando rodeos, tomando toda clase de precauciones, evitando tocar lo esencial, cambiaron preguntas — "¿a qué hora fue?» — e hicieron consideraciones laterales — «el teniente Huarina dijo que lo iban a operar otra vez, a lo mejor fue durante la operación»; "¿nos llevarán al entierro?». Luego se abrieron paso cautelosas manifestaciones emotivas: «joderse a esa edad, qué mala suerte»; «mejor se hubiera quedado seco ahí mismo, en campaña; está fregado eso de estar muriéndose tres días»; — faltaban sólo dos meses para terminar, eso se llama ser salado». Eran homenajes indirectos, variaciones sobre el mismo tema y grandes intervalos de silencio. Algunos cadetes permanecían callados y se contentaban con asentir. Después sonó el silbato y salieron de la cuadra sin precipitarse, ordenadamente. Cruzaron el patio hacia el emplazamiento y se instalaron calmadamente en la fila; no protestaban por la colocación, se cedían los sitios unos a otros, se alineaban con sumo cuidado y, por último, se pusieron en posición de firmes por su propia voluntad, sin esperar la voz del brigadier. Y así cenaron, casi sin hablar: sentían que en el anchísimo comedor, los ojos de centenares de cadetes se volvían hacia ellos y escuchaban de vez en cuando, voces que salían de las mesas de los perros — «Ésos son los de la primera, su sección» — y había dedos que los señalaban. Masticaban los alimentos sin empeño, ni disgusto, ni placer. Y a la salida respondieron con monosílabos o cortantes groserías a las preguntas de los cadetes de las otras secciones o de los otros años, irritados por esa curiosidad invasora. Más tarde, en la cuadra, rodearon a Arróspide y el negro Vallano dijo lo que todos sentían: «anda dile al teniente que queremos velarlo». Y se volvió a los otros y añadió: «al menos, me parece a mí; como era de la sección, creo que deberíamos». Y nadie se burló, algunos asintieron con la cabeza, otros dijeron: «claro, claro». Y el brigadier fue a hablar con el teniente y regresó a decirles que se pusieran los uniformes de salida, guantes incluido, y que lustraran los zapatos y formaran una media hora después con fusiles y bayonetas, pero sin correaje blanco. Todos insistieron en que Arróspide volviera donde el teniente a decirle que ellos querían velarlo toda la noche, pero el teniente no–aceptó. Y ahora estaban allí, desde hacía una hora, en la indecisa penumbra de la capilla, escuchando el quejido monótono de la mujer, viendo de reojo el ataúd, solitario en el centro de la nave y que parecía vacío.
Pero él estaba allí, Lo supieron definitivamente cuando el teniente Pitaluga ingresó a la capilla, precedido del crujido de sus zapatos, que se superpuso al lamento de la mujer y retuvo toda su atención, mientras lo sentían aproximarse a su espalda, y lo iban viendo aparecer, de dos en dos, a medida que avanzaba, se ponía a su altura, y los dejaba atrás. Los fascinó cuando comprobaron que iba de frente al ataúd. Los ojos clavados en su nuca, lo vieron detenerse casi encima de una de las coronas, inclinar un poco la cabeza para ver mejor y quedarse así un momento, algo arqueado sobre sí mismo y tuvieron como un fugaz estremecimiento al ver que movía una mano, la llevaba a la cabeza, se sacaba la cristina y luego se persignaba rápidamente, se enderezaba, le veían el rostro abotagado y los ojos inexpresivos, y volvía a recorrer el mismo camino, en dirección contraria. Lo vieron desaparecer, de dos en dos, escucharon sus pasos que se alejaban y luego surgió otra vez el murmullo quejumbroso de la mujer invisible.
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