Array Array - La ciudad y los perros
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— ¿Cómo por qué? Porque no. Ella es muy inteligente. Me escribe cartas muy lindas. — Escribir una carta es muy fácil — dice Alberto-. Lo más fácil del mundo. — No. Es fácil saber lo que quieres decir, pero no decirlo. — Bah — dice Alberto–Puedo escribir diez cartas de amor en una hora. — ¿De veras? — pregunta el muchacho, mirándolo fijamente.
«Y le escribí una y otra y la chica me contestaba y el cuartelero me convidaba cigarros y colas en 'La Perlita' y un día me trajo a un zambito de la octava y me dijo ¿ puedes escribirle una carta a la hembrita que éste tiene en Iquitos? y yo le dije ¿ quieres que vaya a verlo y le hable? y ella me dijo no hay nada que hacer sino rezar a Dios y comenzó a ir a misa y a novenas y a darme consejos Alberto tienes que ser piadoso y querer mucho a Dios para que cuando seas grande las tentaciones no te pierdan como a tu padre y yo le dije Okey pero me pagas.»
Alberto pensó: «ya hace más de dos años. Cómo pasa el tiempo». Cerró los ojos: evocó el rostro de Teresa y su cuerpo se llenó de ansiedad. Era la primera vez que resistía la consigna sin angustia. Ni siquiera las dos cartas que había recibido de la muchacha lo incitaban a desear la salida. Pensó: «me escribe en papel barato y tiene mala letra. He leído cartas más bonitas que las de ella». Las había leído varias veces, siempre a ocultas. (Las guardaba en el forro del quepí, como los cigarrillos que traía al colegio los domingos.) La primera semana, al recibir una carta de Teresa, se dispuso a responderle de inmediato, pero después de escribir la fecha, sintió disgusto, turbación y no supo qué decir. Todo el lenguaje parecía falso e inútil. Destruyó varios borradores y al fin se decidió a contestarle apenas unas líneas objetivas: «estamos consignados por un lío. No sé cuando saldré. Tuve una gran alegría al recibir tu carta. Siempre pienso en ti y lo primero que haré, al salir, será ir a verte». El Esclavo lo perseguía, le ofrecía cigarrillos, fruta, sandwichs, le hacía confidencias; en el comedor, en la fila y en el cine se las arreglaba para estar a su lado. Recordó su cara pálida, su expresión obsecuente, su sonrisa beatífica y lo odió. Cada vez que veía aproximarse al Esclavo, sentía malestar. La conversación de un modo u otro recaía en Teresa y Alberto debía disimular, adoptando un papel cínico; otras veces se mostraba amistoso y daba al Esclavo consejos sibilinos: «no vale la pena que te declares por carta. Esas cosas se hacen de frente, para ver las reacciones. En la primera salida, vas a su casa y le caes» La cara lánguida escuchaba seriamente, asentía sin rebelarse. Alberto pensó -~ «se lo diré el primer día que salgamos, apenas crucemos la puerta del colegio. Ya tiene una cara bastante estúpida para amargarle más la vida. Le diré: lo siento mucho, pero esa chica me gusta y si la vas a ver te parto la cara. Hay más mujeres en el mundo. Y después iré a verla y la llevaré al Parque Necochea» (que está al final del Malecón Reserva, sobre los acantilados verticales y ocres que el mar de Miraflores combate ruidosamente; desde el borde se contempla, en invierno, a través de la neblina, un escenario de fantasmas: la playa de piedras, solitaria y profunda). Pensó: «me sentaré en el último banco, junto a la baranda de troncos blancos». El sol había entibiado su cara y su cuerpo; no quería abrir los ojos para evitar que la imagen se fuera.
Cuando despertó, el sol había desaparecido; estaba en medio de una luz parda. Se movió en el sitio y le dolieron los huesos de la espalda; sentía la cabeza pesada: era incómodo dormir sobre madera. Tenía el cerebro adormecido, no atinaba a ponerse de pie, pestañeó varias veces, sintió ganas de fumar. Luego se incorporó con torpeza y espió. El jardín estaba vacío y los bloques de cemento de las aulas parecían desiertos. ¿Qué hora sería? El silbato para ir al comedor era a las siete y media. Inspeccionó cuidadosamente los alrededores. El colegio estaba muerto. Descendió de la glorieta y cruzó rápidamente el jardín y los edificios sin ver a nadie. Sólo al llegar a la pista de desfile distinguió a un grupo de cadetes que correteaba detrás de la vicuña. Al fondo de la pista, un kilómetro más allá, presentía a los cadetes envueltos en sus sacones verdes, caminando en parejas por el patio, y el gran rumor de las cuadras. Tenía unos deseos enormes de fumar.
En el patio de quinto, se detuvo. En vez de cruzarlo, regresó hacia la Prevención. Era «miércoles, podía haber cartas. Varios cadetes obstruían la puerta. — Paso. El oficial de guardia me ha mandado llamar.
Nadie se movió.
— Haz cola — dijo uno.
— No vengo por cartas–afirmó Alberto-. El oficial me necesita.
— Friégate. Aquí todos hacen cola.
Esperó. Cuando salía un cadete, la cola se agitaba; todos pugnaban por pasar primero. Distraídamente, Alberto leía el orden del Día, colgado en la puerta: «Quinto año. Oficial de guardia: teniente Pedro Pitaluga. Suboficial: Joaquín Morte. Efectivo de año. Disponibles: 360. Internados en la enfermería: S.
Disposición especial: se suspende la consigna a los imaginarias del 13 de septiembre. Firmado, el capitán de año». Volvió a leer la última parte, dos, tres veces. Dijo una lisura en voz alta y, desde el fondo de la Prevención, la voz del suboficial Pezoa protestó:
— ¿Quién anda diciendo mierda por ahí?
Alberto corría hacia la cuadra. Su corazón desbordaba de impaciencia. Encontró a Arróspide en la puerta.
— Han suspendido la consigna — gritó Alberto–El capitán se ha vuelto loco.
— No — dijo Arróspide- ¿Acaso no sabes? Alguien ha pegado un chivatazo. Cava está en el calabozo.
— ¿Qué? — dijo Alberto- ¿Lo han denunciado? ¿Quién?
— Oh — dijo Arróspide–Eso se sabe siempre.
Alberto entró en la cuadra. Como en las grandes ocasiones, el recinto había cambiado de atmósfera. El ruido de los botines parecía insólito en la cuadra silenciosa. Muchos ojos lo seguían desde las literas. Fue hasta su cama. Buscó con la mirada: ni el Jaguar, ni el Rulos ni el Boa estaban presentes. En la litera de al lado, Vallano hojeaba unas copias.
— ¿Ya se sabe quién ha sido? — le preguntó Alberto.
— Se sabrá — dijo Vallano–Tiene que saberse antes que expulsen a Cava.
— ¿Dónde están los otros?
Vallano señaló el baño con un movimiento de cabeza.
— ¿Qué hacen?
— Están reunidos. No sé que hacen.
Alberto se levantó y fue hasta la litera del Esclavo. Estaba vacía. Empujó uno de los batientes del baño;
sentía a su espalda los ojos de toda la sección. Estaban en un rincón, acurrucados, el Jaguar al centro. Lo miraban.
— ¿Qué quieres? — dijo el Jaguar.
— Orinar–respondió Alberto-. Supongo que puedo.
— No — dijo el Jaguar-. Fuera.
Alberto volvió a la cuadra y se dirigió hacia la cama del Esclavo.
— ¿Dónde está?
— ¿Quién? — dijo Vallano, sin apartar los ojos de las copias.
— El Esclavo.
— Ha salido.
— ¿Qué cosa?
— Salió después de clases.
— ¿A la calle? ¿Estás seguro?
— ¿A dónde va a ser? Su madre está enferma, creo.
«Soplón y mentiroso, ya sabía que con esa cara, para qué iba a ir, puede ser que su madre se esté muriendo, si ahorita entro al baño y digo Jaguar el soplón es el Esclavo, inútil que se levanten, ha salido a la calle, hizo creer a todo el mundo que su madre está enferma, no se desesperen que las horas pasan rápido, déjenme entrar al Círculo que yo también quiero vengar al serrano Cava.» Pero el rostro de Cava se ha desvanecido en una nebulosa que arrastra también al Círculo y a los otros cadetes de la cuadra, y diluye su indignación y el desprecio que hace un momento lo colmaba, pero a su vez la nebulosa devora la propia nebulosa y en su espíritu surge ese rostro mustio que simula una sonrisa. Alberto va hasta su litera, se tiende. Busca en los bolsillos, sólo encuentra unas hebras de tabaco. Maldice. Vallano aparta los ojos de las copias y lo mira, un segundo. Alberto deja caer el brazo sobre su rostro. Siente su corazón lleno de urgencia, sus nervios crispados bajo la piel. Oscuramente piensa que alguien puede descubrir, de algún modo, que el infierno se ha instalado en su cuerpo y, para disimular, bosteza ruidosamente.
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