Array Array - La ciudad y los perros

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Cuando mi madre me dijo «se acabó el colegio, vamos donde tu padrino para que te consiga un trabajo», yo le respondí: «ya sé cómo ganar plata sin dejar el colegio, no te preocupes». "¿Qué dices? — , me dijo. Se me trabó la lengua y me quedé con la boca abierta. Después le pregunté si conocía al flaco Higueras. Me miró muy raro y me preguntó: "¿y tú de dónde lo conoces?». «Somos amigos, le dije. Y a veces le hago unos trabajos.» Ella encogió los hombros. «Ya estás grande, me dijo. Allá tú con lo que haces, no quiero saber nada. Pero si no traes plata, a trabajar.» Me di cuenta que mi madre sabía lo que hacían el flaco Higueras y mi hermano. Yo ya había ido con el flaco a otras casas, siempre de noche y cada vez gané unos veinte soles. El flaco me decía: «te harás rico conmigo». Tenía guardada toda la plata en mis cuadernos y le pregunté a mi madre: "¿necesitas dinero ahora?». «Siempre necesito, me contestó. Dame lo que tengas.» Le di toda la plata, menos dos soles. Yo sólo gastaba en ir a esperar a Tere todos los días a la salida del colegio y también en cigarrillos, pues esos días comencé a fumar de mi bolsillo. Una cajetilla de Inca me duraba tres o cuatro días. Una vez prendí un cigarrillo en la Plaza de Bellavista y Tere me vio desde la puerta de su casa. Se acercó y conversamos, sentados en una banca. Me dijo: «enséñame a fumar». Encendí un cigarrillo y le di varias pitadas. No podía golpear y se atoraba. Al día siguiente me dijo que había estado con náuseas toda la noche y que no volvería a fumar. Me acuerdo bien de esos días, fueron los mejores del año. Estábamos casi al final del curso, habían comenzado los exámenes, estudiábamos más que antes y éramos inseparables. Cuando su tía no estaba o se quedaba dormida, nos hacíamos bromas, jugábamos a despeinarnos y yo me ponía muy nervioso cada vez que ella me tocaba. La veía dos veces al día, me sentía contento. Como andaba con plata, siempre le llevaba una sorpresa. En las noches, iba a la Plaza Bellavista a encontrarme con el flaco y él me decía: «prepárate para tal día. Tenemos un asunto que es canela fina».

Las primeras veces fuimos los tres: el flaco, yo y el serrano Culepe. Otra vez, que dimos un golpe en Orrantia, en una casa de ricos, se juntaron a nosotros dos desconocidos. Pero por lo general lo hacíamos solos. «Mientras menos, mejor, decía el flaco. Por el reparto y los chivatos. Pero a veces no se puede, cuando el almuerzo es suculento se necesitan muchas bocas.» Casi siempre entrábamos a casas vacías. El flaco ya las conocía, no sé cómo, y me explicaba la manera de entrar, por el techo, la chimenea o una ventana. Al principio tuve miedo, después trabajaba muy tranquilo. Una vez entramos a una casa de Chorrillos. Yo me metí por un vidrio del garaje, que el flaco rompió con un diamante. Crucé media casa para abrirles la puerta de calle, salí y esperé en la esquina. Al poco rato vi que se encendía la luz del segundo piso y que el flaco salía disparado. Al pasar me cogió la mano y me dijo: «vuela que nos cocinan». Corrimos como tres cuadras, no sé si nos perseguían, pero yo tenía mucho miedo y cuando el flaco me dijo: Lárgate por allá y al doblar la esquina échate a caminar tranquilo», creí que estaba frito. Hice lo que me dijo y tuve suerte. Regresé a mi casa a pie, desde tan lejos. Llegué muerto de frío y de cansancio, temblando, seguro de que al flaco lo habían agarrado. Pero al día siguiente estaba esperándome en la plaza, muerto de risa. "¡Qué tal chasco!, me decía. Yo estaba abriendo una cómoda y en eso se hizo de día, quedé mareado con tantas luces. Carambolas, nos libramos porque Dios es grande.»

— ¿Que más? — dijo Alberto.

— Nada más–repuso el cabo–Sólo que comenzó a sangrar y yo le dije: «no te hagas». Y el bruto ése me contestó: «no me hago, mi cabo, pero me está doliendo». Y entonces, como todos son compinches, los soldados comenzaron a murmurar: «le está doliendo, le está doliendo». Yo no lo creía pero tal vez era verdad. ¿Sabe por qué, cadete? Por sus pelos, que estaban colorados. Lo mandé a lavarse, para que no manchara el piso de la cuadra. Pero el muy porfiado no quiso, es un maricón, para hablar claro. Se quedó sentado en su cama y lo empujé, sólo para que se levantara, cadete, y los otros comenzaron a gritar: «no lo maltrate, cabo, ¿no ve que le está doliendo?». — ¿Y después? — preguntó Alberto.

— Nada más, mi cadete, nada más. Entró el sargento y preguntó: "¿qué le pasa a éste?». «Se ha caído, mi sargento, le dije. ¿No es verdad que te has caído?» Y el maricón dijo: «no, usted me ha roto la cabeza de un palazo, mi cabo». Y los otros forajidos gritaron: «sí, sí, el cabo le ha roto la cabeza». ¡Maricones! El sargento me trajo a la Prevención y mandó al bruto ése a la enfermería. Aquí me tienen hace cuatro días. A pan y agua. Tengo mucha hambre, cadete. — ¿Y por qué le rompiste la cabeza? — preguntó Alberto.

— Bah–dijo el cabo, con una mueca desdeñosa-. Yo sólo quería que sacara rápido la basura. ¿Quiere que le diga una cosa? Se cometen muchas injusticias. Si el teniente ve basuras en la cuadra me manda tres días de rigor o me muele a patadas. Pero si yo doy un cocacho a un soldado me meten al calabozo. ¿Quiere saber la verdad, cadete? No hay nada peor que ser cabo. A los soldados los patean los oficiales, pero entre ellos son compinches, siempre paran ayudándose. A los clases, en cambio, nos llueve de todas partes. Los oficiales nos patean y los soldados nos odian y nos hacen imposible la vida. Yo estaba mejor cuando era soldado, cadete.

Los dos calabozos están detrás de la Prevención. Son cuartos oscuros y altos, que se comunican por una rejilla, a través de la cual Alberto y el cabo pueden conversar cómodamente. En cada calabozo hay una ventanilla cerca del techo, que deja pasar prismas de luz, un raquítico catre de campaña, un colchón de paja y una frazada caqui.

— ¿Cuánto tiempo va a estar aquí, cadete? — dice el cabo.

— No sé–responde Alberto. Gamboa no le había dado explicación alguna la noche anterior, se limitó a decirle secamente: «dormirá allá; prefiero que no vaya a la cuadra». Eran apenas las diez, la Costanera y los patios estaban desiertos, barridos por un viento silencioso; los consignados se hallaban en las cuadras y los cadetes sólo volvían a las once. Amontonados en la banca del fondo de la Prevención, los soldados conversaban entre dientes, ni siquiera echaron una mirada a Alberto cuando entró al calabozo. Estuvo unos segundos a ciegas, después distinguió, en una esquina, la sombra compacta del catre de campaña. Dejó su maletín en el suelo, se quitó la guerrera, los zapatos, el quepí y se cubrió con la frazada. Hasta él llegaban unos ronquidos de animal. Se durmió casi inmediatamente, pero despertó varias veces y los ronquidos proseguían, inalterables, poderosos. Sólo con las primeras luces del amanecer descubrió al cabo en el calabozo contiguo: un hombre largo, de rostro seco y filudo como un cuchillo, que dormía con polainas y cristina. Poco después, un soldado le trajo café caliente. El cabo se despertó y desde su catre le hizo un saludo amistoso. Estaban conversando cuando sonó la diana.

Alberto se aparta de la rejilla y se aproxima a la puerta del calabozo, que comunica con la sala de guardia: el teniente Gamboa está inclinado sobre el teniente Ferrero y le habla en voz baja. Los soldados se restregan los ojos, se desperezan, toman sus fusiles, se aprestan a abandonar la Prevención. Por la puerta, se ve el comienzo del patio exterior y el sardinel de piedras blancas que circunda el monumento al héroe. Por allí deben estar los soldados que van a entrar de servicio junto con el teniente Ferrero. Gamboa sale de la Prevención sin mirar el calabozo. Alberto escucha silbatos sucesivos y comprende que, en los patios de cada año, se organizan las formaciones. El cabo continúa en la cama y ha vuelto a cerrar los ojos, pero ya no ronca. Cuando se oye el desfile de los batallones hacia el comedor, el cabo silba despacito, al compás de la marcha. Alberto mira su reloj. «Ya debe estar con el Piraña, Teresita, ya le habló, ya están hablando con el mayor, han entrado donde el comandante, están yendo donde el coronel, Teresita, los cinco están hablando de mí, llamarán a los periodistas y me tomarán fotos y el primer día de salida me lincharán y mi mamá se volverá loca, y no podré caminar más por Miraflores sin que me señalen con el dedo, y tendré que irme al extranjero y cambiarme de nombre, Teresita.» Después de unos minutos, vuelven a oírse los silbatos. Las pisadas de los cadetes que abandonan el comedor y atraviesan el descampado para formar en la pista de desfile llegan hasta la Prevención como un susurro lejano. La marcha hacia las aulas, en cambio, es un gran ruido marcial, equilibrado y exacto que va disminuyendo lentamente hasta desaparecer. «Ya se habrán dado cuenta, Teresita, el poeta no ha venido, Arróspide ha escrito mi nombre en el parte de ausentes, cuando sepan se sortearán a ver quién me pega, se pasarán papeles y mi padre dirá mi apellido en el fango, en la página policial de los periódicos, tu abuelo y tu bisabuelo morirían de impresión, nosotros fuimos siempre y en todo los mejores y tú te–pudres en la mugre, Teresita, nos escaparemos a Nueva York y nunca volveremos al Perú, ahora ya comenzaron las clases y deben estar mirando mi carpeta.» Alberto da un paso atrás cuando ve al teniente Ferrero acercarse al calabozo. La puerta metálica se abre silenciosamente.

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