Array Array - La ciudad y los perros
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Algunas mañanas, salía a dar una vuelta. A las diez, la avenida Salaverry estaba solitaria, de cuando en cuando pasaba un ruidoso tranvía a medio llenar. Bajaba hasta la avenida Brasil y se detenía en la esquina. No cruzaba la ancha pista lustrosa, su madre se lo había prohibido. Contemplaba los automóviles que se perdían a lo lejos, en dirección al centro, y evocaba la Plaza Bolognesi, al final de la avenida, tal como la veía cuando sus padres lo llevaban a pasear: bulliciosa, un hervidero de coches y tranvías, una muchedumbre en las veredas, las capotas de los automóviles semejantes a espejos que absorbían los letreros luminosos, rayas y letras de colores vivísimos e incomprensibles. Lima le daba miedo, era muy grande, uno podía perderse y no encontrar nunca su casa, la gente que iba por la calle era desconocida. En Chiclayo salía a caminar solo; los transeúntes le acariciaban la cabeza, lo llamaban por su nombre y él les sonreía: los había visto muchas veces, en su casa, en la Plaza de Armas los días de retreta, en la misa del domingo, en la Playa de Eten.
Descendía luego hasta el final de la avenida Brasil y se sentaba en una de las bancas de ese pequeño parque semicircular donde aquélla remata, al borde del acantilado, sobre el mar cenizo de la Magdalena. Los parques de Chiclayo–muy pocos, los conocía todos de memoria-, también eran antiguos, como éste, pero las bancas no tenían esa herrumbre, ese musgo, esa tristeza que le imponían la soledad, la atmósfera gris, el melancólico murmullo del océano. A veces, sentado de espaldas al mar, mientras observaba la avenida Brasil, abierta frente a él como la carretera del norte cuando venía a Lima, sentía ganas de llorar a gritos. Recordaba a su tía Adela, volviendo de compras, acercándose a él con una mirada risueña para preguntarle: "¿a que no adivinas qué me encontré?», y extrayendo de su bolsa un paquete de caramelos, un chocolate, que él le arrebataba de las manos. Evocaba el sol, la luz blanca que bañaba todo el año las calles de la ciudad y las conservaba tibias, acogedoras, la excitación de los domingos, los paseos a Eten, la arena amarilla que abrasaba, el purísimo cielo azul. Levantaba la vista: nubes grises por todas partes, ni un punto claro. Regresaba a su casa, caminando despacio, arrastrando los pies como un viejo. Pensaba: «cuando sea grande volveré a Chiclayo. Y jamás vendré a Lima».
VIII El teniente Gamboa abrió los ojos: a la ventana de su cuarto sólo asomaba la claridad incierta de los faroles lejanos de la pista de desfile; el cielo estaba negro. Unos segundos después sonó el despertador.
Se levantó, se restregó los ojos y, a tientas, buscó la toalla, el jabón, la máquina de afeitar y la escobilla de dientes. El pasillo y el baño estaban a oscuras. De los cuartos vecinos no provenía ruido alguno; como siempre, era el primero en levantarse. Quince minutos después, al regresar a su cuarto peinado y afeitado, escuchó la campanilla de otros despertadores. Comenzaba a aclarar; a lo lejos, tras el resplandor amarillento de los faroles, crecía una luz azul, todavía débil. Se puso el uniforme de campaña, sin prisa.
Luego salió. En vez de atravesar las cuadras de los cadetes, fue hacia la Prevención por el descampado.
Hacía un poco de frío y él no se había puesto el sacón. Al verlo, los soldados de guardia lo saludaron, él les contestó. El teniente de servicio, Pedro Pitaluga, descansaba encogido sobre una silla, la cabeza entre las manos.
— ¡Atención! — gritó Gamboa.
El oficial se incorporó de un salto, los ojos todavía cerrados. Gamboa se rió.
— No friegues, hombre — dijo Pitaluga, volviendo a sentarse. Se rascaba la cabeza–Creí que era el Piraña.
Estoy molido. ¿Qué hora es?
— Van a ser las cinco. Te quedan todavía cuarenta minutos. No es mucho. ¿Para qué tratas de dormir? Es lo peor.
— Ya sé — dijo Pitaluga, bostezando–He violado el reglamento.
— Sí — dijo Gamboa, sonriendo–Pero no lo decía por eso.
Si duermes sentado se te descompone el cuerpo. Lo mejor es hacer algo, así el tiempo pasa sin que te des cuenta.
— ¿Hacer qué cosa? ¿Conversar con los soldados? Sí mi teniente, no mi teniente. Son muy entretenidos.
Basta que les dirijas la palabra para que te pidan licencia.
— Yo estudio cuando estoy de servicio — dijo Gamboa–La noche es la mejor hora para estudiar. De día no puedo.
— Claro — dijo Pitaluga–Tú eres el oficial modelo. A propósito, ¿qué haces levantado?
— Hoy es sábado. ¿Te has olvidado?
— La campaña–recordó Pitaluga. Ofreció un cigarrillo a Gamboa, que lo rechazó–Por lo menos este servicio me ha librado de la campaña.
Gamboa recordó la Escuela Militar. Pitaluga era su compañero de sección; no estudiaba mucho pero tenía excelente puntería. Una vez, durante las maniobras anuales, se lanzó al río con su caballo. El agua le llegaba a los hombros; el animal relinchaba con espanto y los cadetes lo exhortaban a volver, pero Pitaluga consiguió vencer la corriente y ganar la otra orilla, empapado y dichoso. El capitán de año lo felicitó delante de los cadetes y le dijo: «es usted muy macho». Ahora Pitaluga se quejaba del servicio, de
las campañas. Como los soldados y los cadetes, sólo pensaban en la salida. Éstos tenían al menos una excusa: estaban en el Ejército de paso; a unos los habían arrancado a la fuerza de sus pueblos para meterlos a filas; a los otros, sus familiares los enviaban al colegio para librarse de ellos. Pero Pitaluga había elegido su carrera. Y no era el único: Huarina inventaba enfermedades de su mujer cada dos semanas para salir a la calle, Martínez bebía a escondidas durante el servicio y todos sabían «que su termo de café estaba lleno de pisco. ¿Por qué no pedían su baja? Pitaluga había engordado, jamás estudiaba y volvía ebrio de la calle. «Se quedará muchos años de teniente, pensó Gamboa. Pero rectificó: — Salvo que tenga influencias.» Él amaba la vida militar precisamente por lo que otros la odiaban: la disciplina, la jerarquía, las campañas.
— Voy a llamar por teléfono.
— ¿A estas horas?
— Sí — dijo Garriboa–Mi mujer debe estar levantada. Viaja a las seis.
Pitaluga hizo un gesto vago. Como una tortuga que se hunde en su caparazón, sumió nuevamente la cabeza entre las manos. La voz de Gamboa en el teléfono era baja y suave, hacía preguntas, aludía a pastillas contra el mareo y al frío, insistía en que le enviaran un telegrama de alguna parte, varias veces repetía ¿estás bien? y luego se despedía con una frase breve, rápida. Pitaluga abrió automáticamente los brazos y su cabeza quedó colgando como una campana. Pestañeó antes de abrir los ojos. Sonrió sin entusiasmo. Dijo:
— Pareces en luna de miel. Hablas a tu mujer como si te acabaras de casar.
— Me casé hace tres meses — dijo Gamboa.
— Yo hace un año. Y malditas las ganas que tengo de hablar con ella. Es un energúmeno, igual que su madre. Si la llamara a esta hora se pondría a gritar y me diría cachaco de porquería.
Gamboa sonrió.
— Mi mujer es muy joven–dijo–Sólo tiene dieciocho años. Vamos a tener un hijo.
— Lo siento — dijo Pitaluga–No sabía. Hay que tomar precauciones.
— Yo quiero tener un hijo.
— Ah, claro–repuso Pitaluga–Ya me doy cuenta. Para hacerlo militar.
Gamboa parecía sorprendido.
— No sé si me gustaría que fuera militar–murmuró. Miró a Pitaluga de pies a cabeza: — En todo caso, no quisiera que fuera un militar como tú.
Pitaluga se incorporó.
— ¿Qué broma es ésa? — dijo, con voz agria.
— Bah–dijo Gamboa–olvídala.
Dio media vuelta y salió de la Prevención. Los centinelas lo volvieron a saludar. Uno tenía la cristina caída sobre la oreja y Gamboa estuvo a punto de llamarle la atención, pero se contuvo; no valía la pena tener un disgusto con Pitaluga. Éste sepultó de nuevo la cabeza despeinada entre las manos pero esta vez no vino al letargo. Maldijo y llamó a gritos a un soldado para que le sirviera una taza de café.
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