Array Array - La ciudad y los perros

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— Vengan los brigadieres — dijo Gamboa. Arróspide y otros dos cadetes abandonaron la fila–Compañía, ¡descanso!

El teniente se alejó unos pasos, seguido de los suboficiales y de los tres brigadieres. Luego, trazando cruces y rayas en la tierra, les explicó detalladamente los diferentes movimientos del asalto.

— ¿Comprendida la disposición de los cuerpos? — dijo Gamboa y sus cinco oyentes asintieron–Bien. Los grupos de combate comenzarán a desplegarse en abanico desde que se dé la orden de marcha;

desplegarse quiere decir no ir como carneros, sino separados, aunque en una misma línea.

¿Comprendido? Bien. A nuestra compañía le corresponde atacar el frente Sur, ése que tenemos delante.

¿Visto?

Los suboficiales y brigadieres miraron el cerro y dijeron: «visto».

— ¿Y qué instrucciones hay para la progresión, mí teniente? — murmuró Morte. Los brigadieres se volvieron a mirarlo y el suboficial se ruborizó.

— A eso voy — dijo Gamboa–Saltos de diez en diez metros. Una progresión intermitente. Los cadetes recorren esa distancia a toda carrera y se arrojan, al que entierre el fusil le parto el culo a patadas.

Cuando todos los hombres de la vanguardia están tendidos, toco silbato y la segunda línea dispara. Un solo tiro. ¿Entendido? Los tiradores saltan y progresan diez metros, se arrojan. La tercera línea dispara y progresa. Luego comenzamos desde el principio. Todos los movimientos se hacen a mis órdenes. Así llegaremos a cien metros del objetivo. Allí los grupos pueden cerrarse un poco para no invadir el terreno donde operan las otras compañías. El asalto final lo dan las tres secciones a la vez, porque el cerro ya está casi limpio y quedan apenas unos cuantos focos enemigos.

— ¿Qué tiempo hay para ocupar el objetivo? — preguntó Morte.

— Una hora — dijo Gamboa–Pero eso es asunto mío. Los suboficiales y brigadieres deben preocuparse de que los hombres no se abran ni se peguen demasiado, de que nadie se quede atrás y deben estar siempre en contacto conmigo, por si los necesito.

— ¿Vamos adelante o en la retaguardia, mi teniente? — preguntó Arróspide.

— Ustedes con la primera línea, los suboficiales atrás. ¿Alguna pregunta? Bueno, vayan a explicar la operación a los jefes de grupo. Comenzamos dentro de quince minutos.

Los suboficiales y brigadieres se alejaron al paso ligero. Gamboa vio venir al capitán Garrido y se iba a incorporar, pero el Piraña le indicó con la mano que permaneciera como estaba, en cuclillas. Ambos quedaron mirando a las secciones que se desmenuzaban en grupos de doce hombres. Los cadetes se apretujaban los cinturones, anudaban los cordones de sus botines, se encasquetaban las cristinas, limpiaban el polvo de los fusiles, comprobaban la soltura de la corredera.

— Esto sí les gusta — dijo el capitán–Ah, pendejos. Mírelos, parece que fueran a un baile.

— Sí — dijo Gamboa–Se creen en la guerra.

— Si algún día tuvieran que pelear de veras — dijo el capitán», éstos serían desertores o cobardes. Pero, por suerte para ellos, acá los militares sólo disparamos en las maniobras. No creo que el Perú tenga nunca una verdadera guerra.

— Pero, mi capitán–repuso Gamboa–Estamos rodeados de enemigos. Usted sabe que el Ecuador y Colombia esperan el momento oportuno para quitarnos un pedazo de selva. A Chile todavía no le hemos cobrado lo de Arica y Tarapacá.

— Puro cuento — dijo el capitán, con un gesto escéptico. Ahora todo lo arreglan los grandes. El 41 yo estuve en la campaña contra el Ecuador. Hubiéramos llegado hasta Quito. Pero se metieron los grandes y encontraron una solución diplomática, qué tales riñones. Los civiles terminan resolviendo todo. En el Perú, uno es militar por las puras huevas del diablo.

— Antes era distinto — dijo Gamboa.

El suboficial Pezoa y los seis cadetes que lo acompañaron, regresaron corriendo. El capitán lo llamó.

— ¿Dio la vuelta a todo el cerro?

— Sí, mi capitán. Completamente despejado.

— Van a ser las nueve, mi capitán — dijo Gamboa–Voy a comenzar.

— Vaya — dijo el capitán. Y agregó, con repentino mal humor: — Sáqueles la mugre a esos ociosos.

Gamboa se acercó a la compañía. La observó largamente, de un extremo a otro, como midiendo sus posibilidades ocultas, el límite de su resistencia, su coeficiente de valor. Tenía la cabeza algo echada hacia atrás; el viento agitaba su camisa comando y unos cabellos negros que asomaban por la cristina. — ¡Más abiertos, carajo! — gritó- ¿Quieren que los apachurren? Entre hombre y hombre debe haber cuando menos cinco metros de distancia. ¿Creen que van a misa?

Las tres columnas se estremecieron. Los jefes de grupo, abandonando la formación, ordenaban a gritos a los cadetes que se separaran. Las tres hileras se alargaron elásticamente, se hicieron más ralas. — La progresión se hace en zig–zag — dijo Gamboa; hablaba en voz muy alta, para que pudieran oírlo los extremos. Eso ya lo saben desde hace tres años, cuidado con avanzar uno tras otro como en la procesión. Si alguien se queda de pie, se adelanta o se atrasa cuando yo dé la orden, es hombre muerto. Y los muertos se quedan encerrados, sábado y domingo. ¿Está claro?

Se volvió hacia el capitán Garrido, pero éste parecía distraído. Miraba el horizonte, con ojos vagabundos. Gamboa se llevó el silbato a los labios. Hubo un breve temblor en las columnas.

— Primera línea de ataque. Lista para entrar en acción. Los brigadieres adelante, los suboficiales a la retaguardia.

Miró su reloj. Eran las nueve en punto. Dio un pitazo largo. El sonido penetrante hirió los oídos del capitán, que hizo un gesto de sorpresa. Comprendió que, durante unos segundos, había olvidado la campaña y se sintió en falta. Vivamente se trasladó junto a los matorrales, detrás de la compañía, para seguir la operación.

Antes que cesara el sonido metálico, el capitán Garrido vio que la primera fila de ataque, dividida en tres cuerpos, salía impulsada en un movimiento simultáneo: los tres grupos se abrían en abanico, avanzaban a toda velocidad desplegándose adelante y hacia los lados, igual a un pavo real que yergue su poderoso plumaje. Precedidos de los brigadieres, los cadetes corrían doblados sobre sí mismos, la mano derecha aferrada al fusil, que colgaba perpendicular, el cañón apuntando al cielo de través, la culata a pocos centímetros del suelo. Luego escuchó un segundo silbato, menos largo pero más agudo que el primero y más lejano–porque el teniente Gamboa también corría, de medio lado, para controlar los detalles de la progresión-, y al instante la línea, como pulverizada por una ráfaga invisible, desaparecía entre las hierbas: el capitán pensó en los soldados de latón de las tómbolas cuando el perdigón los derriba. Y en el acto, los rugidos de Gamboa poblaban la mañana como seres eléctricos — " ¿por qué se adelanta ese grupo? Rospigliosi, pedazo de asno, ¿quiere que le vuelen la cabeza?, ¡cuidado con enterrar el fusil!»-; y nuevamente se escuchaba el silbato y la línea cimbreante surgía de entre las hierbas y se alejaba a toda carrera y, poco después, al conjuro de otro silbato, volvía a desaparecer de su vista y la voz de Gamboa se distanciaba y perdía: el capitán escuchaba groserías insólitas, nombres desconocidos, veía avanzar la vanguardia, se distraía por momentos, en tanto que las columnas del centro y de la retaguardia comenzaban a hervir. Los cadetes, olvidando la presencia del capitán, hablaban a voz en cuello, se burlaban de los que avanzaban con Gamboa: «el negro Vallano se arroja como un costal, debe tener huesos de jebe; y esa mierda del Esclavo, tiene miedo de rasguñarse la carita».

De pronto, Gamboa surgió ante el capitán Garrido, gritando: «Segunda línea de ataque: lista para entrar en acción». Los jefes de grupo levantaron el brazo derecho, treinta y seis cadetes quedaron inmóviles. El capitán miró a Gamboa: tenía el rostro sereno, los puños apretados, y lo único excepcional era su mirada móvil: brincaba de un punto a otro, se animaba, se exasperaba, sonreía. La segunda línea se desbordó por el campo. Los cadetes se empequeñecían, el teniente corría de nuevo, el silbato en la mano, la cara vuelta hacia la formación.

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