Array Array - La ciudad y los perros

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En efecto, desde hace algún tiempo, el barrio ha dejado de ser una isla, un recinto amurallado.

Advenedizos de toda índole–miraflorinos de 28 de julio, de Reducto, de la calle Francia, de la Quebrada, muchachos de San isidro e incluso de Barranco-, aparecieron de repente en esas calles que constituían el dominio del barrio. Acosaban a las muchachas, conversaban con ellas en la puerta de sus casas, desdeñando la hostilidad de los varones o desafiándola. Eran más grandes que los chicos del barrio y a veces los provocaban. Las mujeres tenían la culpa; los atraían, parecían satisfechas con esas incursiones.

Sara, la prima de Pluto, había aceptado a un muchacho de San Isidro, que a veces venía acompañado de uno o dos amigos y Ana y Laura iban a conversar con ellos. Los intrusos aparecían sobre todo los días de fiesta. Surgían como por encantamiento. Desde la tarde, rondaban la casa de la fiesta, bromeaban con la dueña, la halagaban. Si no conseguían hacerse invitar, se los veía en la noche, las caras pegadas a los vidrios, contemplando con ansiedad a las parejas que bailaban. Hacían gestos, muecas, bromas, se valían de toda clase de tretas para llamar la atención de las muchachas y despertar su compasión. A veces una de ellas (la que bailaba menos), intercedía ante la dueña por el intruso. Era suficiente: pronto el salón estaba cubierto de forasteros que terminaban por desplazar a los del barrio, adueñarse del tocadiscos y de las chicas. Y Ana, justamente, no se distinguía por su celo, su espíritu de clan era muy débil, casi nulo.

Los advenedizos le interesaban más que los muchachos del barrio. Haría entrar a los extraños si es que no los había invitado.

— Sí — dijo Alberto–Tienes razón. Enséñame el mambo.

— Bueno — dijo el Bebe–Pero déjame fumar un cigarrillo. Mientras, baila con Pluto.

Emilio bostezó y le dio un codazo a Pluto. — Anda a lucirte, mambero», le dijo. Pluto se rió. Tenía una risa espléndida, total; su cuerpo se estremecía con las carcajadas.

— ¿Sí o no? — dijo Alberto, malhumorado.

— No te enojes — dijo Pluto–Voy.

Se puso de pie y fue a elegir un disco. El Bebe había encendido un cigarrillo y con su pie seguía el ritmo de alguna música que recordaba.

— Oye — dijo Emilio–Hay algo que no entiendo. Tú eras .el primero que se ponía a bailar, quiero decir en las primeras fiestas del barrio, cuando empezamos a juntarnos con las chicas. ¿Te has olvidado?

— Eso no era bailar — dijo Alberto–Sólo dar saltos.

— Todos empezamos dando saltos–afirmó Emilio–Pero luego aprendimos.

— Es que éste dejó de ir a fiestas no sé cuánto tiempo. ¿No se acuerdan? — Sí — dijo Alberto–Eso es lo que me reventó.

— Parecía que te ibas a meter de cura — dijo Pluto; acababa de elegir un disco y le daba vueltas en la mano–Casi ni salías.

— Bah — dijo Alberto–No era mi culpa. Mi mamá no me dejaba. — ¿Y ahora?

— Ahora sí. Las cosas están mejor con mi papá. — No entiendo — dijo el Bebe- ¿Qué tiene que ver?

— Su padre es un donjuan — dijo Pluto- ¿No sabías? ¿No has visto cuando llega en las noches, cómo se limpia la boca con el pañuelo antes de entrar a su casa?

— Sí — dijo Emilio–Una vez lo vimos en la Herradura. Llevaba en el coche a una mujer descomunal. Es una fiera.

— Tiene una gran pinta — dijo Pluto–Y es muy elegante. Alberto asentía, complacido.

— ¿Pero qué tiene que ver eso con que no le dieran permiso para ir a las fiestas? — dijo el Bebe. — Cuando mi papá se desboca — dijo Alberto-, mi mamá comienza a cuidarme para que yo no sea como él de grande. Tiene miedo que sea un mujeriego, un perdido. — Formidable — dijo el Bebe–Muy buena.

— Mi padre también es un fresco — dijo Emilio–A veces no viene a dormir y sus pañuelos siempre están pintados. Pero a mi mamá no le importa. Se ríe y le dice: «viejo verde». Sólo Ana lo riñe. — Oye — dijo Pluto- ¿Y a qué hora bailamos?

— Espera, hombre — replicó Emilio-. Conversemos un rato. Ya bailaremos harto en la fiesta. — Cada vez que hablamos de la fiesta, Alberto se pone pálido — dijo el Bebe-. No seas tonto, hombre. Esta vez Helena te va a aceptar. Apuesto lo que quieras. — ¿Tú crees? — dijo Alberto.

— Está templado hasta los huesos — dijo Emilio–Nunca he visto a nadie más templado. Yo no podría hacer lo que hace éste. — ¿Qué hago? — dijo Alberto. — Declararte veinte veces. — Sólo tres — dijo Alberto- ¿Por qué exageras?

— Yo creo que hace bien–afirmó el Bebe–Si le gusta, que la persiga hasta que lo acepte. Y que después la haga sufrir.

— Pero eso es no tener orgullo — dijo Emilio–A mí una chica me larga y yo le caigo a otra ahí mismo. — Esta vez te va a hacer caso — dijo el Bebe a Alberto–El otro día, cuando estábamos conversando en la casa de Laura, Helena preguntó por ti y se puso muy colorada cuando Tico le dijo "¿lo extrañas?». — ¿De veras? — preguntó Alberto.

— Templado como un perro — dijo Emilio–Miren cómo le brillan los ojos.

— Lo que pasa — dijo el Bebe-, es que a lo mejor no te declaras bien. Trata de impresionarla. ¿Ya sabes lo que vas a decirle?

— Más o menos — dijo Alberto-. Tengo una idea.

— Eso es lo principal–afirmó el Bebe–Hay que tener preparadas todas las palabras.

— Depende — dijo Pluto–Yo prefiero improvisar. Vez que la caigo a una chica, me pongo muy nervioso, pero apenas comienzo a hablarle se me ocurren montones de cosas. Me inspiro.

— No — dijo Emilio–El Bebe tiene razón. Yo también llevo todo preparado. Así, en el momento sólo tienes que preocuparte de la manera cómo se lo dices, de las miradas que le echas, de cuándo le coges la mano. — Tienes que llevar todo en la cabeza — dijo el Bebe–Y si puedes, ensáyate una vez ante el espejo. — Sí–afirmó Alberto. Dudó un momento: — ¿Tú qué le dices?

— Eso varía–repuso el Bebe-. Depende de la chica. — Emilio asintió con suficiencia–A Helena no puedes preguntarle de frente si quiere estar contigo. Primero tienes que hacerle un buen trabajo. — Quizá me largó por eso–confesó Alberto–La vez pasada le pregunté de golpe si quería ser mi enamorada.

— Fuiste un tonto — dijo Emilio–Y además, te le declaraste en la mañana. Y en la calle. ¡Hay que estar loco! — Yo me declaré una vez en misa — dijo Pluto–Y me fue bien.

— No, no–lo interrumpió Emilio. Y se volvió a Alberto Mira. Mañana la sacas a bailar. Esperas que toquen un bolero. No vayas a declararte en un mambo. Tiene que ser una música romántica.

— Por eso no te preocupes — dijo el Bebe-. Cuando estés decidido, me haces una seña y yo me encargo de poner «Me gustas» de Leo Marini.

— ¡Es mi bolero! — exclamó Pluto-. Siempre que me declaro bailando «Me gustas» me han dicho sí. No falla.

— Bueno — dijo Alberto–Te haré una seña.

— La sacas a bailar y la pegas — dijo Emilio–A la disimulada te vas hacia un rinconcito para que no te oigan las otras parejas. Y le dices, al oído, «Helenita, me muero por tí».

— ¡Animal! — gritó Pluto- ¿Quieres que lo largue otra vez?

— ¿Por qué? — preguntó Emilio–Yo siempre me declaro así.

— No — dijo el Bebe-. Eso es declararse sin arte, a la bruta. Primero pones una cara muy seria y le dices:

«Helena, tengo que decirte algo muy importante. Me gustas. Estoy enamorado de ti. ¿Quieres estar conmigo?».

— Y si se queda callada–añadió Pluto-, le dices: «Helenita, ¿tú no sientes nada por mí?».

— Y entonces le aprietas la mano — dijo el Bebe–Despacito, con mucho cariño.

— No te pongas pálido, hombre — dijo Emilio, dando una palmada a Alberto-. No te preocupes. Esta vez te acepta.

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