Array Array - La ciudad y los perros

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Alberto camina por las serenas calles de Barranco, entre casonas descoloridas de principios de siglo, separadas de la calle por jardines profundos. Los árboles, altos y frondosos, proyectan en el pavimento sombras que parecen arañas. De vez en cuando pasa un tranvía atestado; la gente mira por las ventanillas con aire aburrido. «Debí contarle todo,'fíjate bien lo que ha pasado, estaba enamorado de ti, mi papá mañana y tarde con las polillas, mi mamá con su cruz a cuestas y rezando rosarios, confesándose con el jesuita, Pluto y el Bebe conversando en casa de, oyendo discos en el salón de, bailando en, tu tía comiéndose los pelos en la cocina, y a él–se lo están comiendo los gusanos porque quería salir a verte y su padre no le dejó, fíjate bien, ¿te parece poco?» Había bajado del tranvía en el paradero de La Laguna. Sobre el pasto, al pie de los árboles, parejas o familias enteras toman el fresco de la noche y los zancudos zumban a las orillas del estanque, junto a los botes inmóviles. Alberto atraviesa el parque, el campo de deportes: la luz de la avenida revela los columpios y la barra; las paralelas, el tobogán, los trapecios y la escalera giratoria yacen en las sombras. Camina hasta la plaza iluminada y la elude: tuerce hacia el Malecón que intuye al fondo, no muy lejos, detrás de una mansión de muros cremas, más altas que las otras y bañada por la luz oblicua de un farol. En el Malecón se aproxima al parapeto y mira: el mar de Barranco no es el de La Perla, que siempre da señales de vida y en las noches murmura con cólera; es un mar silencioso, sin olas, un lago. «Tú también tienes la culpa y cuando te dije se ha muerto no lloraste, ni te dio pena. También tienes la culpa y si te decía lo mató el Jaguar, hubieras dicho pobre, ¿un Jaguar de a deveras?, tampoco hubieras llorado y él estaba loco por ti. Tenías la culpa y no te importaba nada más que mi cara seria. La culpa y mi cara, la Pies Dorados que es una polilla tiene más alma que tú.»

Es una casa vieja, de dos pisos, con balcones que dan sobre un jardín sin flores. Un caminito recto une la verja herrumbrosa a la puerta de entrada, una puerta antigua, labrada con dibujos borrosos que parecen jeroglíficos. Alberto toca con los nudillos. Espera unos segundos, ve el timbre, apoya el dedo en el botón y lo separa de inmediato. Siente pasos. Se cuadra. — Pase–dice Gamboa y se retira del umbral.

Alberto entra, oye el ruido de la puerta al cerrarse. El teniente pasa a su lado y avanza por un corredor largo, que está en la penumbra. Alberto lo sigue en puntas de pie. La espalda de Gamboa casi toca su cara; si el oficial se detuviera de improviso, chocarían. Pero el teniente no se detiene; al final del pasillo estira una mano, abre una puerta y entra a una habitación. Alberto espera en el pasillo. Gamboa ha encendido la luz. Están en una sala. Los muros son verdes y hay cuadros con marcos dorados. Desde una mesa, un hombre mira a Alberto con obstinación: es una vieja foto, el cartón está amarillo y el hombre luce patillas, una barba patriarcal y aguzados bigotes. — Siéntese–dice Gamboa, señalándole un sillón.

Alberto se sienta y su cuerpo se hunde como en un sueño. En ese momento recuerda que lleva puesto el quepí. Se lo saca y pide disculpas, entre dientes. Pero el teniente no lo oye, está de espaldas, cerrando la puerta. Da media vuelta, se sienta frente a él en una silla de patas finas y lo mira. — Alberto Fernández–dice Gamboa- ¿De la primera sección, me dijo? — Sí, mi teniente–Alberto se adelanta un poco y los resortes del sillón chirrían, brevemente.

— Bueno–dice Gamboa-. Hable usted.

Alberto mira al suelo: la alfombra tiene dibujos azules y cremas, una circunferencia envuelve a otra más pequeña que a su vez encierra a otra. Las cuenta: doce circunferencias y un punto final, de color gris.

Levanta la vista; detrás del teniente hay una cómoda, la superficie es de mármol y las empuñaduras de los cajones de metal.

— Estoy esperando, cadete–dice Gamboa.

Alberto vuelve a mirar la alfombra.

— La muerte del cadete Arana no fue casual–dice–Lo mataron. Ha sido una venganza, mi teniente.

Levantó los ojos. Gamboa no se ha movido; su rostro está impasible, no revela sorpresa ni curiosidad. No le hace ninguna pregunta. Tiene las manos apoyadas en las rodillas, los pies separados. Alberto descubre que la silla que ocupa el teniente tiene extremidades de animal: plantas chatas y garras carniceras.

— Lo han asesinado–añade». Ha sido el Círculo. Lo odiaban. Toda la sección lo odiaba, no tenían ningún motivo, él no se metía con nadie. Pero lo odiaban porque no le gustaban las bromas ni las peleas. Lo volvían loco, lo batían todo el tiempo y ahora lo han matado. — Cálmese–dice Gamboa-. Vaya por partes. Hable con toda confianza.

— Sí, mi teniente–dice Alberto–Los oficiales no saben nada de lo que pasa en las cuadras. Todos se ponían siempre en contra de Arana, lo hacían consignar, no lo dejaban en paz ni un instante. Ahora ya están tranquilos. Ha sido el Círculo, mi teniente.

— Un momento–dice Gamboa y Alberto lo mira. Esta vez, el teniente se ha movido hasta el borde de la silla y apoya el mentón en la palma de la mano-. ¿Quiere usted decir que un cadete de la sección disparó deliberadamente contra el cadete Arana? ¿Quiere decir eso?

— Sí, mi teniente.

— Antes de que me diga el nombre de esa persona–añade Gamboa, suavemente-, tengo que advertirle algo. Una acusación de ese género es muy grave. Supongo que se da cuenta de todas las consecuencias que puede tener este asunto. Y supongo también que no tiene usted la menor duda de lo que va a hacer.

Una denuncia así no es un juego. ¿Me comprende?

— Sí, mi teniente–dice Alberto-. He pensado en eso. No le hablé antes porque me daba miedo. Pero ya no. — Abre la boca para continuar, pero no lo hace. El rostro de Gamboa, que Alberto observa sin bajar la vista, es de líneas marcadas y revela aplomo. En unos segundos, los rasgos precisos de ese rostro se disuelven, la piel morena del teniente se blanquea. Alberto cierra los ojos, ve un segundo la cara pálida y amarillenta del Esclavo, su mirada huidiza, sus labios tímidos. Sólo ve su rostro y, luego, cuando vuelve a abrir los ojos y reconoce nuevamente al teniente Gamboa, cruzan su memoria el campo de hierba, la vicuña, la capilla, la litera vacía de la cuadra.

— Sí, mi teniente–dice-. Me hago responsable. Lo mató el Jaguar para vengar a Cava.

— ¿Cómo? — dice Gamboa. Ha dejado caer la mano y sus Ojos se muestran ahora intrigados.

— Todo fue por la consigna, mi teniente. Por lo del vidrio. Para él fue horrible, peor que para cualquiera.

Hacía quince días que no salía. Primero le robaron su pijama. Y a la semana siguiente lo consignó usted por soplarme en el examen de Química. Estaba desesperado, tenía que salir, ¿comprende usted, mi teniente?

— No–dijo Gamboa-. Ni una palabra.

— Quiero decir que estaba enamorado, mi teniente. Le gustaba una muchacha. El Esclavo no tenía amigos, hay que pensar en eso, no se juntaba con nadie. Se pasó los tres años del colegio solo, sin hablar con nadie. Todos lo fregaban. Y él quería salir para ver a esa chica. Usted no puede saber cómo lo batían todo el tiempo. Le robaban sus cosas, le quitaban los cigarrillos.

— ¿Los cigarrillos? — dijo Gamboa.

— Todos fuman en el colegio–dice Alberto, agresivo-. Una cajetilla diaria cada uno. 0 más. Los oficiales no saben nada de lo que pasa. Todos lo fregaban al Esclavo, yo también. Pero después me hice su amigo, el único. Me contaba sus cosas. Se le prendían porque tenía miedo a los golpes. No eran bromas, mi teniente. Lo orinaban cuando dormía, le cortaban el uniforme para que lo consignaran, escupían en su comida, lo obligaban a ponerse entre los últimos aunque hubiera llegado primero a la fila.

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