Array Array - La ciudad y los perros

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La ciudad y los perros: краткое содержание, описание и аннотация

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No creo que exista el diablo pero el Jaguar me hace dudar a veces. Él dice que no cree, pero es mentira, pura pose. Se vio cuando le pegó a Arróspide por hablar mal de Santa Rosa. «Mi madre era devota de Santa Rosa y hablar mal de ella es como hablar mal de mi madre», pura pose. El diablo debe tener la cara del Jaguar, su misma risa y además los cachos puntiagudos. Vienen a llevarse a Cava, dijo, ya descubrieron todo. Y se puso a reír, mientras el Rulos y yo perdíamos el habla y nos venían los muñecos. ¿Cómo adivinó? Siempre sueño que me le acerco por detrás y lo noqueo y le doy en el suelo, juach, paf, kraj. A ver qué hace cuando despierta. El Rulos también debe pensar en eso. El Jaguar es una bestia, Boa, un bruto como no hay dos, me dijo esta tarde, ¿viste cómo adivinó lo del serrano, cómo se rió? Si el fregado hubiera sido yo, seguro que también se meaba de risa. Pero después, se puso como loco, sólo que no por el serrano, sino por él. «Ésa me la han hecho a mí, no saben con quien se meten», pero el que está adentro es Cava, se me paran los pelos, ¿y si los dados me elegían a mí? Me gustaría que lo fregaran al Jaguar, a ver qué cara pone, nadie lo friega nunca, eso es lo que da más pica, todo se lo adivina. Dicen que los animales se dan cuenta de las cosas por el olor; huelen y ya está, por la nariz les entra todo lo que va a ocurrir. Mi madre dice: el día del terremoto del 40 supe que iba a pasar algo, de repente los perros del barrio se volvieron locos, corrían y aullaban como si vieran al diablo con sus cachos y sus pelos de alambre. Poquito después comenzaba la tembladera. Igualito que el Jaguar. Puso una cara de ésas y dijo «alguien ha pegado un soplo», «juro por la virgen que sí», y Huarina y Morte ni habían asomado, ni se oían sus pasos, ni nada. Qué vergüenza, no lo vio ningún oficial, ningún suboficial, hace rato que lo hubieran encerrado, hace tres semanas que estaría en la calle, qué asco, tiene que ser un cadete. Quizá un perro o alguno de cuarto. Los de cuarto también son unos perros, más grandes, más sabidos, pero en el fondo perros. Nosotros nunca fuimos perros del todo, se lo debemos al Círculo, nos hacíamos respetar, nuestro trabajo nos costó. ¿Cuando estábamos en cuarto se le hubiera ocurrido a uno de quinto llevarnos a tender camas? Lo tiro al suelo, lo escupo, Jaguar, Rulos, serrano Cava, ¿quieren ayudarme?, me arden las manos de tanto zumbar a este rosquete. Ni siquiera se metían con los enanos de la décima, todo se lo deben al Jaguar, fue el único que no se dejó bautizar, dio el ejemplo, un hombre de pelo en pecho, para qué. Pasamos unos días buenos, mejores que todo lo que vino después, pero no quisiera que el tiempo retrocediera, más bien al contrario, haber salido ya, si es que todo no se friega con lo del serrano, lo mataría si se asusta y nos embarra a todos. Pongo mis manos al luego por él, dijo Rulos, no abrirá la boca así le metan un hierro caliente. Sería mucha mala suerte, quemarse al final, justo antes de los exámenes, por un mugriento vidrio, bah. No me gustaría ser perro de nuevo, está fregado pasar otros tres años aquí, sabiendo lo que es, teniendo experiencia. Hay perros que dicen voy a ser militar, voy a ser aviador, voy a ser marino, todos los blanquiñosos quieren ser marinos. Espérate unos meses y después hablamos.

El salón daba a un jardín lleno de flores, amplio, multicolor. La ventana estaba abierta de par en par y hasta ellos llegaba un olor a hierba húmeda. El Bebe puso él mismo disco por cuarta vez y ordenó: «levántate y no seas aguado, es por tu bien». Alberto se había desplomado en un sillón, rendido de fatiga. Pluto y Emilio asistían como espectadores a las lecciones y todo el tiempo hacían bromas, lanzaban insinuaciones, nombraban a Helena. Pronto se vería otra vez en el gran espejo de la sala, meciéndose muy seriamente en los brazos del Bebe, la rigidez se apoderaría de su cuerpo y Pluto afirmaría: ya está, de nuevo bailas como un robot».

Se puso de pie. Emilio había encendido un cigarrillo y lo fumaba con Pluto, alternativamente. Alberto los vio, sentados en el sofá, discutiendo sobre la superioridad del tabaco americano o el inglés. No le prestaban atención. «Listo, dijo el Bebe. Ahora me llevas tú.» Comenzó a bailar, al principio muy despacio, tratando de cumplir escrupulosamente los movimientos del vals criollo, un paso a la derecha, un paso a la izquierda, vuelta por aquí, vuelta por allá. «Ahora estás mejor, decía el Bebe, pero tienes que ir algo más rápido, con la música. Oye, tan–tan, tan–tan, juácate, tan–tan, tan–tan, juá–cate.» En efecto, Alberto se sentía más suelto, más libre, dejaba de pensar en el baile y sus pies no se enredaban con los pies del Bebe.

«Vas bien, decía éste, pero no bailes tan tieso, no es cuestión de mover sólo los pies. Al dar vueltas tienes que doblarte, así, fíjate bien–el Bebe se inclinaba, una sonrisa convencional aparecía en su rostro de leche, su cuerpo giraba sobre un talón y luego, al recobrar la posición anterior, la sonrisa se esfumaba-. Son trucos, como cambiar de paso y hacer figuras, pero ya aprenderás eso después. Ahora tienes que acostumbrarte a llevar a tu pareja como se debe. No tengas miedo, la chica se da cuenta ahí mismo. Plántale la mano encima, fuerte, con raza. Déjame llevarte un rato, para que veas. ¿Te das cuenta? Le aprietas la mano con la izquierda y a medio baile, si notas que te da entrada, le vas cruzando los dedos y la acercas poquito a poquito, empujándola por la espalda, pero despacio, suavecito. Para eso tienes que tener bien plantada la mano desde el principio, no sólo la punta de los dedos, la mano íntegra, toda la manaza apoyada cerca de los hombros. Después la vas bajando, como si fuera pura casualidad, como si en cada vuelta la mano se cayera solita. Si la muchacha se respinga o se echa atrás, te pones a hablar de

cualquier cosa, habla y habla, risa y risa, pero nada de aflojar la mano. Dale a apretar y a acercarla. Para eso mucha vuelta, siempre por el mismo lado. El que gira a la derecha no se marca, aguanta cincuenta vueltas al hilo, pero como ella da vueltas a la izquierda se marea prontito. Ya verás que apenas le dé vueltas la cabeza se te pega solita, para sentirse más segura. Entonces puedes bajar la mano hasta su cintura y cruzarle los dedos sin miedo y hasta juntarle un poco la cara. ¿Has entendido?»

El vals ha terminado y el tocadiscos emite un crujido monótono. El Bebe lo apaga.

— Éste sabe las de Quico y Caco — dice Emilio, señalando al Bebe-. ¡Qué sapo!

— Ya está bien — dice Pluto–Alberto ya sabe bailar. ¿Por qué no jugamos un casinito barrio alegre?

El primitivo nombre del barrio, desechado porque aludía también al jirón Huatica, ha resucitado con la adaptación del juego de Casino que hizo Tico, meses atrás, en un salón del Club Terrazas. Se reparten todas las cartas entre cuatro jugadores; la caja inventa los comodines. Se juega en parejas. Desde su aparición, es el único juego de naipes practicado en el barrio.

— Pero sólo ha aprendido el vals y el bolero — dice el Bebe–Le falta el mambo.

— Ya no — dice Alberto–Seguiremos otro día.

Cuando entraron a la casa de Emilio, a las dos de la tarde, Alberto estaba animado y respondía a las bromas de los otros. Cuatro horas de lección lo habían agobiado. Sólo el Bebe parecía conservar el entusiasmo; los otros se aburrían.

— Como quieras — dijo el Bebe–Pero la fiesta es mañana.

Alberto se estremeció. «Es verdad, se dijo. Y para remate es en casa de Ana. Tocarán mambos toda la noche.» Como el Bebe, Ana era una estrella del baile: hacía figuras, inventaba pasos, sus ojos se anegaban de dicha si le hacían una rueda. 1 ¿Me pasaré toda la fiesta sentado en un rincón, mientras los otros bailan con Helena? ¡Si sólo fueran los del barrio!»

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