Array Array - La ciudad y los perros
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Cuando Gamboa llegó al patio de quinto, el corneta había tocado ya la diana en tercero y cuarto y se disponía a hacerlo ante las cuadras del último año. Vio a Gamboa, bajó la corneta que llevaba a los labios, se cuadró v lo saludó. Los soldados y los cadetes del colegio advertían que Gamboa era el único oficial del Leoncio Prado que contestaba militarmente el saludo de sus subordinados; los otros se limitaban a hacer una venia y a veces ni eso. Gamboa cruzó los brazos sobre el pecho y esperó que el corneta terminara de tocar la diana. Miró su reloj. En las puertas de las cuadras había algunos imaginarias. Los fue observando uno por uno: a medida que se encontraban frente a él, los cadetes se ponían en atención, se echaban encima la cristina y se arreglaban el pantalón y la corbata antes de llevarse la mano a la sien.
Luego daban media vuelta y desaparecían en el interior de las cuadras. El murmullo habitual ya había comenzado. Un momento después, apareció el suboficial Pezoa. Llegó corriendo.
— Buenos días, mi teniente.
— «Buenos días. ¿Qué ha ocurrido?
— Nada, mi teniente. ¿Por qué, mi teniente?
— Usted debe estar en el patio junto con el corneta. Su obligación es recorrer las cuadras y apurar a la gente. ¿No sabía?
— Sí, mi teniente.
— ¿Qué hace aquí, entonces? Vuele a las cuadras. Si dentro de siete minutos no está formado el año, lo hago responsable.
— Sí, mi teniente.
Pezoa echó a correr hacia las primeras secciones. Gamboa continuaba de pie en el centro del patio, miraba a ratos su reloj, sentía ese rumor macizo y vital que brotaba de todo el contorno del patio y convergía hacia él como los filamentos de la carpa de un circo hacia el mástil central. No necesitaba ir a las cuadras para palpar la furia de los cadetes por el sueño interrumpido, su exasperación por el plazo mínimo que tenían para hacer las camas y vestirse, la impaciencia y la excitación de aquellos que amaban disparar y jugar a la guerra y el disgusto de los perezosos que irían a revolcarse en el campo sin entusiasmo, por obligación, la subterránea alegría de todos los que, terminada la campaña, cruzarían el estadio para ducharse en los baños colectivos, volverían apresurados a ponerse el uniforme de paño azul y negro y saldrían a la calle.
A las cinco y siete minutos, Gamboa tocó un pitazo largo. En el acto sintió protestas y maldiciones, pero casi al mismo tiempo las puertas de las cuadras se abrían y los boquetes oscuros comenzaban a escupir una masa verdosa de cadetes que se empujaban unos a otros, se acomodaban los uniformes sin dejar de correr y con una sola mano, pues la otra iba en alto, sosteniendo el fusil, y en medio de groserías y empellones, las hileras de la formación surgían a su alrededor, ruidosamente, en el amanecer todavía impreciso de ese segundo sábado de octubre, igual hasta entonces a otros amaneceres, a otros sábados, a otros días de campaña. De pronto escuchó un golpe metálico fuerte y un carajo.
— Venga el que ha hecho caer ese fusil–gritó.
El murmullo se apagó instantáneamente. Todos miraban adelante y mantenían los fusiles pegados al cuerpo. El suboficial Pezoa, caminando en puntas de pie, avanzó hasta donde se hallaba el teniente y se puso a su lado.
— He dicho que venga aquí el cadete que hizo caer su fusil–repitió Gamboa.
El silencio fue alterado por el ruido de unos botines. Los Ojos de todo el batallón se volvieron hacia Gamboa. El teniente miró al cadete a los ojos.
— Su nombre.
El muchacho balbuceó su apellido, su compañía, su sección.
— Revise el fusil, Pezoa — dijo el teniente.
El suboficial se precipitó hacia el cadete y revisó el arma aparatosamente: la pasaba bajo sus ojos con lentitud, le daba vueltas, la exponía al cielo como si fuera a mirar al través, abría la recámara, comprobaba la posición del alza, hacía vibrar el gatillo.
— Raspaduras en la culata, mi teniente–dijo–Y está mal engrasado.
— ¿Cuánto tiempo lleva en el colegio militar, cadete?
— Tres años, mi teniente.
— ¿Y todavía no ha aprendido a agarrar el fusil? El arma no debe caer nunca al suelo. Es preferible romperse la crisma antes que soltar el fusil. Para el soldado el arma es tan importante corno sus huevos.
¿Usted cuida muchos sus huevos, cadete?
— Sí, mi teniente.
— Bueno — dijo Gamboa–Así tiene que cuidar su fusil. Vuelva a su sección. Pezoa, hágale una papeleta de seis puntos.
El suboficial sacó una libreta y escribió, mojando la punta del lápiz en la lengua.
Gamboa ordenó desfilar.
Cuando la última sección del quinto año hubo entrado al comedor, Gamboa se dirigió a la cantina de oficiales. No había nadie. Poco después comenzaron a llegar los tenientes y capitanes. Los jefes de compañía de quinto–Huarina, Pitaluga y Calzada–se sentaron junto a Gamboa.
— Rápido, indio — dijo Pitaluga–El desayuno debe estar servido apenas entra el oficial al comedor.
El soldado que servía murmuró una disculpa, que Gamboa no oyó: el motor de un avión vulneraba el amanecer y los Ojos del teniente exploraban el cielo uniforme, la atmósfera mojada. Sus ojos bajaron hacia el descampado. Perfectamente alineados en grupos de a cuatro, sosteniéndose mutuamente por el cañón, los mil quinientos fusiles de los cadetes aguardaban en la neblina; la vicuña circulaba entre las pirámides paralelas y las olía.
— ¿Ya falló el Consejo de Oficiales? — preguntó Calzada. Era el más gordo de los cuatro. Mordisqueaba un pedazo de pan y hablaba con la boca llena.
— Ayer — dijo Huarina–Terminamos tarde, después de las diez. El coronel estaba furioso.
— Siempre está furioso — dijo Pitaluga–Por lo que se descubre, por lo que no se descubre. — Le dio un codazo a Huarina-. Pero no puedes quejarte. Esta vez has tenido suerte. Es algo que vale la pena tener señalado en la hoja de servicios.
— Sí — dijo Huarina–No fue fácil.
— ¿Cuándo le arrancan las insignias? — dijo Calzada–Es una cosa divertida.
— El lunes a las once.
— Son unos delincuentes natos — dijo Pitaluga–No escarmientan con nada. ¿Se dan cuenta? Un robo con fractura, ni más ni menos. Desde que estoy aquí, ya han expulsado a una media docena.
— No vienen al colegio por su voluntad — dijo Gamboa — Eso es lo malo.
— Sí — dijo Calzada–Se sienten civiles.
— Nos confunden con los curas, a veces–afirmó Huarina–Un cadete quería confesarse conmigo, quería que le diera consejos. ¡Parece mentira!
— A la mitad los mandan sus padres para que no sean unos bandoleros — dijo Gamboa–Y a la otra mitad, para que no sean maricas.
— Se creen que el colegio es una correccional — dijo Pitaluga, dando un golpe en la mesa–En el Perú todo se hace a medias y por eso todo se malea. Los soldados que llegan al cuartel son sucios, piojosos, ladrones.
Pero a punta de palos se civilizan. Un año de cuartel y del indio sólo les quedan las cerdas. Pero aquí ocurre lo contrario, se malogran a medida que crecen. Los de quinto son peores que los perros.
— La letra con sangre entra — dijo Calzada–Es una lástima que a estos niños no se los pueda tocar. Si les levantas la mano se quejan y se arma un escándalo.
— Ahí está el Piraña–murmuró Huarina.
Los cuatro tenientes se pusieron de pie. El capitán Garrido los saludó con una inclinación de cabeza. Era un hombre alto, de piel pálida, algo verdosa en los pómulos. Le decían Piraña porque, como esas bestias carnívoras de los ríos amazónicos, su doble hilera de dientes enormes y blanquísimos desbordaba los labios, y sus mandíbulas siempre estaban latiendo. Les alcanzó un papel a cada uno.
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